Por Luis Bruschtein, para "PÁGINA 12"
Como dice Vargas Llosa, el nivel de barbarie en el que está sumida la Argentina surge de manera ostensible si comparamos que en el mismo día de ayer las masas británicas se convocaron para festejar alegre y civilizadamente una boda en su familia real, en la monarquía que los adorna, mientras que aquí en esta Argentina barbárica se realizaba quizás el acto más grande del Día de los Trabajadores que se haga en Sudamérica.
Y el acto fue encabezado por un ser demonizado por los medios, acusado de piantavotos para la clase media, enemigo del establishment y de los políticos que hacen campaña a su costo. Cualquiera que quiere posar de prócer de la ética sigue el consejo del “péguele a Moyano”. Como dijo el susodicho en su discurso: “Nos vienen a hablar de moral con la bragueta abierta”.
Tanta palabra hueca, tanto desprecio y oportunismo barato, tanta campaña para autoconvencernos de que somos deleznables, termina por generar simpatía por lo que se critica o sea, por esta supuesta barbarie que por primera vez en muchos años incluye en todos los sentidos en vez de excluir, como sucedía cuando Argentina era “civilizada”, en los ’90, en la Década Infame o en la dictadura. Y tanto encarnizamiento con Moyano lleva a pensar también que algo bueno debe tener.
El ensañamiento con Moyano tiene algo del sentido común de una clase media colonizada por una cultura dominante que encuentra siempre sospechosas las formas de participación u organización de los sectores populares. La corrupción nunca está en los directorios de las grandes empresas o de los bancos o los organismos financieros internacionales. Los “investigadores implacables” van siempre tras estas formas de expresión de poder popular. La sospecha recae siempre allí. Hay políticos supuestamente progresistas y otros no tanto que basan toda su carrera en perseguir sindicalistas corruptos, que serían todos menos uno o dos que servirían para desmentir el fondo de la cuestión, que es el antisindicalismo o el antipiqueterismo. Y no se trata de beatificar a Moyano, sino de sacar del medio esa sospecha ignorante que no tiene nada que ver con las luchas por la democratización en el movimiento obrero.
Una columna de trabajadores atravesaba ayer el barrio de San Telmo para llegar a la 9 de Julio. Los vecinos se asomaron para verla pasar y la actitud de estos buenos vecinos era como si estuvieran viendo la caravana del circo con la jaula de los monos. Entonces, uno de los trabajadores les gritó con ironía: “¡Vengan, vengan, que nos pagan cien pesos!”. La ironía del supuesto “mono” fue tomada como literal por los supuestos “civilizados”. Entonces uno se pregunta quién es el mono y quién el civilizado, porque fueron muchos los periodistas de las radios que chachareaban sobre la concentración obrera y aseguraban la desmesura de que a los cientos de miles que estaban en el acto les habían pagado para que fueran.
Todas estas mezquindades también llevan a hablar de la baja calidad del voto de los pobres y otras tilinguerías de mediopelo. Es falsa la discusión de buena fe en la maraña de esa forma de pensar culturalmente subordinada al statu quo que concibe a todos los piqueteros y los gremialistas como corruptos por naturaleza, menos a los dos o tres que simpatizan con ellos. Como si la corrupción estuviera en la naturaleza de las organizaciones sociales y los honestos fueran la excepción. Cualquier forma de organización popular cae bajo sospecha por el mero hecho de serlo. O sea, son corruptas porque son organizaciones sociales.
Seguramente algún biempensante sonreirá con superioridad si lee estas líneas. Y bueno, que arme una lista opositora y desbanque a los gremialistas que según él serían tan odiados por sus bases. Cuando lo intente, verá que no es tan fácil y que tampoco las cosas son tan burdas como las creía.
Por fuera de esta suma de prejuicios y visiones arbitrarias, que solamente tienen consistencia porque están justificadas por un sentido común dominante que cualquier intencionalidad democrática necesita eliminar, hay un debate verdadero en el seno de los movimientos sociales, y del movimiento obrero en particular, que tiene que ver con un proceso necesario de transformación. Ese debate tiene muchos protagonistas, ya sean los sectores clasistas, la CTA, el sector combativo de Moyano, el grupo de los Gordos o la CGT de Barrionuevo.
El sindicalismo argentino tiene dirigentes que se eternizan al frente de sus gremios, que a veces son socios de las patronales a través de empresas tercerizadas o proveedores de salud. Hay manejo displicente de los fondos gremiales, que producen enriquecimientos inexplicables o simplemente enriquecimientos, porque es difícil que un sindicalista se pueda enriquecer. Todo eso demuestra que la estructura sindical necesita reformularse.
Moyano ha sido el más demonizado, a pesar de que no es el peor de la clase. La corriente gremial que representa, la del peronismo combativo, más de una vez se movilizó cuando los demás se replegaban. Así lo señaló Moyano en su discurso ayer, cuando recordó al Grupo de los 25 y la huelga que convocó contra la dictadura, que fue la primera contra los militares. Los gremios combativos fueron también los primeros que se movilizaron contra la dictadura de Onganía y fueron de alguna manera la semilla de la CGT de los Argentinos, de la que algunos de ellos, no todos, formaron parte. No integraron el sector más radicalizado del peronismo, pero en muchas situaciones fueron sus aliados, como Atilio López, el desaparecido vicegobernador de Córdoba y dirigente de la UTA, o el textil Andrés Framini, por solamente nombrar a dos entre muchos. Y es interesante señalar, por ejemplo, que la Juventud Sindical que dirige el hijo menor de Moyano reivindica explícitamente los programas de La Falda y Huerta Grande, con los planteos de los agrupamientos combativos y revolucionarios del gremialismo peronista de la Resistencia. Sin hacer tanta historia, en la época del “voto cuota” durante el menemismo, Moyano puede mostrar que siempre se opuso, al punto de llegar al borde de la fractura de la CGT, al fundar el MTA para desprenderse de la conducción de los sindicalistas menemistas.
La CTA fue más clara sobre esa problemática y sobre otras, ni Moyano ni la corriente que lo impulsa son indiscutibles. Pero tampoco la CTA lo es ni ninguna otra corriente en un debate que se da en forma permanente y que tiene muchas expresiones, como ahora con la discusión por la regulación de las prepagas o la participación de los obreros en las ganancias de las empresas. Estas medidas, que fueron mencionadas también en el discurso de Moyano, junto a otras muy progresivas, son apoyadas por la CGT. Los que se oponen usan la campaña de desprestigio contra Moyano como principal recurso para frenarlas. En una supuesta campaña contra la corrupción ocultan sus intereses mezquinos. Ser juez de la corrupción es más épico que decir que la medicina tiene que ser mercantilista o que, por naturaleza, los trabajadores tienen que compartir las pérdidas, pero nunca las ganancias.
Lo real es que la campaña granmediática de desprestigio contra Moyano ha sido efectiva, más que los esfuerzos antiburocráticos de los pequeños agrupamientos clasistas o las críticas de la CTA. Esa campaña convirtió a Moyano en una paradoja en dos patas. Es el dirigente con más capacidad de convocatoria en todo el país y al mismo tiempo, en lo específicamente político, es uno de los que tienen mayor imagen negativa. Y sin embargo, hasta hubo algún dirigente clasista que reconoció que sus propias bases quisieran estar en el gremio de los camioneros por la eficiencia en la defensa de los intereses de sus afiliados.
Si el acto de ayer fue una demostración de fuerza, logró su objetivo. Pero es muy difícil trasladar la representación gremial a la política. Lo saben los clasistas, cuyas bases son peronistas, y algunos dirigentes gremiales del centroizquierda antikirchnerista, cuyas bases no votan a sus candidatos sino a Cristina. Pero seguramente el armado de las listas tendrá en cuenta el acto de ayer, que levantó tantos rubores y avemarías en vargallosistas y biempensantes.
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http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-167340-2011-04-30.html
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