Para muchos del oficio, ser considerado el peor periodista del año no es un honor, salvo que ese deshonor se convierta –por la magia de quien otorga la nominación- en un verdadero honor. Orlando Barone fue considerado el peor periodista del año 2009 nada menos que por la revista Noticias, el pasquín sensacionalista de Jorge Fontevecchia, empresario mediático, propagandista de las peores acciones de la última dictadura cívico-militar y cómplice inclaudicable de las operaciones de prensa de los medios opositores. Por eso, que ese medio lo considere ‘el peor’ debería ser un orgullo para él y lo ubica en un sitial honorífico en el podio afectuoso de los que formamos parte del colectivo K.
“K, letra bárbara. Periodismo sucio y público sublevado” es el nuevo libro que el experimentado periodista ha puesto en nuestras manos como disparador reflexivo de una profesión que en los últimos tiempos ha dado mucho que hablar. Barone rompe con un molde, con un lugar común, aquél que reza que con el paso de los años nos volvemos conservadores. Por el contrario, desde el conflicto con los patricios sojeros Orlando rompió los lazos con los grandes medios -los que sin dudar patean toda estabilidad que los perjudique- y re planteó su carrera desde un nuevo lugar, en el que se dedica a señalar las confabulaciones mediáticas y el servilismo político. Desde el programa de la TV Pública 678 adquirió una notoriedad que lo separa de los notables y lo mezcla con las multitudes, con las que se siente más identificado. De grande, se ha vuelto rebelde y como un adolescente ‘crecidito’ dispara sus críticas cargadas de ironía hacia los que utilizan la profesión para proteger y entretener al amo y ganar su confianza, a costa de mentir, asustar, malhumorar y angustiar al público.
Como no podía ser de otra manera, el libro comienza con un interesantísimo análisis de una letra con poco rating en el diccionario, la ahora tan famosa K. “Para nuestra lengua –dice Barone- la letra ‘k’ era un signo rígido y duro y casi desempleado. Pero hoy tiene empleo estable y de ser una incógnita pasó a ser una certeza”. También analiza la manera en que la letra fue explotada por los medios que hoy reconocemos opositores para marcar algo despreciable. Los radicales K eran menos radicales que los radicales no K. Las leyes K son menos leyes que las otras. Pero, gracias a los logros y por impulso colectivo, esa letra pasó del desprecio, del niguneo y la degradación mediática a convertirse en un sello de calidad o Kalidad, como se prefiera. Y esta transformación semiótica “no es por el viento de cola sino por el timón, el timonel, los tripulantes y la meta, que el crónico encallamiento es hoy navegación excitante”. Pero la revalorización del signo también es mérito de los opositores a los que “les sobra el abecedario pero se quedan mascullando alrededor de esa sola que los aglutina en el rechazo. No conciben –ni reaccionan- que ese ‘anti’ los ata a la K y que la agiganta”. Y una idea que se desprende de esta frase es que mientras más se la demoniza, más sublime, más potente se vuelve.
Pero retrocedamos un poco en el libro y volvamos al prólogo, en el que el autor se pregunta “¿cómo escribir sobre el barro desde dentro del barro?”. Y en eso, Barone se equivoca. Desde el momento en que reconoce que se está en el barro, ya se empieza a emerger. En su caso, comenzó a sacudirse el barro cuando renunció al diario La Nación el día de su cumpleaños en 2008, como cuenta en el final del libro, a través del texto con el que se despidió de la “Tribuna de Doctrina”. Eso es desembarrarse, señor Barone. Entonces, no habla desde el barro sino limpiamente sentado a la orilla de la ciénaga.
Su caso, según él mismo cuenta, “es el de un perro entrenado por sus dueños para cuidarlos de los enemigos que le señalan y que un buen día se da cuenta que también tiene que desconfiar de aquellos que lo han adiestrado”. Todo el libro está atravesado por la experiencia del despertar, del reconocer que estuvo del lado equivocado. Y sus transformaciones profesionales no se produjeron por la plata –como ladran los perros entrenados- sino por la identidad y la convicción, palabras alejadas del entendimiento de los perio- distas “independientes”.
Desde hace unos años, los espectadores sienten estar ante una guerra entre el gobierno y los medios, o al menos es lo que denuncian los periodistas que están atrincherados en el bando más poderoso. “Si hay una guerra –escribe Barone- es la de los medios hegemónicos contra la sociedad, no contra el gobierno”. En efecto, hasta muchos de los lectores de esos diarios son bombardeados por misiles informativos que tienen más que ver con fantasías, deseos, amenazas o aprietes que con hechos de la realidad.
El veterano periodista reivindica su pertenencia al programa 678, el “de la ‘mierda oficialista’ que me incluye” porque “desenmascaró el baile de máscaras”. Y se detiene a hablar de la canción creada por Carlos Barragán, precisamente el de “La mierda oficialista”. “La canción –comenta Barone- nació y creció como si el autor no hubiera sido Barragán sino todos los millones de pasajeros del colectivo popular argentino”. Y por supuesto, dedica algunas páginas para hablar del emperrado enemigo del programa, el periodista Jorge Lanata, que de tan enfurruñado que está ahora ladra incoherencias desde medios españoles. Orlando construye una brillante frase que engloba –si es posible más- a la figura de Lanata: “tan afecto a estar a la vanguardia, se ha anticipado tanto que de pronto, sin quererlo, está a la retaguardia”.
Uno de los mejores capítulos del libro es el titulado “Que Dios no los escuche”, en el que comienza con algunas definiciones sobre ideología y termina con la enorme y dolorosa hipocresía de las denuncias respecto de la pobreza. Con mucha ironía, da algunas recomendaciones antes de encarar en público semejante tema. “Se podrían aplicar una serie de requisitos –dice- no pronunciar la palabra ‘pobre’ con la boca llena (al menos esperar a ingerir el bocado) ni menos con el estómago saciado…”. También cuestiona el uso mediático y político de la palabra ‘pobreza’: “la oposición la usa impúdicamente. Sabe que por más que haya un Estado protector y preocupado nunca va a faltar un indigente o un pordiosero echado entre jergones que les dé letra para hacerse los indignados filántropos”. Y relatando una crítica del escritor Jonathan Swift: “no los inquietaba el origen de la miseria, de la que eran sus causantes, sino que los asqueaba estar obligados a aguantar esa lastimera estética de niños sufrientes”.
“K, letra bárbara” está cargado de reflexiones para los que ya son periodistas, los que recién empiezan o los que quieren serlo y para aquellos que son víctimas cotidianas del bombardeo des-informativo. Y, como toda reflexión, origina preguntas que llevan a otra reflexión en un infinito que conduce al autor a comenzar de nuevo en una profesión en la que ya lleva cuarenta años. Para los lectores es un recorrido encantador, vigoroso, entretenido por los últimos años de una forma de hacer periodismo que, en breve, habrá de terminar. Pero vendrá otro, como el título del libro anticipa, si el público se sigue sublevando.
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