Por: Luz Marina López Espinosa.
“ La Vieja Colombia murió el 9 de abril de 1948: La nueva no ha nacido todavía”.
William Ospina
A la manera de Marco Tulio Cicerón en el templo de Júpiter en Roma contra de la traición de Catilina en el año 63 A. de C., discursos que pasaron a la historia como Las Catilinarias y que terminaron por salvar a la república romana, el escritor colombiano William Ospina se yergue sobre el pedestal de su indignación, la misma que es generalizada en el mundo de hoy, y desde esta convulsionada “Atenas” del año 2013 lanza su requisitoria al poder.
Y lleno de razones y con toda pertinencia, le espeta a sus detentadores las legendarias frases del cónsul romano: “Hasta cuándo Catilina abusarás de nuestra paciencia?”, “Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros?”, “Cuando acabará esta desenfrenada audacia tuya?” A ese poder que pareciera -y es en realidad-, uno solo sin solución de continuidad desde los primeros conquistadores que avasallaron tierras y hombres de América, hasta los nuevos mesías que inspirados en idéntico designio nos prometen ahora sí el cambio con sus frutos de paz, justicia, democracia y prosperidad. Esta última para todos, se atreven a hacer voto los que han hecho de ella la razón de sus luchas pero para sí, como coto privado y exclusivo al precio de la miseria general.
Y es que en tiempos de indignados, doloroso pero esperanzador momento del mundo donde los pueblos expoliados y vejados por el poder del capital y su carnal instrumento la brutalidad, se yerguen para decir No Más, el libro de William Ospina se corresponde muy bien con ese momento. Es clara expresión de él en este caso desde la plaza pública de las letras en la esplendidez de su universo: la poesía, el ensayo, la historia y el análisis político, que todo ello y muy bien fusionado es este texto. Por éso es que tanto aprecian los doctrinantes de la movilización social y política ese simultáneo darse de la calle y las expresiones culturales que recojan y traduzcan la inconformidad y las demandas de cambio.
Dura esta catilinaria contra el poder y quienes sempiternamente lo han ejercido en esta escarnecida Colombia. Pero justiciera como la que más. Ospina les hace un juicio de residencia a los señores Encomenderos, los de entonces y los de hoy, los mismos ellos sin violentar mucho la Historia, salvo las formas y el atuendo. Sumario del cual resultan fallidos. Todas las concupiscencias de la condición humana afloran en el rostro de los enjuiciados -por lo pronto los gobernantes de la etapa republicana- en el retrato fiel que repasando las páginas de la Historia, el auditor les hace: inmoralidad, codicia, egoísmo, y crueldad. Y ellas, bajo el marco tutelar de la liviandad mayor: la absoluta carencia del sentido de patria, el desprecio y vergüenza por lo que somos y tenemos.
Desde los poemas de Juan de Castellanos y Hernando Domínguez Camargo hasta los de León de Greiff, el gran Porfirio, Guillermo Valencia, Aurelio Arturo, José Eustasio Rivera, la obra de Fernando González y García Márquez, el arte de Fernando Botero, los ensayos de pensadores como Antonio García, Estanislao Zuleta y Mario Arrubla, las elaboraciones académicas y políticas de Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña y Eduardo Santa, la gesta de dirigentes populares como Ignacio Torres Girado y María Cano y las hazañas militares de Manuel Quintín Lame y Guadalupe Salcedo, a qué referentes no apela el autor para hacer valer y acreditar ante la inculcada miseria de nuestra autoestima, la riqueza, fuerza y validez de nuestro linaje y ejecutorias. Ello, frente al gran mal que nos agobia, la falta de fe y confianza en nuestro mérito en razón del desprecio secular del poder establecido a la condición de “pueblo”, conveniente y astutamente elaborada por la clase dirigente que al tiempo de escamotearnos esa buena conciencia, se atribuía el derecho de remediar su falta gobernando por nosotros, decidiendo por nosotros y aún votando por nosotros.
Por eso, esa dirigencia ha sido el gran dique de contención -violenta siempre, muy violenta, sobraría decirlo-, cada que ese pueblo ha querido volver por sus fueros y hacer valer la soberanía de la que su estima le indicaba era indiscutido titular antes de consagración constitucional alguna. Y el autor, poeta, novelista histórico y ensayista que es, bien sintonizado como está con los tiempos y la memoria porque la poesía no es excusa para excusarse de ellos, vuelve y nos recuerda lo que no merece olvido. Que cuando el pueblo hizo tal cosa, desde los Comuneros de José Antonio hasta la insurgencia civil de la Unión Patriótica, pasando por las gestas de la huelga de las bananeras en Ciénaga, la del río Magdalena, la de la Tropical Oil Company por la reversión y la creación de una petrolera nacional, así como cuando se declaró en resistencia al despojo y al desplazamiento en El Pato, Guayabero y Río Chiquito o cuando bajo las banderas gaitanistas se sublevó en exigencia de que la república liberal no fuera la estafa que era, cuando todo ello ocurrió, la clase gobernante –partidos, gremios económicos, prensa y casta militar- no tuvo sino un solo argumento, una respuesta, la dialéctica de la metralla y el fusil para acallar a ese pueblo ignaro que se había soliviantado y creído en verdad el discurso ese de que era titular de cosa alguna.
Especial atención dedica el autor al recuerdo siempre presente y lacerante, a pesar del por fortuna fracasado “decreto del olvido histórico” que los prohombres de los “dos partidos tradicionales” responsables de la carnicería y los dueños de los medios de comunicación hicieron hace muchos años para que el asunto de la culpabilidad no se hurgara, especial atención dedica decimos, a esa etapa que se denominó “La Violencia”. Y es que el no aprender de ella, el soslayarla y convenientemente mirarla en forma ahistórica como una anomalía de la historia producto tal vez de la brutalidad del pueblo ignorante, sólo podía generar males, el mayor de ellos, el que enseña el manido aforismo, y la historia se repita. ¿No fue acaso exactamente lo que ocurrió en esta Colombia de los años ochenta y noventa del siglo recién pasado cuando las hordas del paramilitarismo, igual que “chulavitas” y “chusma” de los cincuenta, también creación e instrumento de los poderes políticos gobernantes –ya bipartidistas antes del Frente Nacional-, emularon y aun superaron sus atrocidades?
Y hoy como entonces, el poder, el político, militar, policial, empresarial y mediático, ¿no hace también sus balances, sus “análisis políticos” y sobre todos “históricos” del paramilitarismo, y concluye mirando hacia otro lado y señalando con su dedo acusador a la guerrilla, al narcotráfico, a la ignorancia del pueblo y a la pobreza fatal como los responsables de la barbarie rediviva? Señalando a todas partes menos a ellos, el único lugar justo al qué mirar. Contra esta impostura, contra esta hipocresía y falsificación de la historia por parte de quienes la escriben es contra la que se pronuncia Pa que se acabe la vaina, título que en un comienzo y aún a lo largo de la lectura nos desconcertó, pero cuyo sentido encontramos al final del texto: es el llamado desde las mismas palabras de una enraizada proclama del folclor popular, a que nos reconciliemos con la verdad de lo que somos y tenemos, renunciemos a la torpe nostalgia por una cultura y valores que no son los nuestros, y sin vergüenza, antes bien con inmodestia, nos apersonemos de lo que somos, apreciando la saga de la que venimos. Desde el heroísmo de nuestros caciques indígenas ante el exterminio, hasta las mil formas de ser y actuar de nuestro pueblo en el diario vivir, el arte, la inventiva, la organización y la movilización. Pasando por el aprecio de nuestros valles, ríos, minas, páramos y montañas. Y eso sí, por encima de todo, condición sine qua non pareciera implorarnos el autor, repudiando a esa única y sempiterna clase política que nos ha mal gobernado. Tal vez así por fin de verdad se acabe la vaina, que no es otra cosa que la legión de oprobios de que da cuenta este esclarecedor y punzante texto.
Alianza de Medios por la Paz
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