Hubo un 25 de Mayo en el siglo XIX en el que comenzó a alumbrar la Patria; otro en el siglo XX en el cual la Argentina recobró la democracia y un tercero en el siglo XXI, en el que al cabo del tiempo se lo verá como el día en que se reivindicó la palabra política.

¿Quién hubiera imaginado aquel 25 del 2003 que ese inesperado presidente que asumía con escaso respaldo apagaría el incendio, revitalizaría la imagen presidencial, promovería la cárcel para los genocidas, desendeudará al país e iniciaría un proceso de duplicación del PBI con mayor justicia social?
Antes de entrar a la Casa Rosada prometió que no iba a "dejarlas convicciones en la puerta". Aquella afirmación no era creíble porque el poder político semejaba al violín: se lo tomaba con la izquierda y se lo ejecutaba con la derecha. El nuevo presidente proclamaba con orgullo que pertenecía a "una generación diezmada" por incubar ideas transformadoras. Pero en aquel país en el que hasta ex guerrilleros se habían sumado al enemigo y abrazado al sálvese quien pueda, la palabra política estaba más devaluada que la moneda.

El extendido escepticismo tenía sus motivos. Cuando cayó la dictadura, un demócrata que venía a reponer valores republicanos encendió esperanzas en una sociedad asqueada de sangre y terror. Sin embargo, acosado, aquel político honorable le dijo a su pueblo desde el histórico balcón que "la casa está en orden", cuando en verdad, era un tembladeral.
Otro día, el mismo presidente convocó a la plaza de los grandes acontecimientos para dar un importante anuncio. Se especulaba que denunciaría la deuda externa ilegítima, pero ofreció en cambio "economía de guerra". Del enjuiciamiento a la cúpula militar se pasó al Punto Final y la Obediencia Debida. Por más malabares discursivos que se hicieran con los "tres niveles de responsabilidad", la palabra política estaba seriamente dañada.

Pero la mayor estafa político-ideológica fue sin duda la perpetrada por aquel caudillo del partido de la movilidad social, que prometió salariazo y revolución productiva, pero repartió ajuste y desocupación. Tan grande fue el timo, que llegó a decir que si hubiera dicho realmente lo que iba a hacer cuando llegara al gobierno, no lo hubieran votado.
El tercer presidente de la democracia recuperada en 1983 llegó surfeando sobre otra ola de esperanza, pero defraudó a todos en tan solo año. La vieja UCR fue adornada por dirigentes progresistas, peronistas e izquierdistas que alzaban banderas moralizadoras y transformadoras. Pero los que cambiaron fueron los supuestos encargados de promover el cambio. El conservador no se convirtió en progresista, sino que los progresistas se tornaron un tanto conservadores. Los que instaban desde el llano a cambiar, desde el gobierno decían "no se puede". Aseguraban que si no se hacía lo que exigían los organismos internacionales, sobrevendría el caos.
Fue al revés: el país estalló precisamente por hacer lo que los organismos internacionales de crédito demandaban. El gobierno voló por el aire junto al modelo económico y el descrédito institucional. La sociedad se divorció de la política y multitudes enardecidas pedían en las calles "que se vayan todos". En democracia, volvió a correr sangre joven. En medio de saqueos, el fantasma de una guerra civil sobrevolaba la Argentina. El repúblico que había venido a reponer la calidad institucional, declaró el estado de sitio y el país explotó.
En una semana se sucedieron cinco efímeros presidentes. Uno de ellos anunció con una amplia sonrisa gardeliana que no se pagaría la deuda externa. Vendió la impotencia como una decisión soberana y muchos aplaudieron engañados.
En medio de la ira que generó la incautación de ahorros, otro presidente interino dijo que "el que depositó dólares, recibirá dólares". No fue así. Gobernó un año, pero se tuvo que ir después que la policía bonaerense matara a dos jóvenes luchadores sociales en Avellaneda. La Argentina era ingobernable. La sociedad rechazaba a sus gobernantes y desconfiaba de las instituciones. En las esquinas deliberaban juntas de vecinos enardecidos. La mitad de los argentinos estaban en la pobreza y el país fundido.
"Nos dejaron el país incendiado, diría después el presidente electo. Llegó en medio de una pesadilla y dijo "vengo a proponer un sueño". Tal vez haya sido la forma discursiva que halló para que la gente no se le riera en la cara, porque sólo como sueño podía aceptarse su propuesta política.


En su discurso inaugural, aquel 25, dijo que el Estado debía "equilibrar las desigualdades" que produce el mercado. ¡Casi nada! Ni los nostálgicos 45 deliraban por entonces con que un jefe de Estado planteara "un papel principal" para el Estado. Mucho menos que recuperara recursos básicos privatizados. Si hasta el nuevo vindicador del Estado había avalado la venta de YPF para favorecer a su provincia.
También dijo entonces que el país no debía seguir endeudándose, ni pagando deuda externa "a costa del hambre y la exclusión", pero pocos imaginaron que cancelería la relación tóxica con FMI y que reduciría la deuda con jugosas quitas. Planteó "reconstruir un capitalismo nacional" y recordó que Estados Unidos salió adelante tras la crisis del 30 promoviendo la obra pública, pero a nadie se le ocurría que el país reiniciaría inmediatamente su crecimiento.
En vez de más "relaciones carnales" propuso una relación "seria, amplia y madura" con Estados Unidos y estrechos vínculos con "una América Latina próspera y unida con base en la democracia y la justicia social". Pero, francamente, pocos imaginaron que después de tanta genuflexión, ese presidente del fin del mundo humillaría al capo del imperio en Mar del Plata y mantendría complicidades fraternales con sus colegas del subcontinente.




Ese luminoso 25 prometió "instalar la movilidad ascendente", pero nadie supuso que su proyecto determinaría que, en una década, la Argentina duplicaría su clase media, según lo aseguró el Banco Mundial. Era tan impensable como que buena parte de los ascendidos votarían contra el proyecto que los sacó de la pobreza.


Ni los más optimistas creyeron que el nuevo presidente fuera a definir un clima político-institucional en el que la misma justicia que apañó los crímenes de lesa humanidad durante más de dos décadas, metiera en prisiones comunes a los militares asesinos. Para inaugurar la nueva etapa, le bastó cambiar de un plumazo a una Corte Suprema sospechada y producir un gesto simbólico que nadie hubiera imaginado: bajar los cuadros de los dictadores.
¿Quién podía creerle a ese inesperado gobernante que obtuvo un caudal de votos paupérrimo que podría "dar vuelta la página de la historia"? ¿Tanta voluntad política y coraje tenía ese santacruceño que llegó a la Rosada porque el aspirante más votado se bajó para no darle el triunfo arrollador que presagiaban las encuestas? Si el porcentaje que cosechó en las urnas era menor a la tasa de desocupación del país… Una cuarta parte de la mano de obra activa estaba desempleada.


Sin embargo, consiguió alumbrar otro país. De aquellas incertidumbres a las certezas de hoy –con sus luces y sombras– hay una enorme distancia. Se sabe qué se hizo y qué falta; se pueden evaluar aciertos y errores, así como las virtudes y límites del modelo que instauró. Pero fue el primer presidente de la democracia recuperada que se marchó de la Rosada mejor de lo que entró.


Su sucesora está a punto de igualar ese record. Tras 12 años de cambios, todavía falta mucho para concretar el sueño prometido. Las utopías son así: nunca se alcanzan totalmente. Pero está claro que lo peor que hizo fue morirse. Y que cada 25 de Mayo se lo extraña más.  


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