EL RRRREELECTO PRESIDENTE DE LA
CORTE DEBATE EL ROL DE LOS JUECES
Para el rrrreelecto presidente de la Corte, los jueces deben poner límites al gobierno. El mismo Lorenzetti suprimió del Código Civil y Comercial la restricción incluida por Roca en 1889, que prohibía a los jueces expedir disposiciones generales o reglamentarias y reservaba al Congreso “interpretar la ley de modo que obligue a todos”. La vinculación de este desdén por la voluntad popular con el proceso electoral en curso.
Por Horacio Verbitsky
El rrrreelecto presidente de la Corte Suprema de Justicia respondió al artículo “Un corte a la Corte”, publicado aquí el domingo. Lo hizo en forma indirecta el martes, sin mencionar el artículo, y por medio de voceros el miércoles. Ricardo Lorenzetti viajó a Córdoba para presentar el nuevo Código Civil y Comercial, y en una entrevista con el diario cordobés del Grupo Clarín sostuvo que los jueces “ponemos límites al gobierno de turno”. Menuda confusión. Los límites al gobierno no los ponen los jueces sino la Constitución, y no sólo al Poder Ejecutivo sino también al judicial, que bajo la conducción de Lorenzetti se ha desmadrado. Tal vez no sea por casualidad que en su reescritura del Código Civil y Comercial haya desaparecido una restricción fundamental, contenida en el Título Preliminar del Código de Comercio, promulgado por Julio A. Roca en 1889: su artículo III “prohíbe a los jueces expedir disposiciones generales o reglamentarias, debiendo limitarse siempre al caso especial de que conocen”; el IV añade que “sólo al Poder Legislativo compete interpretar la ley de modo que obligue a todos”. El polemista oficial, Aníbal Fernández, replicó que la misión de la Corte no es poner límites a quienes han sido elegidos por la voluntad popular, sino tutelar derechos vulnerados por el Estado o por particulares, sobre todo cuando se trata de los débiles ante acciones lesivas de las corporaciones, pero siempre que haya intereses contrapuestos en una causa judicial. Ese recurso fundamental es el que consiguió preservar el CELS con sus observaciones atendidas por el Senado a la ley que restringió las medidas cautelares. Desde la presidencia de Enrique Petracchi hasta hoy, la Corte tiene un registro estimable en este terreno.
El bastón de censor
Es obvio que el presidente de la Corte aludió a límites políticos, un terreno en el que se arroga la decisión final sobre cualquier otro poder. De este modo transmite un pésimo mensaje hacia los demás jueces, con el bastón de censor político siempre listo en su mochila, como si ese control no lo ejerciera el cuerpo electoral cada dos años. ¿Será hilar demasiado fino suponer que este desdén por la voluntad popular revela pesimismo sobre las predilecciones del electorado y atribuir a esta visión escéptica el rechazo de Lorenzetti a las combinaciones electorales que lo han incluido, desde Julio Cobos hasta Sergio Massa? El miércoles, siempre por medio del Grupo Clarín, una vocera oficiosa de Lorenzetti negó que la Corte fuera “un cuerpo desmembrado y sumido en una grave crisis” y desdeñó los problemas de salud de varios jueces mencionados aquí, con un argumento ad feminam: “Llama la atención tanto ensañamiento, siendo que la misma Presidenta ha atravesado una operación para extirparle la tiroides y otra a causa de un hematoma subdural en el cráneo, lo que no le impidió seguir en funciones con el vigor de siempre”. La intérprete de Lorenzetti pasa así por alto la diferencia entre intervenciones quirúrgicas, de las cuales la recuperación puede ser completa, y dolencias crónicas o degenerativas que el tiempo agrava. También recuerda el saneamiento de la Corte emprendido en 2003 por Néstor Kirchner y aduce que a CFK los jueces que la integran han dejado de parecerle garantía de independencia y profesionalismo. Esto implica ignorar que el año pasado el tribunal perdió a tres de sus miembros (Enrique Petracchi, Carmen Argibay y Raúl Zaffaroni), mientras un cuarto sólo de a ratos sabe en que día y en qué mundo vive. Negar el desequilibrio resultante es pura obstinación, sobre todo si se repara en que los ausentes eran los más destacados miembros del cuerpo.
La vocera agregó que “la decisión de la Corte de rechazar por unanimidad la lista de conjueces propuestos por el Gobierno para integrar el tribunal provocó otro ramalazo de furia oficialista”. No es mi caso: dije con toda claridad que comparto el razonable argumento que desarrolla Lorenzetti: “Si los conjueces van a cumplir las mismas funciones que los ministros de la Corte Suprema, deben ser elegidos con idénticos requisitos, como el acuerdo por los dos tercios de los miembros presentes del Senado establecido en la reforma constitucional de 1994”. Mi objeción es que Lorenzetti abandona este criterio cuando justifica en pocas líneas la integración de la Corte con presidentes de Cámaras Federales de Apelaciones, quienes son designados por mayoría simple pese a que, igual que los conjueces bochados, desempeñarán funciones de ministros de Corte. La coherencia intelectual se inclina ante la avidez de poder. Ya en 2006 el presidente de la Cámara de Diputados, Alberto Balestrini, presentó un proyecto de ley por el cual los conjueces de la Corte deberán ser designados con acuerdo del Senado en la misma proporción que los jueces titulares. Volvieron a presentarlo hace pocos meses los diputados Carlos Kunkel y Verónica Magario, también del Frente para la Victoria.
De esto no se habla
Estos temas son opinables y discutirlos es positivo. Lo que Lorenzetti no explica, ni por sí ni por terceros, es la falsedad inserta en las últimas Acordadas del tribunal, cuando se sostiene que la rrrrelección de su presidente fue firmada por sus ministros el martes 21, “en la Sala de Acuerdos del Tribunal” y “frente a la próxima conclusión del mandato”. El mandato recién terminaba a fin de año, y el débil trazo parecido a la que fuera la firma de Carlos Fayt no fue hecho en la Sala de Acuerdos sino en su domicilio de Recoleta, hasta donde le llevó la resolución el titular de la Secretaría 5ª de la Corte, Cristian Sergio Abritta. Dado su deterioro cognitivo, Fayt no está en condiciones de estudiar ningún expediente, tarea que delega en sus colaboradores. Nadie en la Corte ignora esta situación que Lorenzetti admite en diálogos privados pero oculta del escrutinio público. En el reportaje, Lorenzetti también dijo que debió resignarse a un nuevo mandato porque ninguno de sus colegas quiso ocupar la presidencia. Esto también desmiente que la Corte actual pueda funcionar con normalidad. La oposición, que pontifica sobre los consensos, se niega a tratar cualquier pliego enviado por el actual gobierno, en vez de aprovechar la mayoría calificada dispuesta por la Constitución para imponer a un juez con las mejores calificaciones jurídicas, éticas y políticas. El kirchnerismo conservará a partir del 10 de diciembre una representación sustancial en el Senado, quienquiera resulte electo. Si la usara en el mismo modo caprichoso que hoy padece, se llegaría a una parálisis institucional desatinada. Esto ratifica la necesidad de una inteligente y generosa negociación política, única vía democrática para rescatar a la Corte Suprema de su marasmo.
Las cosas en su lugar
En junio del año pasado, Lorenzetti rebautizó como Salón de los Derechos Humanos a la sala de audiencias de la Cámara Federal de la Capital, en la que se realizó el juicio a los ex Comandantes. En la ceremonia inaugural dijo que la defensa de los derechos humanos “nació en las calles” y “tuvo avances y retrocesos”. Advirtió que la determinación de investigar los crímenes de esa “tragedia de la que nunca nos vamos a olvidar no depende de una coyuntura, de una elección, ni de la decisión de una persona que esté en el gobierno o de otra que no lo esté”, ya que “hoy forma parte del contrato social de los argentinos”. La semana que pasó se cumplieron 30 años del inicio de las audiencias orales de aquel juicio histórico. Esto dio lugar a libros, videos y homenajes. El más notorio fue rendido al ex fiscal Julio César Strassera, en el mismo Salón de los Derechos Humanos donde se realizó el juicio. Entre otros participaron sus compañeros sobrevivientes de la Cámara Federal que condenó a Videla, Massera & Compañía: Carlos Arslanian, Ricardo Gil Lavedra, Jorge Valerga Aráoz y Guillermo Ledesma. Nadie mencionó el rechazo serial de habeas corpus, con costas a los familiares de los detenidos-desaparecidos, que Strassera practicó durante la dictadura, ni su interrogatorio a Lidia Papaleo de Graiver en su lugar de detención. En 1977, la viuda de David Graiver fue condenada a 15 años de prisión por un tribunal militar. La Corte Suprema dejó sin efecto esa condena y pasó el expediente a la justicia civil. El propio Strassera contó que su interlocutora estaba esposada y él pidió que le liberaran las manos. Sólo las manos: pidió para ella cinco años de prisión y cuando fue absuelta apeló, también sin éxito, porque el país ya era otro. Algunos de esos jueces siguieron vinculados con los derechos humanos, cada uno a su manera. Arslanian fue uno de los impulsores del Acuerdo por una Seguridad Democrática. Como ministro de Justicia y Derechos Humanos de la Alianza, Gil Lavedra rechazó los pedidos de extradición del juez Baltasar Garzón e intentó limitar los juicios por la verdad. Este año asumió como defensor del ex juez federal de Salta, Ricardo Lona, detenido como cómplice en el homicidio de once presos políticos en Palomitas, Jujuy, cuyo traslado había pedido al jefe de la guarnición militar, como acto preparatorio del crimen. La defensa de Lona fue asumida por otro de los jueces de aquel tribunal, Andrés José D’Alessio, hasta su muerte en 2009. Valerga Aráoz es el defensor del principal accionista del Ingenio Ledesma, Carlos Pedro Blaquier, cuyo desprocesamiento ya consiguió en la causa por los secuestros, torturas y asesinados cometidos en la Noche del Apagón, cuando las personas privadas en forma ilegal de su libertad fueron transportadas en camionetas del ingenio. Según el relato que D’Alessio me hizo el 29 de mayo de 1991, al iniciarse el juicio a los ex Comandantes, Valerga Aráoz le preguntó a Osvaldo Pérez Cortés, que se ocupaba de informática en el Grupo Macri, quién podría prestarles una procesadora de texto, y Sideco Americana se la envió de regalo. No es extrañar que la investigación a los instigadores, cómplices y beneficiarios civiles de la dictadura no fuera contemplada ni siquiera en el considerando 12 y el punto 30 de la sentencia de 1985, que ordenó el enjuiciamiento no sólo de los ex Comandantes sino también “de los oficiales superiores que ocuparon los Comandos de Zonas y Subzonas de Defensa”, de “todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones”, de “quienes por su ubicacion en la cadena de mandos conocieron de la ilicitud del sistema”, o cometieron hechos aberrantes o atroces.
Los olvidados
El viernes próximo, en la Feria del Libro, uno de los testigos memorables de aquel proceso, Jorge Watts, presentará el libro El juicio que no se vio, del abogado Pablo Llonto, quien cubrió las audiencias como periodista para Clarín. “Todo homenaje a la Causa 13 y al Juicio a las Juntas incluyó e incluirá esencialmente a los jueces y los fiscales. Grandes olvidados serán los sectores populares víctimas del terrorismo de Estado y testigos en el Juicio”, afirma Llonto, quien lleva más de treinta años impulsando causas por los crímenes de entonces. Comenzó aún antes de recibirse de abogado, como colaborador de Luis Zamora en el CELS. “Aquel tiempo y aquel país de 1985 no era un tiempo para concesiones ni para resignaciones. La sentencia de la Causa 13 no fue ‘lo máximo que se podía hacer’ sino lo que quiso hacer el radicalismo. También es cierto que aquello que pretendía Alfonsín era mucho más que el poco empeño de la mayoría de sus correligionarios y mucho más aún que el asfixiante sosiego de otros políticos del mundo, incluidos los de mayor celebridad universal. Cuando Nelson Mandela fue liberado, en 1990, el Juicio a las Juntas de la Argentina cumplía cinco años. Para el líder sudafricano, veintisiete años de una cárcel en pleno apartheid habrán sido como mil para cualquier otro ser humano. Ya libre, y con la dura tarea de evitar tanto una guerra civil como un golpe blanco militar, es decir, serenar a propios y ajenos, produjo un mecanismo de reconciliación, aún discutido. La promesa inicial fue no seguir el modelo argentino de derechos humanos. Así nació la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, cuyos efectos se evaluarán en unos años para saber cuánto de verdad y cuánto de justicia aportó”, agrega. Llonto recuerda que Valerga Aráoz también defiende ahora al ex secretario de Seguridad Enrique Mathov, “acusado de ordenar que sacaran a palazos y fustazos a las Madres de Plaza de Mayo y a los militantes populares que reclamaban el fin del estado de sitio ordenado por Fernando de la Rúa” en diciembre de 2001. Su libro coloca en el centro “a los protagonistas más olvidados de aquella lucha: los testigos, familiares y sobrevivientes cuyas vidas vieron pasar la marcha de la historia sin mayores reconocimientos. Había que sentarse a declarar en 1985. Había que hacer esos malabares que, con demasiada prudencia, evitaban las vigilantes preguntas sobre las organizaciones guerrilleras o las pertenencias políticas. Hoy en nuestros juicios, todo es distinto, claro que sí. Ya no hay más duplicidad como treinta años atrás. Como debió serlo en 1985, si en aquel momento no se los hubiese perseguido. Se declaraba mientras al mismo tiempo la Cámara Federal condenaba militantes y el Gobierno mantenía presos políticos”. Yo cubrí aquel juicio para la revista El Periodista. Allí conocí a Llonto, quien aún no se permitía la espectacular cabellera de Indio Gerónimo que hoy lo distingue. En mis notas de entonces consta que Valerga Aráoz fue el único camarista que durante su turno en la presidencia rotativa del tribunal admitió interrogatorios a los testigos que tendían a recrear en la sociedad la sórdida hipótesis de que si alguien desapareció, “por algo será”. El propio magistrado inquirió a la testigo Graciela Trota acerca de antiguos domicilios y ocupaciones suyos, de familiares y amigos, y a la señora Isabel Farías de Chaparro sobre el “tipo de vida” que hacían sus vecinos secuestrados. Al padre del secuestrado Mario Villani le preguntó por la “detención” de su hijo, y al propio Villani acerca de “los que usted llama represores”. A Juana Barbero de Ugartamendía le inquirió cómo supo que quienes allanaron su casa eran soldados, y la anciana le respondió, con el menos común de los sentidos, “porque los vi que eran soldados”. Y cuando el testigo Juan Agustín Guillén narró que los torturadores lo despojaron de su nombre humano y lo rebautizaron B-12, Valerga le preguntó:
–¿Con Be larga o Ve corta?
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