Arriba : Ilustración de Daniel Rabanal
Miradas al Sur , Año 3. Edición número 147. Domingo 13 de marzo de 2011
Por
Eduardo Anguita
Al lado del monumento a Bonavena, sobre avenida Caseros y enfrente de la sede del Club Huracán, se iban acumulando los micros. Llegaban de todos los rincones del conurbano. Además, estaba la muchachada de Parque Patricios. “Anguita –me pararon unos del barrio–, decí que hicimos los carteles con K, que pusimos Hurakán, así, con la K, y también pusimos Kristina con K…”. La esquina de Pepirí y Caseros, cerca del Hospital Churruca, hervía de gente. Algunos se habían bajado de los micros y salían disparados hacia el estadio sin saber dónde quedaba. Les dije, en tono afirmativo, a los que iban al frente de una columna, que iban al estadio. “Sí, amigo, pero hoy no hay partido…”. me atajó uno, jovencito, de musculosa y pelo al rape. El pibe olía a pueblo, llevaba una bandera del Movimiento Evita y estaba a punto de bajarme línea. Le expliqué cómo llegar y dije que yo estaba por ir. “Ah, los patriotas hoy vamos a Huracán”, dijo con una sonrisa mientras encaraba hacia la calle Colonia.
Efectivamente, al rato, con mi mujer Paule, que llevaba la bandera con crespón negro que hizo cuando murió Néstor Kirchner, con mi hermano Horacio y con Marcelo, un amigo que venía de La Plata, fuimos por Zabaleta hacia abajo hasta Sáenz. A las seis de la tarde parecía que no iba a caber un alfiler. El escenario de la calle decía mucho. Muchas mujeres, muchos pibes jóvenes, organizados, que se ponían en la cola. Y un dato importante a la entrada del estadio: poca Policía Federal. Los que había estaban con chaleco anaranjado y gorra. Nada de Guardia de Infantería. Los que sí tenían infantes eran los de Gendarmería, muy discretamente, al costado de la cancha. La organización era de militantes que tenían chalecos verdes. Como si el viento me hubiera llevado, de repente estaba en la entrada del sector de Prensa. Todos los periodistas, fotógrafos y camarógrafos tenían pulseritas fosforescentes. Los de la entrada me miraron la muñeca y yo no tenía ni una pulserita. Justo pasaba un viejo compañero de trabajo de Canal 7, uno que lleva años con los móviles. “¡Calle… –le grité–, haceme entrar!”. Y, tras unos minutos, habíamos pasado los cuatro. Y, como por arte de magia, me acodé en una valla a unos pocos metros del lugar donde iba a hablar Cristina. Se veía bien la diversidad de carteles, desde la Juventud Sindical hasta del Partido Comunista, todos allí, en esa cancha y bajo el mismo cielo donde jugaron el gran Carrascosa, el inglés Babington y el Loco Houseman en aquel glorioso Huracán del ’73. Aun sin ser quemero, aun siendo nuevo en Patricios, sentí la felicidad de que todo eso pasara en mi barrio. Del otro lado del vallado había muchos con el chaleco de Seguridad. Eran tan distintos a los patovicas de los boliches. Estaba claro que su presencia era para permitir o no el pasaje al escenario. Para eso no se necesita un cuello de toro ni bíceps de gimnasio sino saber hablar. El resto corría por cuenta de los asistentes. No había ni la más mínima disputa. Uno le ofreció agua a Paule. Hacía mucho calor. Cuando el locutor anunció que hablaba Cristina, la tierra tembló. Pensé, inmediatamente, en Japón. En esa puta coincidencia de que ahí había un huracán de alegría y que en el país más desarrollado de la Tierra todo era miedo y desolación. Sentí la fragilidad en ese momento de felicidad eterna. Así, en la ansiedad compartida, llegaron las estrofas del Himno. De las gargantas salían las lágrimas y los sueños. Al rato, ella dijo que no hablaría la Presidenta sino la compañera. Me pareció perfecto que fuera el prólogo a un discurso sencillo y emotivo. Los que quisimos y necesitamos, la habíamos escuchado diez días antes en la inauguración de las sesiones ordinarias hablando como estadista. Eso era otra cosa. Una fiesta. Que, como debía ser, le permitió a ella hablar de su hija Florencia y de que a veces el corazón se puede partir de dolor. Cuando Cristina estaba por terminar, los de la custodia presidencial, de trajes grises y zapatones negros, sin armas a la vista ni tratos bruscos, empezaron a agrandar el corredor que estaba justo en la valla en la que escuché todo el discurso. Se ubicaron allí y nos empezamos a decir entre los que nos apretábamos que Cristina pasaría por ahí. Apenas un minuto después de que la multitud cantara la Marcha Peronista, ella, rodeada de custodios, iba a paso lento, encarando el camino de salida. Todos tirábamos las manos y algunos, como si fuera la sortija de la calesita, tuvimos el gusto de tocar su mano derecha extendida, que se iba cerrando en las otras manos que, por azar, teníamos ese segundo de contacto con Cristina. Tenía la expresión de dolor en su cara. La del último tramo de su discurso. Pero no estaba en la tribuna, allá arriba, no salía su voz por los altoparlantes. Era una mujer, no muy alta, también agobiada por el calor, también cansada por el ajetreo de su trabajo. Era una mujer que un rato antes había compartido una vez más su duelo con todos. Era, como ella había advertido, la compañera. No la Presidenta. Qué suerte que uno puede decir: ahí, en mi barrio, de pantalón corto y zapatillas, salí de paseo y le di la mano a la Compañera Presidenta. Ojalá muchos le puedan dar una mano.
• TEXTUALES DEL DISCURSO
“El desafío es que el campo nacional y popular pueda institucionalizar un modelo de país hecho carne en el conjunto de la sociedad.”
“Esta institucionalidad también es cultural, que los argentinos puedan ver, tocar y palpar cada uno de los logros que hemos tenido.”
“No pierdan tiempo, no se enrosquen en discusiones bizantinas que no tienen nada que ver con lo que le importa a la gente.”
“Quiero pedirles en nombre de él que construyamos con amor. No hay mejores batallas que las que se ganan con el corazón.”
Publicado en :
http://sur.elargentino.com/notas/una-mano-la-companera
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