Nota de la redacción de ANADIG (Agencia de Noticias Argentina Digital):
El
verdadero "patrón" de Clarín, de O Globo, de los medios monopólicos de
comunicación alienante, es nada mas y nada menos que EE UU.
En este
análisis de Noam Chomsky vemos como ejercen sus métodos y poderes para
influenciar en el condicinamiento y apoyo a medidas y actitudes que de
por sí nadie apoyaría.
La comunicación popular es el arma para combatir la desinformación y las mentiras ante este ataque planificado.
ANADig
El control de los medios de comunicación
por Noam Chomsky
El papel
de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a
preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y
qué modelo de democracia queremos para esta sociedad.
Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia.
Uno es el
que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado,
la gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera
significativa en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro,
los medios de información son libres e imparciales.
Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.
Una idea
alternativa de democracia es la de que no debe permitirse que la gente
se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de
información deben estar fuerte y rígidamente controlados.
Quizás
esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es
importante entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho
lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en
el plano teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia,
que se remonta a las revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra
del siglo XVII, que en su mayor parte expresa este punto de vista.
En
cualquier caso voy a ceñirme simplemente al período moderno y acerca de
la forma en que se desarrolla la noción de democracia, y sobre el modo y
el porqué el problema de los medios de comunicación y la desinformación
se ubican en este contexto.
Primeros apuntes históricos de la propaganda
Empecemos con la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno.
Ocurrió bajo el mandato de Woodrow Wilson.
Este fue
elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma electoral Paz sin Victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial.
La
población era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse en
una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había
decidido que el país tomaría parte en el conflicto.
Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra.
Y se creó
una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el nombre de
Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población
pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y
destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y
salvar así al mundo.
Se
alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía:
precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las
mismas técnicas para avivar lo que se conocía como Miedo Rojo.
Ello
permitió la destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan
peligrosos como la libertad de prensa o de pensamiento político.
El poder
financiero y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y
prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez,
obtuvieron todo tipo de provechos.
Entre los
que participaron activa y entusiásticamente en la guerra de Wilson
estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey
Estos se
mostraban muy orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la
época, por haber demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más
inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de
convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra
mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo
patriotero.
Los medios utilizados fueron muy amplios.
Por
ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente cometidas
por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros
arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en
los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el
Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel
momento —tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el
de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo.
Pero la
cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más
inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían
la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país a
la histeria propia de los tiempos de guerra.
Y
funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la
propaganda que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un
nivel cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su
contenido, el efecto puede ser enorme.
Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.
La democracia del espectador
Otro
grupo que quedó directamente marcado por estos éxitos fue el formado por
teóricos liberales y figuras destacadas de los medios de comunicación,
como Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas americanos,
un importante analista político —tanto de asuntos domésticos como
internacionales— así como un extraordinario teórico de la democracia
liberal.
Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados con algo así como Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal.
Lippmann
estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda y admitió los logros
alcanzados, al tiempo que sostenía que lo que él llamaba revolución en
el arte de la democracia podía utilizarse para fabricar consenso, es
decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de
propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado.
También
pensaba que ello era no sólo una buena idea sino también necesaria,
debido a que, tal como él mismo afirmó, los intereses comunes esquivan
totalmente a la opinión pública y sólo una clase especializada de
hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y
resolver los problemas que de ellos se derivan.
Esta
teoría sostiene que sólo una élite reducida —la comunidad intelectual de
que hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son
aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como
el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general.
En
realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás, es también un
planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran
semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales
revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les
proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las
masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e
incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas.
Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos.
En mi
opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo
largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una
posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio.
Sólo es cuestión de ver dónde está el poder.
Es
posible que haya una revolución popular que nos lleve a todos a asumir
el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso simplemente
apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad de las
finanzas.
Pero
estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un
mundo en el que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.
Lippmann
respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia
progresiva, según la cual en una democracia con un funcionamiento
adecuado hay distintas clases de ciudadanos.
En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración.
Es la
clase especializada, formada por personas que analizan, toman
decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los
sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen,
asimismo, un porcentaje pequeño de la población total.
Por
supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es parte
de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de
qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo
la mayoría de la población, constituyen lo que Lippmann llamaba el
rebaño desconcertado: hemos de protegemos de este rebaño desconcertado
cuando brama y pisotea.
Así pues,
en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase
especializada, los hombres responsables, ejercen la función ejecutiva,
lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses
comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una función en la
democracia, que, según Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de
miembros participantes de forma activa. Pero, dado que estamos hablando
de una democracia, estos últimos llevan a término algo más que una
función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas
en la persona de algún miembro de la clase especializada; en otras
palabras, se les permite decir queremos que seas nuestro líder, o,
mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello porque estamos en
una democracia y no en un estado totalitario.
Pero una
vez se han liberado de su carga y traspasado esta a algún miembro de la
clase especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se
conviertan en espectadores de la acción, no en participantes.
Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.
Y la verdad es que hay una lógica detrás de todo eso.
Hay
incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente
demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos
trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o
interesan, lo único que harían sería sólo provocar líos, por lo que
resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que
domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y
destruya las cosas, lo cual viene a encerrar la misma lógica que dice
que sería incorrecto dejar que un niño de tres años cruzara solo la
calle.
No damos a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla.
Por lo
mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño
desconcertado participen en la acción; sólo causarían problemas.
Por ello,
necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que
viene a ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la
fabricación del consenso.
Los
medios de comunicación, las escuelas y la cultura popular tienen que
estar divididos. La clase política y los responsables de tomar
decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad,
aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas.
Aquí la
premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres
responsables tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver
con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad para tomar
decisiones.
Por
supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el
poder real, que no es otra que los dueños de la sociedad, es decir, un
grupo bastante reducido.
Si los
miembros de la clase especializada pueden venir y decir Puedo ser útil a
sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo.
Y hay que
quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo
posible para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que
servirán a los intereses de los dueños de la sociedad, de modo que, a
menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación, no formarán
parte de la clase especializada. Así, tenemos un sistema educacional, de
carácter privado, dirigido a los hombres responsables, a la clase
especializada, que han de ser adoctrinados en profundidad acerca de los
valores e intereses del poder real, y del nexo corporativo que este
mantiene con el Estado y lo que ello representa.
Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada.
Al resto del rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a cualquier otra cosa.
Que nadie
se meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen todos en su
función de espectadores de la acción, liberando su carga de vez en
cuando en algún que otro líder de entre los que tienen a su disposición
para elegir.
Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que, de hecho, es bastante convencional.
Por
ejemplo, él destacado teólogo y crítico de política internacional
Reinold Niebuhr, conocido a veces como el teólogo del sistema, gurú de
George Kennan y de los intelectuales de Kennedy, afirmaba que la
racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos:
sólo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por
las emociones y los impulsos.
Aquellos
que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y
simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con
objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando.
Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea.
En la
década de los años veinte y principios de la de los treinta, Harold
Lasswell, fundador del moderno sector de las comunicaciones y uno de los
analistas políticos americanos más destacados, explicaba que no
deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los
hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no
lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y
asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más
común, somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no
van a gozar de la oportunidad de actuar basándose en sus juicios
erróneos.
En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil.
Es
cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los
individuos, y, si se apartan del camino trazado, golpearles sin piedad.
Pero si
la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde aquella
capacidad, por lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de
propaganda.
La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario.
Ello
resulta acertado y conveniente dado que, de nuevo, los intereses
públicos escapan a la capacidad de comprensión del rebaño desconcertado.
Relaciones públicas
Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria de las relaciones públicas.
Tal como decían sus líderes, su compromiso consistía en controlar la opinión pública.
Dado que
aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y
de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas
experimentaron, a lo largo de la década de 1920, una enorme expansión,
obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una subordinación
total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial a
lo largo de la década de 1920.
La situación llegó a tal extremo que en la década siguiente los comités del Congreso empezaron a investigar el fenómeno.
De estas pesquisas proviene buena parte de la información de que hoy día disponemos.
Las
relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la
actualidad, cantidades que oscilan en torno a un billón de dólares al
año, y desde siempre su cometido ha sido el de controlar la opinión
pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones.
Tal como
ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930
surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una
cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización.
En 1935, y
gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran
victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera
independiente, logro que planteaba dos graves problemas.
En primer
lugar, la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño
desconcertado estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y
no era ese el modo en que se suponía que tenían que ir las cosas; el
otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para
organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados y
solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso
podrían convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.
Efectivamente,
si hubiera muchos individuos de recursos limitados que se agruparan
para intervenir en el ruedo político, podrían, de hecho, pasar a asumir
el papel de participantes activos, lo cual sí sería una verdadera
amenaza.
Por ello,
el poder empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de
que esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones
obreras, y de que representaría también el principio del fin de esta
desviación democrática de las organizaciones populares.
Y funcionó.
Fue la
última victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario, y, a
partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los sindicatos se
incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual empezó a
bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor.
Y no por
casualidad, ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que
está gastando enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el
tiempo y esfuerzo necesarios, en cómo afrontar y resolver estos
problemas a través de la industria de las relaciones públicas y otras
organizaciones, como la National Association of Manufacturers
(Asociación nacional de fabricantes), la Business Roundtable (Mesa
redonda de la actividad empresarial), etcétera.
Y su
principio es reaccionar en todo momento de forma inmediata para
encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas.
La
primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una
importante huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de
Pensilvania.
Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz.
Y sin
matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo
que ya no resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más
sutiles y eficientes de propaganda.
La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas, por los medios que fuera.
Se
presentó a estos como destructivos y perjudiciales para el conjunto de
la sociedad, y contrarios a los intereses comunes, que eran los
nuestros, los del empresario, el trabajador o el ama de casa, es decir,
todos nosotros.
Queremos estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos.
Pero
resulta que estos huelguistas malvados de ahí afuera son subversivos,
arman jaleo, rompen la armonía y atenían contra el orgullo de América, y
hemos de pararles los pies.
El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos tienen los mismos intereses.
Hemos de
trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y
cariño los unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje.
Y se hizo
un gran esfuerzo para hacerlo público; después de todo, estamos
hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el que controla
los medios de información y dispone de recursos a gran escala, por lo
cual funcionó, y de manera muy eficaz.
Más
adelante este método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se
le denominaba también métodos científicos para impedir huelgas.
Se aplicó
una y otra vez para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando
se trataba de movilizar a la opinión pública a favor de conceptos
vacíos de contenido, como el orgullo de ser americano.
¿Quién
puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede estar en
contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras
tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay
alguien que esté en contra? Sólo alguien completamente necio.
De hecho,
¿qué pasa si alguien le pregunta si da usted su apoyo a la gente de
lowa? Se puede contestar diciendo Sí, le doy mi apoyo, o No, no la
apoyo.
Pero ni siquiera es una pregunta: no significa nada.
Esta es la cuestión
La clave
de los eslóganes de las relaciones públicas como Apoyad a nuestras
tropas es que no significan nada, o, como mucho, lo mismo que apoyar a
los habitantes de Iowa.
Pero, por
supuesto había una cuestión importante que se podía haber resuelto
haciendo la pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero, claro, no se
trata de que la gente se plantee cosas como esta. Esto es lo único que
importa en la buena propaganda.
Se trata de crear un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté a favor.
Nadie
sabe lo que significa porque no significa nada, y su importancia
decisiva estriba en que distrae la atención de la gente respecto de
preguntas que sí significan algo: ¿Apoya usted nuestra política?
Pero sobre esto no se puede hablar.
Así que
tenemos a todo el mundo discutiendo sobre el apoyo a las tropas: Desde
luego, no dejaré de apoyarles. Por tanto, ellos han ganado. Es como lo
del orgullo americano y la armonía.
Estamos
todos juntos, en tomo a eslóganes vacíos, tomemos parte en ellos y
asegurémonos de que no habrá gente mala en nuestro alrededor que
destruya nuestra paz social con sus discursos acerca de la lucha de
clases, los derechos civiles y todo este tipo de cosas. Todo es muy
eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente. Desde luego consiste en
algo razonado y elaborado con sumo cuidado: la gente que se dedica a las
relaciones públicas no está ahí para divertirse; está haciendo un
trabajo, es decir, intentando inculcar los valores correctos.
De hecho,
tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema en el
que la clase especializada está entrenada para trabajar al servicio de
los amos, de los dueños de la sociedad, mientras que al resto de la
población se le priva de toda forma de organización para evitar así los
problemas que pudiera causar.
La
mayoría de los individuos tendrían que sentarse frente al televisor y
masticar religiosamente el mensaje, que no es otro que el que dice que
lo único que tiene valor en la vida es poder consumir cada vez más y
mejor y vivir igual que esta familia de clase media que aparece en la
pantalla y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano.
La vida consiste en esto.
Puede que
usted piense que ha de haber algo más, pero en el momento en que se da
cuenta que está solo, viendo la televisión, da por sentado que esto es
todo lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar en que haya
otra cosa.
Y desde
el momento en que está prohibido organizarse, lo que es totalmente
decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si realmente está
uno loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico que se
puede hacer.
Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual se han desplegado grandes esfuerzos.
Y es evidente que detrás de él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha dicho.
El rebaño desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo.
Será
cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en casa
viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas, aunque de
vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear
eslóganes sin sentido, como Apoyad a. nuestras tropas.
Hay que
hacer que conserven un miedo permanente, porque a menos que estén
debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden
destruirles, desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí
mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad de
hacerlo.
Por ello es importante distraerles y marginarles.
Esta es una idea de democracia.
De hecho,
si nos re montamos al pasado, la última victoria legal de los
trabajadores fue realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el
inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un
declive, al igual que lo hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada
directamente con aquellos. Todo quedó destruido y nos vimos trasladados
a una sociedad dominada de manera singular por los criterios
empresariales.
Era esta
la única sociedad industrial, dentro de un sistema capitalista de
Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual que
se podía dar en latitudes comparables.
Era la única sociedad industrial — aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía un servicio nacional de asistencia sanitaria.
No
existía ningún compromiso para elevar los estándares mínimos de
supervivencia de los segmentos de la población que no podían seguir las
normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos en el
plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no
existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación en la
esfera popular.
No había organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el plano estructural.
Los medios de información constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban los mismos puntos de vista.
Los dos partidos eran dos facciones del partido del poder financiero y empresarial.
Y así la
mayor parte de la población ni tan sólo se molestaba en ir a votar ya
que ello carecía totalmente de sentido, quedando, por ello, debidamente
marginada.
Al menos este era el objetivo.
La verdad
es que el personaje más destacado de la industria de las relaciones
públicas, Edward Bernays, procedía de la Comisión Creel.
Formó
parte de ella, aprendió bien la lección y se puso manos a la obra a
desarrollar lo que él mismo llamó la ingeniería del consenso, que
describió como la esencia de la democracia.
Los
individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y
el poder de hacerlo —la comunidad financiera y empresarial— y para
ellos trabajamos.
Fabricación de la opinión
También es necesario recabar el apoyo de la población a las aventuras exteriores.
Normalmente
la gente es pacifista, tal como sucedía durante la Primera Guerra
Mundial, ya que no ve razones que justifiquen la actividad bélica, la
muerte y la tortura.
Por ello, para procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles hay que asustarles.
El mismo
Bernays tenía en su haber un importante logro a este respecto, ya que
fue el encargado de dirigir la campaña de relaciones públicas de la
United Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos intervinieron
militarmente para derribar al gobierno democrático-capitalista de
Guatemala e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones
de la muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de
repetidas infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto
evitar algo más que desviaciones democráticas vacías de contenido.
En estos
casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una y otra vez programas
domésticos hacia los que la gente se muestra contraria, ya que no tiene
ningún sentido que el público esté a favor de programas que le son
perjudiciales.
Y esto,
también, exige una propaganda amplia y general, que hemos tenido
oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los últimos diez años.
Los
programas de la era Reagan eran abrumadoramente impopulares. Los
votantes de la victoria arrolladora de Reagan en 1984 esperaban, en una
proporción de tres a dos, que no se promulgaran las medidas legales
anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en armamento, o
la reducción de recursos en materia de gasto social, etc.,
prácticamente todos ellos recibían una oposición frontal por parte de la
gente.
Pero en
la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos de la cosa
pública y estos no encontraban el modo de organizar y articular sus
sentimientos, o incluso de saber que había otros que compartían dichos
sentimientos, los que decían que preferían el gasto social al gasto
militar —y lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía de manera
generalizada— daban por supuesto que eran los únicos con tales ideas
disparatadas en la cabeza.
Nunca
habían oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer que nadie
pensaba así; y si lo había, y era sincero en las encuestas, era lógico
pensar que se trataba de un bicho raro. Desde el momento en que un
individuo no encuentra la manera de unirse a otros que comparten o
refuerzan este parecer y que le pueden transmitir la ayuda necesaria
para articularlo, acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico, una
rareza en un mar de normalidad.
De modo
que acaba permaneciendo al margen, sin prestar atención a lo que ocurre,
mirando hacia, otro lado, como por ejemplo la final de Copa. Así pues,
hasta cierto punto se alcanzó el ideal, aunque nunca de forma completa,
ya que hay instituciones que hasta ahora ha sido imposible destruir: por
ejemplo, las iglesias. Buena parte de la actividad disidente de los
Estados Unidos se producía en las iglesias por la sencilla razón de que
estas existían. Por ello, cuando había que dar una conferencia de
carácter político en un país europeo era muy probable que se celebrara
en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en América ya que,
en primer lugar, estos apenas existían o, en el mejor de los casos, no
eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de manera
que las charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la
solidaridad con Centroamérica se originó en su mayor parte en las
iglesias, sobre todo porque existían. El rebaño desconcertado nunca
acaba de estar debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la
década de 1930 surgió otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En
los años sesenta apareció una nueva ola de disidencia, a la cual la
clase especializada le puso el nombre de crisis de la democracia. Se
consideraba que la democracia estaba entrando en una crisis porque
amplios segmentos de la población se estaban organizando de manera
activa y estaban intentando participar en la arena política. El conjunto
de élites coincidían en que había que aplastar el renacimiento
democrático de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que
los recursos se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas.
Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos
mencionado en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario,
lo anterior constituye un avance en democracia; según el criterio
predominante, es un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había
que obligar a la población a que retrocediera y volviera a la apatía, la
obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo
cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó.
Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía está vivita y
coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un
cambio político.
Pero,
contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados en lo
que se refiere al cambio de la opinión pública. Después de la década de
1960 se hizo todo lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás.
La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un
nombre técnico: el síndrome de Vietnam, término que surgió en torno a
1970 y que de vez en cuando encuentra nuevas definiciones.
El
intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de élcomo las inhibiciones
enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era
la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra
la violencia, ya que simplemente no entendía por qué había que ir por el
mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya
supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante
estas inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a
las veleidades aventureras de un país fuera de sus fronteras.
Tal como
decía con orgullo el Washington Post durante la histeria colectiva que
se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario infundir en
la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí es importante. Si
se quiere tener una sociedad violenta que avale la utilización de la
fuerza en todo el mundo para alcanzar los fines de su propia élite
doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes guerreras y no
esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia.
Esto es
el síndrome de Vietnam: hay que vencerlo. La representación como
realidad También es preciso falsificar totalmente la historia. Ello
constituye otra manera de vencer esas inhibiciones enfermizas, para
simular que cuando atacamos y destruimos a alguien lo que estamos
haciendo en realidad es proteger y defendernos a nosotros mismos de los
peores monstruos y agresores, y cosas por el estilo. Desde la guerra del
Vietnam se ha realizado un enorme esfuerzo por reconstruir la historia.
Demasiada gente, incluidos gran número de soldados y muchos jóvenes que
estuvieron involucrados en movimientos por la paz o antibelicistas,
comprendía lo que estaba pasando. Y eso no era bueno. De nuevo había que
poner orden en aquellos malos pensamientos y recuperar alguna forma de
cordura, es decir, la aceptación de que sea lo que fuere lo que hagamos,
ello es noble y correcto. Si bombardeábamos Vietnam del Sur, se debía a
que estábamos defendiendo el país de alguien, esto es, de los
sudvietnamitas, ya que allí no había nadie más.
Es lo que
los intelectuales kenedianos denominaban defensa contra la agresión
interna en Vietnam del Sur, expresión acuñada por Adiai Stevenson, entre
otros. Así pues, era necesario que esta fuera la imagen oficial e
inequívoca; y ha funcionado muy bien, ya que si se tiene el control
absoluto de los medios de comunicación y el sistema educativo y la
intelectualidad son conformistas, puede surtir efecto cualquier
política. Un indicio de ello se puso de manifiesto en un estudio llevado
a cabo en la Universidad de Massachusetts sobre las diferentes
actitudes ante la crisis del Golfo Pérsico, y que se centraba en las
opiniones que se manifestaban mientras se veía la televisión. Una de las
preguntas de dicho estudio era: ¿Cuantas víctimas vietnamitas calcula
usted que hubo durante la guerra del Vietnam?
La
respuesta promedio que se daba era en torno a 100.000, mientras que las
cifras oficiales hablan de dos millones, y las reales probablemente sean
de tres o cuatro millones. Los responsables del estudio formulaban a
continuación una pregunta muy oportuna: ¿Qué pensaríamos de la cultura
política alemana si cuando se le preguntara a la gente cuantos judíos
murieron en el Holocausto la respuesta fuera unos 300.000? La pregunta
quedaba sin respuesta, pero podemos tratar de encontrarla.
¿Qué nos
dice todo esto sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso vencer
las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar y a
otras desviaciones democráticas. Y en este caso dio resultados
satisfactorios y demostró ser cierto en todos los terrenos posibles:
tanto si elegimos Próximo Oriente, el terrorismo internacional o
Centroamérica.
El cuadro
del mundo que se presenta a la gente no tiene la más mínima relación
con la realidad, ya que la verdad sobre cada asunto queda enterrada bajo
montañas de mentiras. Se ha alcanzado un éxito extraordinario en el
sentido de disuadir las amenazas democráticas, y lo realmente
interesante es que ello se ha producido en condiciones de libertad. No
es como en un estado totalitario, donde todo se hace por la fuerza. Esos
logros son un fruto conseguido sin violar la libertad.
Por ello,
si queremos entender y conocer nuestra sociedad, tenemos que pensar en
todo esto, en estos hechos que son importantes para todos aquellos que
se interesan y preocupan por el tipo de sociedad en el que viven. La
cultura disidente A pesar de todo, la cultura disidente sobrevivió, y ha
experimentado un gran crecimiento desde la década de los sesenta. Al
principio su desarrollo era sumamente lento, ya que, por ejemplo, no
hubo protestas contra la guerra de Indochina hasta algunos años después
de que los Estados Unidos empezaran a bombardear Vietnam del Sur.
En los
inicios de su andadura era un reducido movimiento contestatario, formado
en su mayor parte por estudiantes y jóvenes en general, pero hacia
principios de los setenta ya había cambiado de forma notable. Habían
surgido movimientos populares importantes: los ecologistas, las
feministas, los antinucleares, etcétera. Por otro lado, en la década de
1980 se produjo una expansión incluso mayor y que afectó a todos los
movimientos de solidaridad, algo realmente nuevo e importante al menos
en la historia de América y quizás en toda la disidencia mundial. La
verdad es que estos eran movimientos que no sólo protestaban sino que se
implicaban a fondo en las vidas de todos aquellos que sufrían por
alguna razón en cualquier parte del mundo. Y sacaron tan buenas
lecciones de todo ello, que ejercieron un enorme efecto civilizador
sobre las tendencias predominantes en la opinión pública americana. Y a
partir de ahí se marcaron diferencias, de modo que cualquiera que haya
estado involucrado es este tipo de actividades durante algunos años ha
de saberlo perfectamente. Yo mismo soy consciente de que el tipo de
conferencias que doy en la actualidad en las regiones más reaccionarias
del país —la Georgia central, el Kentucky rural— no las podría haber
pronunciado, en el momento culminante del movimiento pacifista, ante una
audiencia formada por los elementos más activos de dicho movimiento.
Ahora, en
cambio, en ninguna parte hay ningún problema. La gente puede estar o no
de acuerdo, pero al menos comprende de qué estás hablando y hay una
especie de terreno común en el que es posible cuando menos entenderse. A
pesar de toda la propaganda y de todos los intentos por controlar el
pensamiento y fabricar el consenso, lo anterior constituye un conjunto
de signos de efecto civilizador. Se está adquiriendo una capacidad y una
buena disposición para pensar las cosas con el máximo detenimiento. Ha
crecido el escepticismo acerca del poder. Han cambiado muchas actitudes
hacia un buen número de cuestiones, lo que ha convertido todo este
asunto en algo lento, quizá incluso frío, pero perceptible e importante,
al margen de si acaba siendo o no lo bastante rápido como para influir
de manera significativa en los aconteceres del mundo.
Tomemos
otro ejemplo: la brecha que se ha abierto en relación al género. A
principios de la década de 1960 las actitudes de hombres y mujeres eran
aproximadamente las mismas en asuntos como las virtudes castrenses,
igual que lo eran las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la
fuerza militar.
Por
entonces, nadie, ni hombres ni mujeres, se resentía a causa de dichas
posturas, dado que las respuestas coincidían: todo el mundo pensaba que
la utilización de la violencia para reprimir a la gente de por ahí
estaba justificada.
Pero con
el tiempo las cosas han cambiado. Aquellas inhibiciones han
experimentado un crecimiento lineal, aunque al mismo tiempo ha aparecido
un desajuste que poco a poco ha llegado a ser sensiblemente importante y
que según los sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué ha pasado? Pues que las
mujeres han formado un tipo de movimiento popular semiorganizado, el
movimiento feminista, que ha ejercido una influencia decisiva, ya que,
por un lado, ha hecho que muchas mujeres se dieran cuenta de que no
estaban solas, de que había otras con quienes compartir las mismas
ideas, y, por otro, en la organización se pueden apuntalar los
pensamientos propios y aprender más acerca de las opiniones e ideas que
cada uno tiene. Si bien estos movimientos son en cierto modo informales,
sin carácter militante, basados más bien en una disposición del ánimo
en favor de las interacciones personales, sus efectos sociales han sido
evidentes. Y este es el peligro de la democracia: si se pueden crear
organizaciones, si la gente no permanece simplemente pegada al
televisor, pueden aparecer estas ideas extravagantes, como las
inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Hay que
vencer estas tentaciones, pero no ha sido todavía posible. Desfile de
enemigos En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos de la guerra que
viene, porque a veces es más útil estar preparado para lo que puede
venir que simplemente reaccionar ante lo que ocurre.
En la
actualidad se está produciendo en los Estados Unidos —y no es el primer
país en que esto sucede— un proceso muy característico. En el ámbito
interno, hay problemas económicos y sociales crecientes que pueden
devenir en catástrofes, y no parece haber nadie, de entre los que
detentan el poder, que tenga intención alguna de prestarles atención. Si
se echa una ojeada a los programas de las distintas administraciones
durante los últimos diez años no se observa ninguna propuesta seria
sobre lo que hay que hacer para resolver los importantes problemas
relativos a la salud, la educación, los que no tienen hogar, los
parados, el índice de criminalidad, la delincuencia creciente que afecta
a amplias capas de la población, las cárceles, el deterioro de los
barrios periféricos, es decir, la colección completa de problemas
conocidos. Todos conocemos la situación, y sabemos que está empeorando.
Sólo en
los dos años que George Bush estuvo en el poder hubo tres millones más
de niños que cruzaron el umbral de la pobreza, la deuda externa creció
progresivamente, los estándares educativos experimentaron un declive,
los salarios reales retrocedieron al nivel de finales de los años
cincuenta para la gran mayoría de la población, y nadie hizo
absolutamente nada para remediarlo. En estas circunstancias hay que
desviar la atención del rebaño desconcertado ya que si empezara a darse
cuenta de lo que ocurre podría no gustarle, porque es quien recibe
directamente las consecuencias de lo anterior.
Acaso
entretenerles simplemente con la final de Copa o los culebrones no sea
suficiente y haya que avivar en él el miedo a los enemigos. En los años
treinta Hitler difundió entre los alemanes el miedo a los judíos y a los
gitanos: había que machacarles como forma de autodefensa. Pero nosotros
también tenemos nuestros métodos.
A lo
largo de la última década, cada año o a lo sumo cada dos, se fabrica
algún monstruo de primera línea del que hay que defenderse. Antes los
que estaban más a mano eran los rusos, de modo que había que estar
siempre a punto de protegerse de ellos. Pero, por desgracia, han perdido
atractivo como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles como
tal, de modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva estampa.
De hecho,
la gente fue bastante injusta al criticar a George Bush por haber sido
incapaz de expresar con claridad hacia dónde estábamos siendo
impulsados, ya que hasta mediados de los años ochenta, cuando andábamos
despistados se nos ponía constantemente el mismo disco: que vienen los
rusos. Pero al perderlos como encamación del lobo feroz hubo que
fabricar otros, al igual que hizo el aparato de relaciones públicas
reaganiano en su momento. Y así, precisamente con Bush, se empezó a
utilizar a los terroristas internacionales, a los narcotraficantes, a
los locos caudillos árabes o a Sadam Husein, el nuevo Hitler que iba a
conquistar el mundo.
Han
tenido que hacerles aparecer a uno tras otro, asustando a la población,
aterrorizándola, de forma que ha acabado muerta de miedo y apoyando
cualquier iniciativa del poder.
Así se
han podido alcanzar extraordinarias victorias sobre Granada, Panamá, o
algún otro ejército del Tercer Mundo al que se puede pulverizar antes
siquiera de tomarse la molestia de mirar cuántos son.
Esto da un gran alivio, ya que nos hemos salvado en el último momento.
Tenemos
así, pues, uno de los métodos con el cual se puede evitar que el rebaño
desconcertado preste atención a lo que está sucediendo a su alrededor, y
permanezca distraído y controlado. Recordemos que la operación
terrorista internacional más importante llevada a cabo hasta la fecha ha
sido la operación Mongoose, a cargo de la administración Kennedy, a
partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron contra Cuba.
Parece
que no ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción
quizás de la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar aquello
también terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró que aquello era
algo más que una agresión. Cuando se trata de construir un monstruo
fantástico siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de
campañas para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz
de defenderse: sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad
de que se le puede vencer, quizá se le consiga despachar rápido y lanzar
así otro suspiro de alivio.
Percepción selectiva
Esto ha
venido sucediendo desde hace tiempo. En mayo de 1986 se publicaron las
memorias del preso cubano liberado Armando Valladares, que causaron
rápidamente sensación en los medios de comunicación. Voy a brindarles
algunas citas textuales. Los medios informativos describieron sus
revelaciones como «el relato definitivo del inmenso sistema de prisión y
tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición política».
Era «una
descripción evocadora e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la
tortura inhumana [y] el historial de violencia de estado [bajo] todavía
uno de los asesinos de masas de este siglo», del que nos enteramos, por
fin, gracias a este libro, que «ha creado un nuevo despotismo que ha
institucionalizado la tortura como mecanismo de control social» en el
«infierno que era la Cuba en la que [Valladares] vivió». Esto es lo que
apareció en el Washington Post y el New York Times en sucesivas reseñas.
Las
atrocidades de Castro —descrito como un «matón dictador»— se revelaron
en este libro de manera tan concluyente que «solo los intelectuales
occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del tirano», según el
primero de los diarios citados.
Recordemos que estamos hablando de lo que le ocurrió a un hombre.
Y supongamos que todo lo que se dice en el libro es verdad. No le hagamos demasiadas preguntas al protagonista de la historia.
En una
ceremonia celebrada en la Casa Blanca con motivo del Día de los Derechos
Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando Valladares e hizo mención
especial de su coraje al soportar el sadismo del sangriento dictador
cubano.
A continuación, se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Allí tuvo
la oportunidad de prestar notables servicios en la defensa de los
gobiernos de El Salvador y Guatemala en el momento en que estaban
recibiendo acusaciones de cometer atrocidades a tan gran escala que
cualquier vejación que Valladares pudiera haber sufrido tenía que
considerarse forzosamente de mucha menor entidad.
Así es
como están las cosas. La historia que viene ahora también ocurría en
mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación del consenso.
Por
entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos Humanos de El
Salvador —sus líderes habían sido asesinados— fueron detenidos y
torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya. Se les encarceló en
una prisión llamada La Esperanza, pero mientras estuvieron en ella
continuaron su actividad de defensa de los derechos humanos, y, dado que
eran abogados, siguieron tomando declaraciones juradas.
Había en
aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon y relataron bajo
juramento las torturas que habían recibido: aparte de la picana y otras
atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio, y la tortura
consiguiente, dirigido por un oficial del ejército de los Estados Unidos
de uniforme, al cual se describía con todo detalle.
Ese
informe —160 páginas de declaraciones juradas de los presos— constituye
un testimonio extraordinariamente explícito y exhaustivo, acaso único en
lo referente a los pormenores de lo que ocurre en una cámara de
tortura.
No sin
dificultades se consiguió sacarlo al exterior, junto con una cinta de
vídeo que mostraba a la gente mientras testificaba sobre las torturas, y
la Marin County Interfaith Task Force (Grupo de trabajo
multiconfesional Marin County) se encargó de distribuirlo.
Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa y las emisoras de televisión rechazaron la emisión del vídeo.
Creo que
como mucho apareció un artículo en el periódico local de Marin County,
el San Francisco Examiner. Nadie iba a tener interés en aquello. Porque
estábamos en la época en que no eran pocos los intelectuales insensatos y
ligeros de cascos que estaban cantando alabanzas a José Napoleón Duarte
y Ronald Reagan.
Anaya no fue objeto de ningún homenaje.
No hubo lugar para él en el Día de los Derechos Humanos.
No fue elegido para ningún cargo importante.
En vez de
ello fue liberado en un intercambio de prisioneros y posteriormente
asesinado, al parecer por las fuerzas de seguridad siempre apoyadas
militar y económicamente por los Estados Unidos.
Nunca se
tuvo mucha información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación
no llegaron en ningún momento a preguntarse si la revelación de las
atrocidades que se denunciaban —en vez de mantenerlas en secreto y
silenciarlas— podía haber salvado su vida.
Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del modo de funcionamiento de un sistema de fabricación de consenso.
En
comparación con las revelaciones de Herbert Anaya en El Salvador, las
memorias de Valladares son como una pulga al lado de un elefante. Pero
no podemos ocuparnos de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la próxima
guerra.
Creo que
cada vez tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga lugar
la operación siguiente. Solo algunas consideraciones sobre lo último que
se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos
recordando el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado,
ya que llega a conclusiones interesantes.
En él se
preguntaba a la gente si creía que los Estados Unidos debía intervenir
por la fuerza para impedir la invasión ilegal de un país soberano o para
atajar los abusos cometidos contra los derechos humanos.
En una
proporción de dos a uno la respuesta del público americano era
afirmativa. Había que utilizar la fuerza militar para que se diera
marcha atrás en cualquier caso de invasión o para que se respetaran los
derechos humanos. Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie
de la letra el consejo que se deriva de la citada encuesta, habría que
bombardear El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv, Ciudad
del Cabo, Washington, y una lista interminable de países, ya que todos
ellos representan casos manifiestos, bien de invasión ilegal, bien de
violación de derechos humanos. Si uno conoce los hechos vinculados a
estos ejemplos, comprenderá perfectamente que la agresión y las
atrocidades de Sadam Husein —que tampoco son de carácter extremo— se
incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por qué, entonces,
nadie llega a esta conclusión?
La
respuesta es que nadie sabe lo suficiente. En un sistema de propaganda
bien engrasado nadie sabrá de qué hablo cuando hago una lista como la
anterior. Pero si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que
los ejemplos son totalmente apropiados. Tomemos uno que, de forma
amenazadora, estuvo a punto de ser percibido durante la guerra del
Golfo.
En
febrero, justo en la mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno del
Líbano solicitó a Israel que observara la resolución 425 del Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas, de marzo de 1978, por la que se le
exigía que se retirara inmediata e incondicionalmente del Líbano.
Después de aquella fecha ha habido otras resoluciones posteriores
redactadas en los mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado
ninguna de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al
mantenimiento de la ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe
las embestidas del terrorismo del estado judío, y no sólo brinda
espacio para la ubicación de campos de tortura y aniquilamiento sino que
también se utiliza como base para atacar a otras partes del país. Desde
1978, fecha de la resolución citada, el Líbano fue invadido, la ciudad
de Beirut sufrió continuos bombardeos, unas 20.000 personas murieron —en
torno al 80% eran civiles—, se destruyeron hospitales, y la población
tuvo que soportar todo el daño imaginable, incluyendo el robo y el
saqueo. Excelente... los Estados Unidos lo apoyaban. Es sólo un ejemplo.
La cuestión está en que no vimos ni oímos nada en los medios de
información acerca de todo ello, ni siquiera una discusión sobre si
Israel y los Estados Unidos deberían cumplir la resolución 425 del
Consejo de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo
modo que nadie solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los
principios defendidos por dos tercios de la población. Porque, después
de todo, aquello es una ocupación ilegal de un territorio en el que se
violan los derechos humanos. Sólo es un ejemplo, pero los hay incluso
peores. Cuando el ejército de Indonesia invadió Timor Oriental dejó un
rastro de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia al
lado de otros ejemplos.
El caso
es que aquella invasión también recibió el apoyo claro y explícito de
los Estados Unidos, que todavía prestan al gobierno indonesio ayuda
diplomática y militar. Y podríamos seguir indefinidamente.
La guerra
del Golfo Veamos otro ejemplo más reciente. Vamos viendo cómo funciona
un sistema de propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea que el
uso de la fuerza contra Iraq se debe a que América observa realmente el
principio de que hay que hacer frente a las invasiones de países
extranjeros o a las transgresiones de los derechos humanos por la vía
militar, y que no vea, por el contrario, qué pasaría si estos principios
fueran también aplicables a la conducta política de los Estados Unidos.
Estamos ante un éxito espectacular de la propaganda.
Tomemos otro caso.
Si se
analiza detenidamente la cobertura periodística de la guerra desde el
mes de agosto (1990), se ve, sorprendentemente, que faltan algunas
opiniones de cierta relevancia.
Por
ejemplo, existe una oposición democrática iraquí de cierto prestigio,
que, por supuesto, permanece en el exilio dada la quimera de sobrevivir
en Iraq.
En su
mayor parte están en Europa y son banqueros, ingenieros, arquitectos,
gente así, es decir, con cierta elocuencia, opiniones propias y
capacidad y disposición para expresarlas.
Pues
bien, cuando Sadam Husein era todavía el amigo favorito de Bush y un
socio comercial privilegiado, aquellos miembros de la oposición
acudieron a Washington, según las fuentes iraquíes en el exilio, a
solicitar algún tipo de apoyo a sus demandas de constitución de un
parlamento democrático en Iraq. Y claro, se les rechazó de plano, ya que
los Estados Unidos no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En
los archivos no consta que hubiera ninguna reacción ante aquello. A
partir de agosto fue un poco más difícil ignorar la existencia de dicha
oposición, ya que cuando de repente se inició el enfrentamiento con
Sadam Husein después de haber sido su más firme apoyo durante años, se
adquirió también conciencia de que existía un grupo de demócratas
iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el asunto. Por lo
pronto, los opositores se sentirían muy felices si pudieran ver al
dictador derrocado y encarcelado, ya que había matado a sus hermanos,
torturado a sus hermanas y les había mandado a ellos mismos al exilio.
Habían estado luchando contra aquella tiranía que Ronald Reagan y George
Bush habían estado protegiendo. ¿Por qué no se tenía en cuenta, pues,
su opinión?
Echemos
un vistazo a los medios de información de ámbito nacional y tratemos de
encontrar algo acerca de la oposición democrática iraquí desde agosto de
1990 hasta marzo de 1991: ni una línea.
Y no es a
causa de que dichos resistentes en el exilio no tengan facilidad de
palabra, ya que hacen repetidamente declaraciones, propuestas,
llamamientos y solicitudes, y, si se les observa, se hace difícil
distinguirles de los componentes del movimiento pacifista americano.
Están
contra Sadam Husein y contra la intervención bélica en Iraq. No quieren
ver cómo su país acaba siendo destruido, desean y son perfectamente
conscientes de que es posible una solución pacífica del conflicto.
Pero
parece que esto no es políticamente correcto, por lo que se les ignora
por completo. Así que no oímos ni una palabra acerca de la oposición
democrática iraquí, y si alguien está interesado en saber algo de ellos
puede comprar la prensa alemana o la británica. Tampoco es que allí se
les haga mucho caso, pero los medios de comunicación están menos
controlados que los americanos, de modo que, cuando menos, no se les
silencia por completo. Lo descrito en los párrafos anteriores ha
constituido un logro espectacular de la propaganda.
En primer
lugar, se ha conseguido excluir totalmente las voces de los demócratas
iraquíes del escenario político, y, segundo, nadie se ha dado cuenta, lo
cual es todavía más interesante.
Hace
falta que la población esté profundamente adoctrinada para que no haya
reparado en que no se está dando cancha a las opiniones de la oposición
iraquí, aunque, caso de haber observado el hecho, si se hubiera
formulado la pregunta ¿por qué?, la respuesta habría sido evidente:
porque los demócratas iraquíes piensan por sí mismos; están de acuerdo
con los presupuestos del movimiento pacifista internacional, y ello les
coloca en fuera de juego. Veamos ahora las razones que justificaban la
guerra.
Los
agresores no podían ser recompensados por su acción, sino que había que
detener la agresión mediante el recurso inmediato a la violencia: esto
lo explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún otro motivo.
Pero, ¿es
posible que sea esta una explicación admisible? ¿Defienden en verdad
los Estados Unidos estos principios: que los agresores no pueden obtener
ningún premio por su agresión y que esta debe ser abortada mediante el
uso de la violencia? No quiero poner a prueba la inteligencia de quien
me lea al repasar los hechos, pero el caso es que un adolescente que
simplemente supiera leer y escribir podría rebatir estos argumentos en
dos minutos. Pero nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los medios de
comunicación, en los comentaristas y críticos liberales, en aquellos que
declaraban ante el Congreso, y veamos si había alguien que pusiera en
entredicho la suposición de que los Estados Unidos era fiel de verdad a
esos principios.
¿Se han
opuesto los Estados Unidos a su propia agresión a Panamá, y se ha
insistido, por ello, en bombardear Washington? Cuando se declaró ilegal
la invasión de Namibia por parte de Sudáfrica, ¿impusieron los Estados
Unidos sanciones y embargos de alimentos y medicinas? ¿Declararon la
guerra? ¿Bombardearon Ciudad del Cabo? No, transcurrió un período de
veinte años de diplomacia discreta. Y la verdad es que no fue muy
divertido lo que ocurrió durante estos años, dominados por las
administraciones de Reagan y Bush, en los que aproximadamente un millón y
medio de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica en los países
limítrofes. Pero olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y Namibia:
aquello fue algo que no lastimó nuestros espíritus sensibles.
Proseguimos
con nuestra diplomacia discreta para acabar concediendo una generosa
recompensa a los agresores. Se les concedió el puerto más importante de
Namibia y numerosas ventajas que tenían que ver con su propia seguridad
nacional. ¿Dónde está aquel famoso principio que defendemos? De nuevo,
es un juego de niños el demostrar que aquellas no podían ser de ningún
modo las razones para ir a la guerra, precisamente porque nosotros
mismos no somos fieles a estos principios. Pero nadie lo hizo; esto es
lo importante. Del mismo modo que nadie se molestó en señalar la
conclusión que se seguía de todo ello: que no había razón alguna para la
guerra. Ninguna, al menos, que un adolescente no analfabeto no pudiera
refutar en dos minutos. Y de nuevo estamos ante el sello característico
de una cultura totalitaria.
Algo
sobre lo que deberíamos reflexionar ya que es alarmante que nuestro país
sea tan dictatorial que nos pueda llevar a una guerra sin dar ninguna
razón de ello y sin que nadie se entere de los llamamientos del Líbano.
Es realmente chocante.
Justo
antes de que empezara el bombardeo, a mediados de enero, un sondeo
llevado a cabo por el Washington Post y la cadena abc revelaba un dato
interesante. La pregunta formulada era: si Iraq aceptara retirarse de
Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad estudiara la resolución
del conflicto árabe-israelí, ¿estaría de acuerdo? Y el resultado nos
decía que, en una proporción de dos a uno, la población estaba a favor.
Lo mismo sucedía en el mundo entero, incluyendo a la oposición iraquí,
de forma que en el informe final se reflejaba el dato de que dos tercios
de los americanos daban un sí como respuesta a la pregunta referida.
Cabe
presumir que cada uno de estos individuos pensaba que era el único en el
mundo en pensar así, ya que desde luego en la prensa nadie había dicho
en ningún momento que aquello pudiera ser una buena idea. Las órdenes de
Washington habían sido muy claras, es decir, hemos de estar en contra
de cualquier conexión, es decir, de cualquier relación diplomática, por
lo que todo el mundo debía marcar el paso y oponerse a las soluciones
pacíficas que pudieran evitar la guerra.
Si
intentamos encontrar en la prensa comentarios o reportajes al respecto,
sólo descubriremos una columna de Alex Cockbum en Los Angeles Times, en
la que este se mostraba favorable a la respuesta mayoritaria de la
encuesta. Seguramente, los que contestaron la pregunta pensaban estoy
solo, pero esto es lo que pienso. De todos modos, supongamos que
hubieran sabido que no estaban solos, que había otros, como la oposición
democrática iraquí, que pensaban igual. Y supongamos también que sabían
que la pregunta no era una mera hipótesis, sino que, de hecho, Iraq
había hecho precisamente la oferta señalada, y que esta había sido dada a
conocer por el alto mando del ejército americano justo ocho días antes:
el día 2 de enero. Se había difundido la oferta iraquí de retirada
total de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad discutiera y
resolviera el conflicto árabe-israelí y el de las armas de destrucción
masiva. (Recordemos que los Estados Unidos habían estado rechazando esta
negociación desde mucho antes de la invasión de Kuwait).
Supongamos,
asimismo, que la gente sabía que la propuesta estaba realmente encima
de la mesa, que recibía un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo
que cualquier persona racional haría si quisiera la paz, al igual que
hacemos en otros casos, más esporádicos, en que precisamos de verdad
repeler la agresión.
Si
suponemos que se sabía todo esto, cada uno puede hacer sus propias
conjeturas. Personalmente doy por sentado que los dos tercios
mencionados se habrían convertido, casi con toda probabilidad, en el 98%
de la población. Y aquí tenemos otro éxito de la propaganda. Es casi
seguro que no había ni una sola persona, de las que contestaron la
pregunta, que supiera algo de lo referido en este párrafo porque
seguramente pensaba que estaba sola.
Por ello, fue posible seguir adelante con la política belicista sin ninguna oposición.
Hubo
mucha discusión, protagonizada por el director de la CIA, entre otros,
acerca de si las sanciones serían eficaces o no. Sin embargo no se
discutía la cuestión más simple: ¿habían funcionado las sanciones hasta
aquel momento? Y la respuesta era que sí, que por lo visto habían dado
resultados, seguramente hacia finales de agosto, y con más probabilidad
hacia finales de diciembre. Es muy difícil pensar en otras razones que
justifiquen las propuestas iraquíes de retirada, autentificadas o, en
algunos casos, difundidas por el Estado Mayor estadounidense, que las
consideraba serias y negociables. Así la pregunta que hay que hacer es:
¿Habían sido eficaces las sanciones? ¿Suponían una salida a la crisis?
¿Se vislumbraba una solución aceptable para la población en general, la
oposición democrática iraquí y el mundo en su conjunto?
Estos
temas no se analizaron ya que para un sistema de propaganda eficaz era
decisivo que no aparecieran como elementos de discusión, lo cual
permitió al presidente del Comité Nacional Republicano decir que si
hubiera habido un demócrata en el poder, Kuwait todavía no habría sido
liberado. Puede decir esto y ningún demócrata se levantará y dirá que si
hubiera sido presidente habría liberado Kuwait seis meses antes. Hubo
entonces oportunidades que se podían haber aprovechado para hacer que la
liberación se produjera sin que fuera necesaria la muerte de decenas de
miles de personas ni ninguna catástrofe ecológica.
Ningún
demócrata dirá esto porque no hubo ningún demócrata que adoptara esta
postura, si acaso con la excepción de Henry González y Barbara Boxer, es
decir, algo tan marginal que se puede considerar prácticamente
inexistente. Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel no hubo ningún
editorial de prensa que mostrara su satisfacción por ello. Y otra vez
estamos ante un hecho interesante que nos indica cómo funciona un buen
sistema de propaganda, ya que podríamos preguntar ¿y por qué no?
Después de todo, los argumentos de Sadam Husein eran tan válidos como los de George Bush: ¿cuáles eran, al fin y al cabo?
Tomemos
el ejemplo del Líbano. Sadam Husein dice que rechaza que Israel se
anexione el sur del país, de la misma forma que reprueba la ocupación
israelí de los Altos del Golán sirios y de Jerusalén Este, tal como ha
declarado repetidamente por unanimidad el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas. Pero para el dirigente iraquí son inadmisibles la
anexión y la agresión. Israel ha ocupado el sur del Líbano desde 1978 en
clara violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, que se
niega a aceptar, y desde entonces hasta el día de hoy ha invadido todo
el país y todavía lo bombardea a voluntad. Es inaceptable. Es posible
que Sadam Husein haya leído los informes de Amnistía Internacional sobre
las atrocidades cometidas por el ejército israelí en la Cisjordania
ocupada y en la franja de Gaza. Por ello, su corazón sufre. No puede
soportarlo. Por otro lado, las sanciones no pueden mostrar su eficacia
porque los Estados Unidos vetan su aplicación, y las negociaciones
siguen bloqueadas. ¿Qué queda, aparte de la fuerza? Ha estado esperando
durante años: trece en el caso del Líbano; veinte en el de los
territorios ocupados. Este argumento nos suena. La única diferencia
entre este y el que hemos oído en alguna otra ocasión está en que Sadam
Husein podía decir, sin temor a equivocarse, que las sanciones y las
negociaciones no se pueden poner en práctica porque los Estados Unidos
lo impiden.
George
Bush no podía decir lo mismo, dado que, en su caso, las sanciones parece
que sí funcionaron, por lo que cabía pensar que las negociaciones
también darían resultado: en vez de ello, el presidente americano las
rechazó de plano, diciendo de manera explícita que en ningún momento iba
a haber negociación alguna. ¿Alguien vio que en la prensa hubiera
comentarios que señalaran la importancia de todo esto? No, ¿por qué?, es
una trivialidad.
Es algo
que, de nuevo, un adolescente que sepa las cuatro reglas puede resolver
en un minuto. Pero nadie, ni comentaristas ni editorialistas, llamaron
la atención sobre ello.
Nuevamente
se pone de relieve, los signos de una cultura totalitaria bien llevada,
y demuestra que la fabricación del consenso sí funciona. Solo otro
comentario sobre esto último.
Podríamos
poner muchos ejemplos a medida que fuéramos hablando. Admitamos, de
momento, que efectivamente Sadam Husein es un monstruo que quiere
conquistar el mundo —creencia ampliamente generalizada en los Estados
Unidos—.
No es de
extrañar, ya que la gente experimentó cómo una y otra vez le
martilleaban el cerebro con lo mismo: está a punto de quedarse con todo;
ahora es el momento de pararle los pies.
Pero,
¿cómo pudo Sadam Husein llegar a ser tan poderoso? Iraq es un país del
Tercer Mundo, pequeño, sin infraestructura industrial.
Libró
durante ocho años una guerra terrible contra Irán, país que en la fase
posrevolucionaria había visto diezmado su cuerpo de oficiales y la mayor
parte de su fuerza militar.
Iraq, por
su lado, había recibido una pequeña ayuda en esa guerra, al ser apoyado
por la Unión Soviética, los Estados Unidos, Europa, los países árabes
más importantes y las monarquías petroleras del Golfo.
Y, aún
así, no pudo derrotar a Irán. Pero, de repente, es un país preparado
para conquistar el mundo. ¿Hubo alguien que destacara este hecho?
La clave
del asunto está en que era un país del Tercer Mundo y su ejército estaba
formado por campesinos, y en que —como ahora se reconoce— hubo una
enorme desinformación acerca de las fortificaciones, de las armas
químicas, etc.; ¿hubo alguien que hiciera mención de todo aquello?
No, no
hubo nadie. Típico. Fíjense que todo ocurrió exactamente un año después
de que se hiciera lo mismo con Manuel Noriega. Este, si vamos a eso, era
un gángster de tres al cuarto, comparado con los amigos de Bush, sean
Sadam Husein o los dirigentes chinos, o con Bush mismo. Un desalmado de
baja estofa que no alcanzaba los estándares internacionales que a otros
colegas les daban una aureola de atracción. Aún así, se le convirtió en
una bestia de exageradas proporciones que en su calidad de líder de los
narcotraficantes nos iba a destruir a todos. Había que actuar con
rapidez y aplastarle, matando a un par de cientos, quizás a un par de
miles, de personas.
Devolver
el poder a la minúscula oligarquía blanca — en torno al 8% de la
población— y hacer que el ejército estadounidense controlara todos los
niveles del sistema político. Y había que hacer todo esto porque,
después de todo, o nos protegíamos a nosotros mismos, o el monstruo nos
iba a devorar. Pues bien, un año después se hizo lo mismo con Sadam
Husein. ¿Alguien dijo algo? ¿Alguien escribió algo respecto a lo que
pasaba y por qué? Habrá que buscar y mirar con mucha atención para
encontrar alguna palabra al respecto.
Démonos
cuenta de que todo esto no es tan distinto de lo que hacía la Comisión
Creel cuando convirtió a una población pacífica en una masa histérica y
delirante que quería matar a todos los alemanes para protegerse a sí
misma de aquellos bárbaros que descuartizaban a los niños belgas.
Quizás en
la actualidad las técnicas son más sofisticadas, por la televisión y
las grandes inversiones económicas, pero en el fondo viene a ser lo
mismo de siempre.
Creo que
la cuestión central, volviendo a mi comentario original, no es
simplemente la manipulación informativa, sino algo de dimensiones mucho
mayores. Se trata de si queremos vivir en una sociedad libre o bajo lo
que viene a ser una forma de totalitarismo autoimpuesto, en el que el
rebaño desconcertado se encuentra, además, marginado, dirigido,
amedrentado, sometido a la repetición inconsciente de eslóganes
patrióticos, e imbuido de un temor reverencial hacia el líder que le
salva de la destrucción, mientras que las masas que han alcanzado un
nivel cultural superior marchan a toque de corneta repitiendo aquellos
mismos eslóganes que, dentro del propio país, acaban degradados.
Parece
que la única alternativa esté en servir a un estado mercenario ejecutor,
con la esperanza añadida de que otros vayan a pagamos el favor de que
les estemos destrozando el mundo.
Estas son las opciones a las que hay que hacer frente.
Y la respuesta a estas cuestiones está en gran medida en manos de gente como ustedes y yo.
(En rebelion.org)
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