Por Hernán Brienza
Primero fue un gran acuerdo pan radical. La idea era que bajo la candidatura de Ricardo Alfonsín se unificaran las líneas internas lideradas por Ernesto Sanz y Julio César Cobos y se trenzaran acuerdos con el GEN de Margarita Stolbizer y la Coalición Cívica de Elisa Carrió. Luego se sumó al Partido Socialista con un Rubén Giustiniani más entusiasmado que un Hermes Binner con el aglomerado opositor autodenominado progresista. En un momento determinado, se sumó el ex peronista Fernando “Pino” Solanas en una alianza extraña, pero que no sonaba disparatada; después de todo, reeditaba la Alianza entre el radicalismo conservador de Fernando de la Rúa y el Frepaso liderado por Carlos “Chacho” Álvarez –un político que cargó sobre sus espaldas la lucha contra el neoliberalismo en plena década menemista y al que quizás (más allá de su propio enclaustramiento) la sociedad le facturó injustamente su rol y su posterior renuncia como vicepresidente en uno de los peores gobiernos de la historia argentina–. No resultaba fácil pensar a los hombres y mujeres del Proyecto Sur, muchos de ellos invaluables militantes del campo nacional y popular, ir por la calle codo a codo con el radicalismo inerte que debía levantarse de la fatídica experiencia 1999-2001, pero no sorprendía ese acuerdo en vista de la cerril fobia que el director de El exilio de Gardel y Sur –dos tremendas películas– sentía por el gobierno nacional.Todavía no está cocido el guiso y muchos dentro del Proyecto Sur explican que el favor que Pino Solanas hizo al bajarse de la carrera nacional y dejarle el camino libre a Alfonsín, en realidad, no es un gesto hacia el radicalismo sino que es la forma de entronizar al socialista santafesino como candidato presidencial. Pero lo cierto es que si hubiera un estratega político de la oposición unificada con la única intención de vencer al kirchnerismo sin importar el futuro de los argentinos –supongamos que existe un señor Magnetto todopoderoso o un señor Acero– le ordenaría a Solanas bajarse de la candidatura nacional para lograr que el escenario de ballottage se adelantara a la primera vuelta, es decir, que la polarización entre dos candidatos se produjera en la instancia inicial para obligar al gobierno a tener que ganar con más del 45% de los votos. Lo mismo le indicaría, por ejemplo, a Eduardo Duhalde o a Mauricio Macri. Pero repito, eso se podría pensar si y sólo si hubiera un gran cerebro detrás de todo el armado de la oposición, cosa que no creo que exista. La operación es sencilla: cuantos más candidatos haya en la primera vuelta, más fácil es para el gobierno alzarse con el triunfo en primera vuelta porque con un mínimo del 40,1% contra el 29% del segundo y 28% del tercero, por ejemplo, evitaría el ballottage. Si la elección se polariza, demanda más esfuerzo, sólo por una cuestión de especulación numérica, que el primero aventaje al segundo en más de diez puntos, se hace más cerrado. Al gobierno le conviene la dispersión del voto opositor, y a la oposición le conviene el comando centralizado, no hay mucho misterio en esto. Como la elección presidencialista es un sistema de “gana todo”, son muchos los candidatos que pierden. Por ejemplo: Si Pino va por la Ciudad de Buenos Aires y pierde, su carrera-currículum queda reducida ya no a candidato presidencial expectante sino a uno de los tantos aspirantes a un gobierno distrital como tantos otros. El que más pierde, claro, es Macri. De promesa blanca de la centroderecha argentina pasará a la historia como “el que no se animó”, “al que no le dio el cuero”, “el que podría haber sido”. Imaginemos que el actual jefe de gobierno decide ir por la presidencia y sale segundo: bueno, perdió, pero se convirtió en el jefe indiscutido de la oposición para 2015. Con un poco de paciencia y si mantiene la Ciudad de Buenos Aires con un gobernador propio que le garantice los recursos para seguir haciendo política, tiene posibilidades de seguir creciendo. Incluso si sale tercero, todavía tiene posibilidades en sus aspiraciones presidenciales para 2015. Pero si se queda en la Ciudad, no tiene más que perder: 1) si por una de esas casualidades no gana en ballottage, no le queda más remedio que dedicarse a la literatura de Ciencia Ficción, por ejemplo. 2) y si reelige, no le queda otra cosa que seguir aburriéndose como hasta ahora en su cargo al mando de la intendencia porteña, con un agregado que es que el electorado porteño ya no le tendrá la misma paciencia que le tuvo hasta ahora.¿Es un problema para el gobierno nacional la candidatura unificada de la oposición tras la figura de Alfonsín? A priori cualquiera diría que sí. Sin embargo, pienso que la política nacional se había vuelto un tanto anodina y en muchos cuadros y militantes se había instalado una sensación de “piloto automático” que desinflaba el nervio kirchnerista que es el motor de la transformación y profundización del modelo nacional y popular. Al no tener el triunfo asegurado, el oficialismo no puede darse el lujo de tentarse con hacer la plancha, ya que de ahora en más sólo puede perder lo que había obtenido. No le queda otra opción que salir a hacer lo que mejor hace y más gusta del kirchnerismo: seducir, construir poder, convencer, persuadir, movilizar, enamorar, proyectar políticas públicas, tomar la iniciativa con más envión de lo que lo está haciendo.Pero aunque quieran disfrazarla de simple rencilla electoral, la pelea de fondo siempre es más profunda y sigue siendo la misma: el modelo nacional y popular contra un esquema que, aun cuando lleve un candidato progresista y racional como Ricardo Alfonsín –que ha demostrado un gran manejo de articulación política en torno a su figura–, está diagramado con la lógica refractaria de la Unión Democrática o la Alianza de 1999. Detrás del armado de la oposición y de la derrota del oficialismo se agazapan Clarín, Techint, la Sociedad Rural, los Juan Martín Romero Victorica, las Cecilia Pando, los economistas neoliberales, el FMI, los jerarcas del catolicismo, los represores condenados, es decir todo aquello que forma la vieja Argentina. Sin embargo, quiero hacer un último ejercicio. Imaginemos que gana el “armado progresista”, ¿se imagina, estimado lector, un gobierno de Alfonsín compartiendo poder con Macri como intendente porteño y Francisco de Narváez como gobernador de la provincia más poderosa del país? ¿No siente escalofríos por la espalda de sólo pensar la doble Nelson que le harían a la sociedad los dos grandes popes del conservadorismo liberal argentino? ¿No sería responsable de la entrega del país y sus principales territorios a la derecha el pseudo progresismo argentino? ¿Podría gobernar Alfonsín el país cuando sus dos principales brazos no le respondieran o fueran supuestamente contradictorios en términos ideológicos? Después de la profunda transformación que realizó el kirchnerismo en los últimos ocho años, ¿se puede gobernar en términos progresistas sin el movimiento obrero organizado o contra él? La pelea de fondo, estimado lector, es entre el actual modelo nacional y popular que ya ha demostrado progresismo, previsibilidad, gobernabilidad y un modelo desconocido que se parece a un Frankenstein de movimientos espasmódicos que, así como está construido y creado, pareciera destinado a terminar en el fondo de las frías aguas como la infeliz criatura de Mary Shelley. O cómo la Unión Democrática. O como la Alianza.
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