El debate que generó la elección de Leandro Santoro, de Los
Irrompibles, como compañero de fórmula de Recalde.
Por qué no pagan tanto Ernesto Sanz o Elisa Carrió por
pasar de insultar públicamente a Mauricio Macri a conformar con él una alianza
pérfida e incomprensible? ¿Por qué cuesta menos panquequear ideológicamente
casi a diario al mejor estilo Patricia Bullrich que realizar una entente con un
adversario circunstancial? ¿Solamente por la caja de resonancia de los medios
de comunicación opositora? ¿Porque el kirchnerismo ha puesto demasiado alto, en
términos discursivos, el listón de juicio moral a sus competidores políticos?
¿O, sencillamente, porque la zoncera de la discusión en blanco y negro impide
complejizar el sistema de acuerdos tácticos en vista a una mirada
estratégicamente común?
En la ciudad de Buenos Aires, el kirchnerismo, que salió
tercero en las PASO, ensayó un acuerdo táctico con un sector del radicalismo
con el que existe una afinidad ideológica o así, al menos, lo plantearon sus
miembros. Sin embargo, esa movida ha sido criticada furiosamente tanto desde
adentro como desde afuera con una impiedad demoledora. La elección de Leandro
Santoro, de Los Irrompibles, ha sido cuestionada no sólo por los "ultra
anti K" sino también por la propia militancia "ultra K".
"El kirchnerismo es así: amplía su
base electoral generando pactos con sectores que no siempre son de paladar
negro".
Hay que tener en cuenta de qué manera se arribó al cierre
de la lista. Se produjo a última hora, luego de ensayar algunas opciones que
iban desde convocar a alguien que no perteneciera al ámbito de la política
hasta replegarse en una figura propísima que no aporte votos desde otros
sectores, pero reafirme la necesidad de "peronizar al peronismo
porteño". También hay que saber que uno de los candidatos más firmes a
vicejefe de gobierno –un contador público que atravesó la experiencia del
Frepaso– dijo que sí y que no en varias oportunidades, por lo que, al miércoles
a la noche, esa contradanza había dejado sin el segundo a la fórmula en la Ciudad de Buenos Aires. De
esa manera, a altas horas de la madrugada del mismo jueves surgió
definitivamente el nombre de Santoro como compañero de fórmula de Mariano Recalde.
La idea es buena pero a esta altura de la "suaré"
posiblemente no alcance. Las razones de la elección de Santoro pueden ser:
a) ampliar la base política de la fórmula;
b) energizar con un buen orador y un buen polemista mediático la campaña;
c) no sacar los pies del plato del ámbito político y no caer en la convocatoria a un cómico, un jugador de fútbol o un malabarista de semáforo para "popularizar" la fórmula;
d) apostar nuevamente a la transversalidad de los partidos populares argentinos en el eje peronismo-radicalismo;
e) optar por un corte generacional de la militancia que mire al movimiento popular desde la modernidad y con una visión de futuro a mediano plazo.
a) ampliar la base política de la fórmula;
b) energizar con un buen orador y un buen polemista mediático la campaña;
c) no sacar los pies del plato del ámbito político y no caer en la convocatoria a un cómico, un jugador de fútbol o un malabarista de semáforo para "popularizar" la fórmula;
d) apostar nuevamente a la transversalidad de los partidos populares argentinos en el eje peronismo-radicalismo;
e) optar por un corte generacional de la militancia que mire al movimiento popular desde la modernidad y con una visión de futuro a mediano plazo.
La nominación de Santoro no cayó bien, obviamente, en los
sectores más "ortodoxos" de la propia militancia kirchnerista. Sobre
todo, luego de que apenas conocida la decisión salieran a la luz una ristra de
tuits desafortunadísimos del propio Santoro en contra del kirchnerismo y de muy
mal gusto respecto del mismo Néstor Kirchner. Para peor, la tinta de muchos de
esos escritos todavía estaba fresquita.
La cuestión en sí no es insalvable. Se amplía la base
electoral no sólo con los que piensan igual a uno sino fundamentalmente se
pacta con los adversarios. Salvando las distancias, Juan Domingo Perón y
Ricardo Balbín se hicieron cosas peores y, sin embargo, estuvieron a punto de
resolver la crisis política de los años setenta en una fórmula de unidad
nacional. Otra discusión, en cambio, es la de pensar si el movimiento del
radicalismo alfonsinista amplía en serio la base política o, por el contrario,
sólo sella los límites actuales del ensanchamiento, estructurando un sector del
radicalismo ya arribado al kirchnerismo.
La cuestión no es insalvable, pero el tema es de qué manera
se sale del affaire de los tuits. Y no es poca cosa; sobre todo porque la
sociedad mira siempre con desconfianza. Cualquier persona tiene derecho a
cambiar de forma de pensar según las circunstancias. Sólo aquellos que todavía
no descubrieron que la coherencia en la vida puede ser un sutil adelanto de la
muerte, o que la coherencia también es una cárcel, pueden hacer de la
inmovilidad una virtud. El problema está en demostrar la autenticidad del
cambio. No negar el cambio. No refugiarse en la picaresca canchera, minimizar
el hecho –mínimo, por cierto– y no asumir que, por ejemplo, cuestiones como el
enfrentamiento con los fondos buitre redimensionó la mirada que alguien podría
tener sobre el kirchnerismo.
Todos tenemos derecho a cambiar. Desde San Pablo –ese gran perseguidor
de cristianos que tras su conversión creó el cristianismo– a la fecha abundan
los ejemplos de conversos santos y buenos traidores. Todo proceso de cambio
tiene sus conversos tardíos que toman conciencia a último momento. El peronismo
es fructífero en ese tipo de ejemplos. Incluso gran parte de la izquierda se
acercó al peronismo luego de su caída y después de haberlo combatido
fuertemente.
Un tuit no hace verano ni hace invierno. Pero es cierto que
hay que saber salir con elegancia y sobre todo sin "caretajes" frente
a una sociedad que lo escruta todo con ojos cínicos. Después de todo, hay
sectores, incluso al interior del kirchnerismo, que tienen la lapicera de los
acuerdos espurios más rápida que la derecha de Floyd Mayweather, pero siempre
están dispuestos a correr por izquierda al Che Guevara. Y ni hablar del
envaselinamiento al que se prestan muchos jugadores de la oposición para poder
ser radicales-peronista-trosco-facho-zurdo-liberales en cuestión de meses. El
premio mayor se lo llevan Patricia Bullrich y Elisa Carrió, pero, por ejemplo,
Sergio Massa, Graciela Ocaña, y el propio Martín Lousteau, ¿no deberían
explicar la inconstancia, al menos, de haber formado parte del kirchnerismo y
ahora andar haciéndose los otros? O sea, ¿Lousteau tiene derecho a haber creado
la 125 y ahora ser el referente progre del complejo construido por el PRO y el
radicalismo conservador en la
Ciudad y Santoro no tiene el mismo derecho de pasar de ser
opositor a kirchnerista?
El kirchnerismo es así: amplía su base electoral generando
pactos con sectores que no siempre son de paladar negro. Por suerte, es así.
Esa capacidad le posibilita pivotear acuerdos con sectores que no siempre son
ultra kirchneristas: los gobernadores, el Partido Justicialista más clásico, con
parte del Movimiento Obrero Organizado, por ejemplo. Pero también con
extrapartidarios: recordemos sin ir más lejos que algunas figuras del
progresismo con sede territorial en el Conurbano Bonaerense también eran
críticos hace unos años y hoy son casi paladines doctrinarios del kirchnerismo.
Y bienvenido que sea así. Por eso, no es cuestión de andar robándose las
sábanas entre fantasmas sino de pensar estratégicamente de qué manera se
construye una organización que trascienda lo generacional, que descompartimente
lo agrupacional, que horizontalice lo ideológico –porque quizás el desafío de
la próxima etapa no sea uniformar y controlar sino ampliar y mestizar
generosamente todas las tradiciones– y que tenga capacidad, por sobre todas la
cosas de pensar hegemónicamente a largo plazo esté quien esté en el gobierno de
turno.
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