Por Juan Gabriel Tokatlian
Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Di Tella.
Varios motivos parecen explicar la solicitud de una conversación con la reelecta presidenta Cristina Fernández por parte del presidente Barack Obama en el marco del cónclave del G-20 que se celebra esta semana en Francia. Algunas razones se desprenden del entorno internacional, regional e interno que enfrenta Estados Unidos en esta coyuntura. Por un lado, la gradual pérdida de influencia relativa de Wa-shington lo empuja a buscar más aliados que hoy identifican sus intereses materiales en Asia más que en Occidente, al tiempo que el aumento de su debilidad y el desgaste de su credibilidad lo conducen a incrementar el nivel de consulta, al menos frente a determinados temas globales.
Por otro lado, la situación regional resulta cada vez más compleja para Estados Unidos. El avance del narcotráfico y el crimen organizado en México ha hecho que Washington localice en su vecino un nuevo epicentro de la “guerra contra las drogas”, lo cual ha incrementado la intervención estadounidense en los asuntos internos mexicanos, ha fragilizado aún más la gestión del presidente Felipe Calderón y ha conducido a un notable repliegue de México respecto de los asuntos mundiales y hemisféricos. Brasil, el poder emergente de la región, y al que Washington ha confiado un rol moderador y responsable –entendiendo la moderación y la responsabilidad como conductas que refuercen objetivos globales y zonales de Estados Unidos—, no parece haber desplegado en los últimos dos años una conducta compatible con las expectativas de la Casa Blanca. De hecho, y durante el último bienio que Brasil ha estado en el Consejo de Seguridad de la ONU, el país ha procurado un papel más autónomo y diferenciado con relación a Estados Unidos. En temas como Irán, Libia, Siria y Palestina, entre otros, Brasilia no sólo no ha acompañado a Washington, sino que se ha opuesto mediante una diplomacia de alto perfil.
Ni Venezuela –con el presidente Hugo Chávez, que impugna usualmente el liderazgo mundial y regional de Estados Unidos– ni Colombia –con el presidente Juan Manuel Santos, que se ha acercado a Sudamérica en ciertas cuestiones– parecen contrapartes que faciliten la interlocución de Washington con el área. El peso específico de países como Perú y Chile no alcanza para que Estados Unidos procure, en la segunda parte de la administración Obama y ante la nominación de una nueva subsecretaria de Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado, Roberta Jacobson, un eventual relanzamiento de las relaciones interamericanas. A su vez, la imperiosa necesidad del voto de los latinoamericanos en la próxima elección presidencial en Estados Unidos está llevando al presidente Obama a desplegar una más activa y propositiva acción de cara a esos electores: todo acercamiento a la región puede ser, potencialmente, un gesto valorado por votantes latinos seriamente perjudicados por muchas medidas adoptadas a nivel estadual y federal.
Paralelamente, un conjunto de consideraciones del ámbito bilateral puede justificar la invitación al diálogo que Cristina y Obama tendrán en Cannes. El estado de los vínculos entre los dos países está atravesado por coincidencias y divergencias. Ahora bien, entre las primeras están las que son el resultado de convicciones mutuas, las que son producto de necesidades recíprocas y las que emergen por conveniencia para ambos. El abanico de coincidencias cubre aspectos estratégicos para los dos –por ejemplo, la no proliferación nuclear, la estabilidad regional, la recuperación económica global y la superación del terrorismo—, aunque ello no implica que Buenos Aires y Washington compartan siempre los métodos de aproximación a los asuntos. También hay coincidencias parciales –por ejemplo, el papel de las misiones de paz en el marco de Naciones Unidas, la regulación de los mercados financieros, la promoción de los derechos humanos y la solución pacífica de las disputas– en las que hay en juego valores e intereses, algunas veces concurrentes y otros en controversia. Existen coincidencias naturales –por ejemplo, el que en ambos países esté claramente delimitado por ley el campo de la defensa externa del de la seguridad interna– que, sin embargo, conducen a fricciones, tal el caso del incidente de la valija militar de este año. Por último, hay coincidencias coyunturales (por ejemplo, ambos Ejecutivos pueden compartir la oportunidad de una negociación del país con el Club de París).
Se puede confeccionar, asimismo, una lista de divergencias, algunas significativas, otras tácticas y aún otras simbólicas. No obstante, la mano tendida de Washington no apunta a remarcar, al menos en esta hora, las diferencias. Como lo señaló la secretaria de Estado, Hillary Clinton: “Sé lo importante que es nuestra relación entre Estados Unidos y la Argentina y me alegra que, dejando de lado las dificultades que hemos tenido, podamos empezar a mantener un diálogo continuo, porque ciertamente es importante que renovemos nuestro compromiso con una relación fuerte y exitosa”.
No obstante todo lo anterior –lo que sucede globalmente y el nivel de coincidencias bilaterales—, resta el interrogante: ¿y por qué el gesto de Obama ahora y no cuando anunció su periplo de marzo de 2011 por América latina? Lo esencial, a mi entender, es el reciente resultado electoral en la Argentina, mediante el cual fue reelecta Cristina Fernández. Washington –como cualquier otra potencia– entiende que la política genera hechos que no pueden desconsiderarse en razón de posturas dogmáticas y que la debilidad del otro puede ser fuente de desatención o desdén, pero no así el fortalecimiento relativo de la contraparte. Estados Unidos comprende que en algún momento debe reencauzar relaciones, aun con aquellos que no lo abrazan a plenitud en todos los temas y todos los escenarios. En 2003, Néstor Kirchner llegó al gobierno con el 22 por ciento de los votos; en 2007, CFK ganó su primera presidencia con el 45 por ciento de los votos; el 23 de octubre pasado obtuvo el 54 por ciento de los votos. La secuencia 22-45-54 es demasiado trascendente como para ignorarla. Obama lo comprendió. Ojalá Cristina entienda que tiene la oportunidad de usar la ocasión del diálogo bilateral para subrayar los puntos en común y la necesidad de una nueva agenda más sofisticada. Quizás, y ése puede ser un gesto interesante, la Presidenta lo invite a que si en 2012 Obama planea otro periplo por la región, entonces venga a Buenos Aires, algo que bien pudo haber hecho este año.
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http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-180218-2011-11-01.html
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