Historiador y politólogo.
"El hecho de que una muchacha estudiante de Derecho de La Plata sea presidenta de la Nación y, además, ose plantarse de frente a las viejas élites y decirles que el Estado no responde a las corporaciones es un hecho subversivo de un alcance inmenso. Significa que en la Argentina todo sigue siendo posible."
Por qué el peronismo y su mejor interpretación actual, el kirchnerismo, encuentran tanta reacción, tanta resistencia, tanto odio por parte de los pensadores y los voceros de lo estatuido? ¿Por qué los intelectuales orgánicos de los grupos económicos –ya se admitan liberales conservadores, o crean ser liberales progresistas o american liberals– salen con los “tapones de punta” contra lo “emergente”, las juventudes, las generaciones en ascenso? Sencillo. Porque nadie como ellos ha podido cuestionar en términos concretos, reales y desde la acción, los privilegios a los que se aferran los dueños del poder de turno en la Argentina. Nadie –ni siquiera la izquierda marx(c)iana que con su parafernalia discursiva se ofrece como la única y verdadera clase revolucionaria– ha logrado generar mayor movilidad social y mayor circulación –acecho, acceso y decadencia– dentro de las élites gobernantes.Unas semanas atrás, el director del diario Perfil, Jorge Fontevecchia, –a quien le guardo afecto ya que trabajé en la primera experiencia de su diario en 1998 y con quien, considero, desde esquinas ideológicas diferentes compartimos una honestidad intelectual que no nos libra de equivocaciones ni garantiza razón, pero al menos nos permite la convicción de lo que sostenemos– escribió una nota sobre los cambios generacionales y citó al filósofo político italiano Vilfredo Pareto, cofundador junto con Gaetano Mosca de la teoría de las élites.
La columna aplicaba Pareto a un tema menor como la forma en que hacemos periodismo en la Argentina; un debate en el que abundan hipocresías de todos lados, mezquindades, malas intenciones, aprietes publicitarios, presiones en las imprentas, en los métodos de distribución, desigualdades en las pautas públicas –pero también en las privadas– mentiras ideológicas, líneas editoriales, susceptibilidades personales. La nota intentaba reducir las cuestiones ideológicas a favor de la “verdadera razón del debate”: la ambición mezquina y mefistofélica de las nuevas generaciones. Cito a Fontevecchia: “Para Pareto, ‘la historia es un cementerio de aristocracias’ porque las élites, como cualquier otra construcción, nacen, envejecen y mueren. La diferencia es cómo se produce ese proceso de continua renovación: si se realiza en el marco de una competencia razonablemente leal que permita llegar a la cúspide de su grupo a aquellos más destacados, o se generan privilegios hereditarios o como premio a incondicionalidades burocráticas (de partido, grupo de afinidad o, infinitamente peor, de bandas). Las segundas dos posibilidades son las que encaminan los sistemas hacia la decadencia. Las revoluciones producen cortes generacionales –por eso son tan atractivas para los más jóvenes– que permiten acceder rápidamente a posiciones que en el normal desarrollo demandarían mucho más tiempo alcanzar o a las que ni siquiera se podría acceder.”La cita de Pareto es muy estimulante, claro. Pero no quiero aplicarla al egocéntrico y aburridísimo, a esta altura, tema del periodismo. Quiero aplicar a Mosca y a Pareto a la cuestión política de fondo. Para la teoría de las élites, la sociedad se divide en un grupo restringido gobernante (“clase superior” o “aristocracia”) y una masa de gobernados. En una dialéctica minimalista, Pareto –autor de Sistemas socialistas– escribió que “la historia es el teatro de la continua lucha entre una aristocracia y otra”.
La cita es sugerente pero tiene un tufillo conservador que es evidente: pensada en esa clave (la sociedad integrada por superiores e inferiores, y la historia como sucesión de élites que pelean apenas por su instalación sectorial) la humanidad no tiene posibilidad de progreso. Es una visión híperrealista –y equivocada según mi concepción– en la que no tiene ningún sentido intentar transformar la sociedad porque lo único que se logra es el “limo de una nueva burocacia”, como diría Franz Kafka.
Pensar la historia desde Pareto es ingresar en un laberinto conservador que impide o desdeña gran parte de la evolución progresista que ha tenido la humanidad. No en vano Pareto coqueteó con el fascismo y su principal preocupación fue intentar impedir el surgimiento de nuevas élites en la Italia de principios del siglo XX.
Por supuesto, no es el caso de Fontevecchia, pero detrás de esas miradas de tipo Viejo Vizcacha que arremeten contra los cambios –a veces mínimos– de paradigma, y con el surgimiento de nuevos actores sociales e individuales –como por ejemplo, la campaña, por lo menos mezquina, contra los jóvenes que acceden al funcionariado público– se esconde un cinismo reaccionario de aquellos que cuidan sólo los privilegios y las prerrogativas obtenidos bajo antiguos mapas de poder.
La Argentina se debe un profundo estudio sobre la construcción de sus élites para comprender qué ocurrió con su pasado; prefiero hablar en plural porque a veces, en democracia, se produce el milagro de que la élite gobernante no es la misma que la económica, cultural, sindical, entre tantas otras.
Visto desde Pareto, la Revolución de Mayo, por ejemplo, fue sólo un cambio de figuritas, lo que anula el contenido liberal, transformador y progresista; el federalismo no incluyó la transformación productiva de la estancia con la inclusión del gaucho y el indio sino fue sólo la herramienta de llegada al poder de los Anchorena; el Roquismo no significó el avance del positivismo también progresista, en parte, sino sólo la masacre de los indios en el sur para que los Martínez de Hoz obtuvieran 2 millones y medio de hectáreas.
El cinismo reaccionario no contempla el ascenso de las clases medias protagonizado por el yrigoyenismo, más allá de la llegada al poder de sus propios líderes. Ni tampoco, claro, entiende al peronismo, al que considera una manga de langostas asumiendo el poder que les corresponde a los que siempre lo detentaron.
Las nuevas élites –por el sistema de alianzas que realizan con los sectores postergados para acceder al poder en cada uno de sus rubros (económico, empresarial, territorial, político, cultural) tienen un rol profundamente democratizador de las sociedades en las que emergen: horizontalizan, descentralizan, desmonopolizan. Allí obtienen su fuerza transformadora.
No es en los discursos híperracionalistas e “híperverdaderos” de la izquierda donde se produce la redistribución de la riqueza. Ni tampoco es en el quietismo del liberal conservadorismo donde se democratiza –en términos valorativos y no institucionales– la Argentina. Es en el peronismo donde se produce ese proceso robinhoodeano.
El peronismo es la forma plebeya que ha encontrado la Argentina de democratizarse. Por eso está vivo. Porque sus militantes, sus cuadros, sus dirigentes tienen hambre, tienen ganas. Desean.
Mauricio Macri, por ejemplo, ha tenido siempre todo. Hasta podría darse el lujo, si quisiera, de ser honrado. No necesita acceder ni llegar. Sólo quiere conservar. Ocurre mucho eso con las generaciones que han heredado grandes campos o empresas. Son anticuarios, no quieren que nada altere lo que han recibido.
El radicalismo, por ejemplo, perdió su capacidad transformadora cuando sus militantes, cuadros y dirigentes se convirtieron en profesionales de pueblo, de ciudad, cuando se instalaron. Allí perdieron su sentido histórico.
En el peronismo todavía hay “negros muertos de hambre”. Por eso están todo el tiempo conspirando, sucediéndose, peleando y reproduciéndose. Allí encuentra ese movimiento, todavía, su valor subversivo en esta sociedad.
Chile y Uruguay, ejemplos de democracia para los liberales conservadores, tienen baja movilidad política y social. Han sido gobernados por Alwyn padre e hijo, Frei padre e hijo, Batlle padre e hijo, o los Herrera-Lacalle, por ejemplo.
En nuestro país no ocurre eso. Hay una desprolija movilidad social que pone los pelos de punta a todos aquellos que se creen parte de una aristocracia moral, económica, política y cultural, por ejemplo.
El kirchnerismo, la mejor interpretación del peronismo hoy, según mi visión particular y subjetiva, también ha logrado cierta movilidad social en todos los terrenos. Incluso en la construcción de un capitalismo de empresarios amigos que remplace a los amigos de los “capitalismos ya construidos”.
El hecho de que una muchacha estudiante de Derecho de La Plata sea presidenta de la Nación y, además, ose plantarse de frente a las viejas élites, y decirles que el Estado no responde a las corporaciones, es un hecho subversivo de un alcance inmenso. Significa que en la Argentina todo sigue siendo posible.
Y en el periodismo ocurre algo parecido. Nadie quiere que desaparezcan o sean remplazados los miembros de la élite que ocupan espacios de poder desde hace varios paradigmas. Se trata simplemente de que, además de aquellos empresarios de medios hegemónicos, cuyo valor principal es el de haber heredado las empresas de sus antepasados, exista la posibilidad de que gente como Roberto Caballero, hijo de un carpintero de Villa Celina, también tenga el derecho de ser director de un diario. Eso es subversivo en sí mismo.
Y el Estado debería garantizar esa posibilidad ofreciendo una pauta oficial que asegure un tratamiento desigual hacia los desiguales. Porque esa es la verdadera igualdad. Lo otro es, sencillamente, apego a los privilegios heredados por parte de los anticuarios.
Y, ya que estoy con la boca abierta, digo que Horacio González tiene todo el derecho a decir lo que se le venga en ganas de Mario Vargas Llosa.
Publicado en :
http://tiempo.elargentino.com/notas/pareto-y-miedo-de-los-anticuarios
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