“Pampa: Yo diviso tu anchura que ahonda las afueras,
yo me estoy desangrando en tus ponientes.” JLB. Al horizonte de un suburbio.
La pampa es un formidable escenario
natural, una musa perpetua de los artistas argentinos y la viva imagen
de la inmensidad autóctona. Los pocos elementos que se erigen sobre un
eje vertical, se aprecian como brotados de la propia tierra. La madre
naturaleza, el origen del barro que nos da vida, se llama pampa. La
naturalidad con que vemos su geografía reside, al parecer, en su natural
calidad de indomable océano que nunca se desborda.
Las parvas de Malharro y de Silva
atisban, sin embargo, un engaño al ojo que deriva en un malentendido
fundacional. Las parvas no son naturales, sino efecto de la mano del
hombre: son cultura. Agricultura, para ser más específicos.
Miremos con más atención: ese paisaje
rural dominado por verdes, azules y blancos -volveremos sobre los
colores más adelante- está poblado de elementos no-naturales que se
mimetizan con los autóctonos en la mente del observador: molinos,
tanques australianos, tendidos eléctricos, rutas (cintas grises que
transportan al observador sin que se percate de su existencia), silos,
alambrados, simétricas plantaciones de cereales, y tantos más.
Sin embargo, ante la vista de la pampa
que nos brinda un viaje por cualquiera de sus rutas, su grandiosidad se
impone frente a cualquier otra consideración. Y es tan fuerte su
presencia que los artistas que a ella se refieren, suelen atribuir la
presencia de estos elementos no-naturales a la fecundidad de la tierra.
Santos Vega pide: “…entiérrenme en campo verde, donde me pise el
ganado”, remitiendo el pensamiento a vacas que crecen solas, como los
arbustos que ornan el campo pampeano.
Borges nos advierte en forma velada
sobre la no-naturalidad de algunos elementos: ”Yo sé que te
desgarran surcos y callejones…”, pero será Atahualpa Yupanqui quien, con
pocas y efectivas palabras, nos devuelva al terreno de la racionalidad.
Donde los tradicionalistas ven naturaleza, Yupanqui observa y denuncia
lucro y explotación: “Las vaquitas son ajenas”. Cada vaca tiene un
precio y no nace de la entraña de la tierra sino del esfuerzo y
sacrificio de quienes, al final del día, se quedan con las penas,
mientras otros disfrutan de su producido: “Unos trabajan de trueno y es
para otro la llovida”.
Ya lo sabemos.
Pero el molino, la parva y el silo no
nos producen extrañeza. Están ahí desde la primera vez que salimos a la
ruta 2. El silo es, a la vez, opaco y brillante: opaco en cuanto oculta
su contenido, brillante en cuanto torre de metal que refulge al sol. El
silo es parecido a la torre de un castillo de hojalata, como uno
medieval, europeo, pero precario, sin la dureza y la altivez de la
piedra. Pobre silo, qué princesa de latón dormirá en tu interior…
Ninguna pobreza y ninguna princesa: esos
silos han contenido, desde el principio de la Patria, la riqueza del
terrateniente y el hambre del peón. Han pagado, con su vientre lleno de
tesoros, los viajes a Europa con la vaca atada. Han pagado el vaso de
leche del pequeño viajero de apellido patricio, que volverá a estudiar a
Francia ya hecho un joven, y que cantará bellísimos poemas a la pampa.
Versos que serán de lectura obligatoria entre los niños argentinos, para
que el hijo del inmigrante aprenda a amar a esta tierra fecunda que
blablabla, y para que el niño argentino blablabla también.
Tantos años de cantinela no pasan sin dejar huella: todo parece natural en el campo argentino.
Hasta que irrumpe la silobolsa.
¿Qué
hace esa gran oruga blanca de plástico descansando cerca de la verde
verdosidad de la patria argentina? Esa pincelada rigurosa, de bordes
definidos y que se destaca del contexto, no es una presencia simpática,
porque está llena de granos escamoteados a declaraciones. No nos irritan
la extensión de las propiedades, el alambrado, el eufemismo de
“hectárea” para lo que conocemos por “manzana”, el molino o el tanque
australiano, pero sí la silobolsa, que en definitiva es una
reformulación de la vieja torre de almacenamiento. La silobolsa emerge
en la geografía de la pampa en el preciso momento en que su propia
naturalidad está en cuestión. La silobolsa se burla de nosotros con su
sola presencia: rompe con el contrato que el observador había
establecido con la llanura, se independiza y como el cuadro de Magritte
que retrata una pipa y lleva escrita la frase “Esto no es una pipa”, la
silobolsa nos dice “Esto no es la naturaleza, esto es dinero”.
El paisaje pampeano se define por una
sucesión de capas horizontales de colores fríos: tonos verdes, celestes y
blancos que, a despecho de la teoría del color, no alcanzan para darle
frialdad a la imagen. Tal vez el cerebro asocie lo que ve al
significante “templado” con el que se designa el clima de la región. Si
el paisaje verde, celeste y blanco fuera de pinos, cielo y nieve,
funcionaría de manera diferente. Sin embargo, la silobolsa blanca aporta
frío a la escena: no sólo no parece bañada con la cálida luz solar,
sino que su material resulta exótico al contexto “campo”.
Fría y plástica, su desubicación nos
revela su presencia y significado: no habla de patria, fecundidad o
folklore, sino de dinero, de ajenidad y de exclusión. Cambia, por
cercanía, el sentido que históricamente la tradición más rancia le
otorgó al campo. No habla de la comida de todos sino de la riqueza de
pocos.
En algunos años, la silobolsa convivirá
dócilmente con el paisaje campestre. Habrá pinturas que la incluyan, su
horizontalidad le permitirá mimetizarse con la llanura, el plástico no
resultará intruso. Quizá algún Yupanqui futuro le señale a sus
contemporáneos que los granos son ajenos.
Como las vaquitas y la llovida.
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