Por Juan Carlos Chaneton
La opción que parece vislumbrar para la civilización occidental la presidenta de la Nación en materia de organización económica y social es “anarco-capitalismo financiero” o “capitalismo en serio”. Tal dicotomía surgió –nítida y explícita- del discurso que Cristina Fernández de Kirchner pronunció frente a los jefes de Estado del G-20 en la cumbre celebrada en la ciudad francesa de Cannes a principios de noviembre de 2011.
En puridad de verdad, el concepto de capitalismo ordenado, equitativo, democrático, con libre competencia y sin monopolios, que privilegia la dimensión productiva por sobre la especulación y que organiza el mercado al tiempo que impide el caos que resultaría de la hegemonía sin frenos del capital financiero y que, por ende, garantiza la distribución y, con ella, la inclusión de vastos sectores de población impedidos de satisfacer necesidades básicas como alimento, vivienda, empleo seguro, educación y salud; la idea de un capitalismo así –decimos- esto es, benéfico y armónico a un tiempo, y con el Estado como actor económico sustantivo, no es nueva.
La historia de la humanidad occidental ya conoció un capitalismo de este tipo. El punto es saber si podemos retroceder para recobrarlo. Se trataría de una ucronía perfecta porque, ¿qué sería de nosotros hoy si la acumulación de riqueza en base al mercantilismo colonial de los siglos 18 y 19 no hubiera sido sustituida por la acumulación de capital basada en la revolución industrial sino por la sociedad sin clases que entrevió Marx?
Y el punto Jonbar de esa ucronía nos mostraría a Adam Smith publicando “El Capital” en 1776 y no a Marx haciéndolo en 1867.
Si así hubieran sucedido las cosas, ¿estaría hoy la humanidad en el lugar y en el estado en que se encuentra? Como se sabe, la ucronía fue inventada en el ámbito de la física pero se la apropió, luego, la literatura de ficción.
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En el corpus teórico de genealogía marxista que el lánguido río del tiempo ha venido decantando a lo largo de su moroso discurrir, el tema de la existencia o inexistencia de “leyes” históricas que explicarían el desarrollo del acontecer humano ha sido objeto de debate.
Así, Adorno y Gramsci -que reclamaban para sí la calidad de marxistas- se han pronunciado, cada uno a su tiempo, por su inexistencia. Y el punto relevante en este asunto es que, si existen tales leyes, la consecuencia es que cada etapa nueva a que accede el capitalismo en su proceso de desarrollo es necesaria y no contingente, adviene a la realidad no por la voluntad de los individuos sino por “automatismo” histórico y, por ende, no puede, dicha etapa, volver atrás, desdecirse como etapa y regresar a su antecedente histórico inmediato.
Si, por el contrario, y como postulaban los dos autores recién mencionados, no hay leyes que rijan el desarrollo de los asuntos humanos y el arbitrio individual juega un papel determinante en la aparición de los disímiles precipitados históricos que se van sucediendo, nada obstaría, entonces, a que un grupo dominante en una sociedad dada opte, en un instante, por un proyecto de desarrollo económico, político, social y cultural; y que -más adelante y por las razones que fuere- esa misma élite dirigencial (u otra que la suceda) decida elegir otro camino incluso diametralmente diverso al que venía recorriendo. Los EE.UU. o Europa, por ejemplo, podrían pasar, así, del capitalismo financiero actual al que regía en la segunda posguerra basado en el relato keynesiano.
Sería posible, entonces, que el capital financiero mundial que se ha adueñado del mundo y que aspira a perdurar en ese carácter mediante el uso de la guerra, volviera sobre sus pasos, en un momento dado, y su dirigencia comenzara a tomar medidas que llevaran a esta sociedad global hegemonizada por las finanzas a reconvertirse y devenir un sistema mundial de libre competencia donde actores más chicos -pero con mejor concepto de la democracia como valor moral- se hicieran cargo de la economía mundial en particular y de los asuntos humanos en general y comenzaran a practicar un capitalismo en serio, es decir un capitalismo que produce riqueza y no se entrega a la especulación, a la explotación de mano de obra asalariada, al robo de los recursos naturales de otros países y a la guerra como tecnología predatoria.
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Esto no es posible. Quiero decir que concebir la posibilidad del regreso a modos menos salvajes de explotación capitalista es trasladar el romanticismo a la política.
No entraremos en el detalle pormenorizado de las opiniones de Gramsci, Adorno, Horkheimer y la Escuela de Frankfurt sobre el punto en análisis. El punto en análisis reside en saber si hay o no hay “leyes de la historia” y quien esto escribe supone, después de últimas indagaciones, que sí, que las hay, y a esa conclusión lo ha llevado una vida de humildes observaciones, lecturas, reflexiones e intentos casi angustiosos de aplicar el sentido común como guía para la comprensión de lo que, in fact, aparecía como the unattainable, esto es, de lo que, en los hechos, aparecía como lo inalcanzable. Preguntaráse, el azorado lector, acerca del porqué de tanto anglicismo; pregunta esperable, por cierto, sobre todo en un país donde “los periodistas leen cada vez menos y quieren opinar cada vez más” (Roberto Caballero dixit). Y la respuesta al acucioso interrogante no hay que buscarla sino en el acendrado sentido de lo lúdico que guía esta prosa profana, ya que en la variación está el gusto y en la mismidad sin accidentes encuentra su hogar el tedio. Sigamos.
La ley, en este caso, que ha determinado, en la historia de los entuertos humanos, la aparición sucesiva del modo de producción primitivo y clánico y, sucesivamente, de la sociedad esclavista, feudal y capitalista, es la ley que vincula fuerzas productivas-relaciones de producción.
Esta es la “ley” más relevante para el tema de esta nota. La colisión entre fuerzas productivas y relaciones de producción siempre ha parido un nuevo tipo de organización social. Esto significa que se puede producir más y vivir mejor porque las fuerzas productivas (la ciencia, la técnica, etc.) lo permiten; pero se vive igual o peor porque hay propiedad privada de los medios de producción.
Si a este diseño modélico lo trasladamos a la realidad nos encontramos con que el capitalismo es una sociedad que, a diferencia de todas las sociedades de clase que lo han precedido, tiene una capacidad de diversificarse a sí mismo de la cual carecían las anteriores.
La relación Metrópoli-colonia estaba dominada por el mercantilismo, es decir, por el capital comercial. Luego será hegemónico el capital industrial. De la fusión del capital industrial con el capital bancario surge el capital financiero, que pronto se vuelve dominante. Hoy estamos en una etapa del desarrollo de la sociedad humana en la que el capital financiero, arribado a su atardecer, ha devenido salvaje en las formas hasta el punto de que la guerra es un insumo indispensable para su reproducción.
No es posible retroceder, ahora, hacia formas capitalistas pretéritas. Lo impiden las leyes de la historia que, como dice Marx, son necesarias e independientes de la voluntad del hombre.
Aquí, entonces, aparece un problema. Es este: ¿qué hay de la voluntad individual? El arbitrio humano, ¿no interviene para nada en los acontecimientos históricos? Veamos qué dice Engels al respecto.
“La historia se forma de manera tal que el resultado final surge siempre del conflicto entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales a su vez es producida por una cantidad de particulares condiciones de vida; hay, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan, un grupo infinito de paralelogramos de fuerzas, de los cuales deriva un resultado –el acontecimiento histórico- que a su vez puede ser considerado como el producto de una potencia … inconsciente e involuntaria.
“Pero aquello que cada individuo quiere, es impedido por los otros, y lo que resulta es cierta cosa que ninguno ha querido (dest. ntro.) De este modo la historia transcurre hasta ahora como si fuera un proceso natural.”
La cita corresponde a la polémica epistolar que Marx y Engels libraron, más de una vez, con el socialista francés Lasalle, y es citada por Gramsci en sus “Cuadernos”.
Sigue diciendo Engels en la misma carta: “…los hombres hacen ellos mismos su historia, pero… no con una voluntad general ni conforme a un plan general… Sus aspiraciones se contradicen; y en cada sociedad prevalece por tanto la necesidad, de la cual la accidentalidad es el complemento y la forma de manifestarse. La necesidad, que se impone a través de cada accidentalidad, es a fin de cuentas, la necesidad económica.”
De aquí se sigue que cada decisión o pensamiento individual es personal. Pero el resultado final que aparece como fenómeno histórico no es el producto de la voluntad de ningún individuo sino, más bien, un vector resultante de la colisión de diversas voluntades que, por obra de esa colisión, devienen hecho histórico “no querido por nadie” pero al cual todos contribuyeron.
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En el capítulo XIII del tercer y último volumen de El Capital, Marx expone y explica la “Ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia”. La ecuación c + v + p= Co, donde c = capital constante; v = capital variable; p = plusvalía; y Co es igual a composición orgánica del capital, le permite, mediante un ejemplo, dar cuenta de que la ganancia de las empresas tiende siempre a disminuir y que, para evitar la quiebra, es preciso o bien reducir v (salarios), o bien aumentar p (plusvalía).
En la economía real (el “capitalismo en serio”) esta manipulación encuentra el límite infranqueable del conflicto social y de la consiguiente ingobernabilidad de los países. Con la aparición de la cibernética y la informatización de las operaciones bancarias y bursátiles, el capital puede huir de la economía real (donde tiende a perder) e instalarse en la “economía financiera”, donde podrá eludir la ley de hierro de la tendencia descendente de la ganancia.
Todos hemos aprendido que el negocio financiero, de plaza a plaza, es decir, de país a país, formalizado en segundos, puede rendir cientos y aun miles de millones en divisas fuertes. Y si no, allí está el ejemplo del timbero mayor del universo, George Soros, que una vez apostó contra la libra esterlina y la hizo pedazos, esto es, dejó nada menos que a la “Corona” sin moneda, ante lo cual dio marcha atrás y dijo que sólo estaba jugando un ratito, pero que de ningún modo pretendía cobrarle al Reino Unido lo que éste le había pasado a deber, porque si ese hubiera sido el caso el Reino Unido -con Malvinas incluidas- en este momento sería propiedad de Soros.
Como conclusión provisoria se van dibujando algunas semicertezas:
1) la historia no puede ser manejada al antojo de los individuos, por mucho que sea el poder de que éstos disponen.
2) las acciones personales son voluntarias pero los acontecimientos históricos constituyen un vector-resultado de un haz de fuerzas que concurren en un punto y que se refracta en un hecho o en hechos no queridos en su totalidad por nadie.
3) la “historia” resulta, así, un proceso con dinámica y automatismo propios. El capital sólo concurre donde puede reproducirse en escala ampliada como tal capital pues, de lo contrario, se estanca y retrocede y ello lleva a la quiebra cualquier emprendimiento.
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Hay un modo de salirle al cruce a las crisis capitalistas. Esto sí es posible. Pero se tratará de políticas públicas que sólo serán útiles para conjurar los peligros durante una etapa, es decir, nunca serán aptas para volver el sistema hacia etapas pasadas de su desarrollo.
Por caso, la primera noticia de un desiderátum parecido al que describió la presidenta argentina en Cannes (pasar de un tipo de capitalismo a otro) viene desde la época de la crisis de los años 1929-1930. Como se sabe, aquélla fue una crisis de superproducción que impedía el desarrollo de las fuerzas productivas porque una parte de la producción total del sistema se hallaba en el mercado bajo la forma de oferta de bienes y servicios que nadie demandaba precisamente porque el contexto general era de sobreproducción, es decir, había en circulación más mercancías que las que los consumidores necesitaban. Y los productos que no estaban en el mercado a la espera de ser demandados se abarrotaban en los escaparates de las fábricas bajo la forma de stocks sin precio y sin futuro de realización como mercancías, o sea como objeto que se produce para la venta (para el cambio), que eso es la mercancía.
Sin embargo, aquel “new deal” (así se llamó a las políticas anticíclicas que implementó el presidente estadounidense Roosevelt para salir de la crisis) fue pasajero. Restablecida la dinámica capitalista D-M-D (una masa de Dinero compra Mercancías y las vende para hacer más Dinero), el sistema capitalista mundial siguió su proceso de concentración y debió expandirse hacia nuevos mercados. Fue necesario contar con instituciones que sirvieran al cometido estratégico de la hegemonía global de los EE.UU.
Estas instituciones alumbraron en el año 1944 en New Hampshire (FMI) y en Washington (Banco Mundial) y ambas devinieron instrumentos para el endeudamiento de los países que, de ese modo, garantizaban los saldos favorables que el capital financiero requería para seguir funcionando.
Hasta 1970, el dólar circulaba en todo el mundo respaldado por el oro. En ese año, el presidente yanqui Nixon suprimió esta “regulación” y el oro ya no garantizó más al dólar que, de ese modo, se erigió en moneda única mundial para las transacciones y esa moneda era (y lo es todavía) emitida por los EE.UU.
El colapso del campo comunista y la revolución cibernética convirtieron al sistema-mundo en un mercado único en el cual las transacciones financieras pasaron a reemplazar a la economía productiva de bienes y servicios como fuente principal de la ganancia capitalista, como ha sido dicho más arriba.
La semilla de la crisis estaba, así, sembrada nuevamente. Pero ya no se trataba de crisis de superproducción de mercancías sino de ganancias artificiales en papeles sin sustento alguno en la economía real. Las instituciones bancarias comenzaron a quebrar (aun cuando parecían invulnerables a cualquier ciclo negativo) ya en 2002 (Enron) y en 2008 (Lehmann Brothers).
Hoy son los propios Estados Unidos los que muestran cifras, en todos los órdenes, que fundan un solo y único diagnóstico: crisis estructural del sistema. Y los “indignados” han hecho saber que quieren ir más allá.
Europa, por su parte, impone el ajuste en Grecia y en Italia. A España le espera lo mismo. La crisis la debe pagar el capital variable (salarios); lo cual aumenta la plusvalía, es decir, el trabajo no pagado. Esto es lo mismo que decir que los gobiernos europeos se aprestan a despedir masivamente, a reducir salarios, a recortar gastos en salud y educación, a extender la jornada laboral y la edad para jubilarse y a aumentar la productividad (producir más con menos trabajadores).
Pueden perder los trabajadores. Pueden perder los pueblos. Los que no pueden perder son los bancos.
¿Qué esto pone en riesgo la democracia? Es cierto lo que afirmó la presidenta Cristina. Pero no hay que olvidar que un objetivo estratégico del programa de Mont Pelerin (allí nació el credo neoliberal) es, precisamente, abolir los estados nacionales y marchar hacia un gobierno mundial. Loca utopía pero será mejor que no la pensemos como ucronía porque el escenario que se dibujará en nuestras mentes será el del horror sin salida a la vista. Cristina les habló a los banqueros del mundo como si para ellos la democracia fuera un valor político o moral y ellos no tienen más política ni más moral que hacer dinero.
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Otro modo no por cierto de volver hacia etapas pretéritas del capitalismo sino de salirle al paso a los planes demenciales del neoliberalismo se halla expuesto ante nosotros, espectadores privilegiados, en nuestro propio país y, con sesgo anticapitalista, en Bolivia, en Ecuador y en Venezuela. Desde luego que también incorporamos a Cuba a esta honorable lista por cuanto esa isla es, para nosotros, vanguardia en la lucha antineoliberal, antiimperialista y anticapitalista, malgrado las diferencias de momento histórico en que irrumpe, en América Latina, la revolución cubana.
En Argentina, la intervención sistemática del Estado como factor regulador necesario del mercado puso en pie nuevamente al aparato productivo luego del desmantelamiento al que lo habían sometido las políticas neoliberales del período anterior. Esta regulación estatal no es, ciertamente, planificación socialista -como grazna, a veces, la derecha- sino que ha significado, básicamente, dos cosas, una de ellas positiva y justa con toda evidencia, en tanto la otra despierta algunos interrogantes en cuanto a su eficacia disciplinadora del poder económico y financiero concentrado.
La primera es la consolidación de la política en el puente de mando del país con su epifenómeno: el disciplinamiento de las corporaciones y su obligación de jugar en el marco de unas reglas provistas y garantizadas por el propio poder político del Estado.
El segundo aspecto de la intervención estatal en la economía general del país es la regulación de los mercados, en particular, la de los mercados financieros. Decir “mercado” es aludir a una determinada relación de fuerzas sociales en una determinada estructura del aparato de producción, como sostenía Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel. Esa relación de fuerzas sociales en que consiste el “mercado” está garantizada, desde el origen mismo de la formación social argentina, por una superestructura jurídica, política y cultural. El proyecto en buena hora nacido en 2003 y que continúa hasta hoy ha procurado ir desmantelando, donde ha sido necesario, aquella superestructura que consolidaba y reforzaba un mercado profundamente injusto y dañino para el país y lesivo de la soberanía nacional. Y no le ha ido mal en el intento. Diríamos que a los argentinos no nos ha ido mal sino mejor desde 2003 hasta hoy.
Por caso, la última corrida contra el dólar de los grandes derrotados del 23 de octubre último ha sido neutralizada por el gobierno. Pero los que compran dólares a mansalva con el objeto de drenar divisas del Banco Central y así debilitar el modelo siguen comprando porque tienen poder para hacerlo. Son los grandes jugadores internacionales con filiales aquí.
En este punto, pareciera que la intervención estatal, si se limita a la “regulación”, podría resultar insuficiente.
Si ante un apabullante traspié electoral los mercados lo ignoran y continúan con sus intentos desestabilizadores ello está significando que todavía no se les ha pegado donde les duele. Y la ecuación a despejar consiste en aislar la respuesta a este interrogante: ¿cómo se les pega cuando no existe relación de fuerzas favorable, en el mundo, para tal cometido?
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En nuestra última nota para nos-comunicamos, titulada El “cambio de régimen” en América Latina, decíamos: “…Resistencia civil mundial al funcionamiento del sistema financiero internacional. Ese solo punto debería agotar todo el programa. Apuntemos al corazón del sistema y disparemos”.
En el suplemento económico del diario porteño Tiempo Argentino, en su contratapa, Federico Bernal firma, el domingo 13/11/2011, una nota en la que consigna: “…Un solo y estratégico lema comienza a imponerse en las manifestaciones, pancartas y expresiones del movimiento Occupy Wall Street: «Soberanía significa tomar el control de nuestro dinero»”. Apuntan, así, al corazón del sistema. Y… ¿dispararán?
Se trata de un paso importante en el camino de poner en caja al sistema financiero. Pero sólo la resistencia masiva a nivel mundial, medida en cientos de millones de personas, podría lograr objetivos en este sentido. La expresión “poner en caja” significa regularlo, controlarlo, fijarle límites. No decimos expropiarlo o confiscarlo. Para eso hay que tener poder político. Pero tan solo la fijación de normas a actores que son dueños de todo el dinero del mundo y también de las armas y de los medios de comunicación resultaría, a lo que parece, tarea ímproba.
No podemos optar por un capitalismo “humano” por oposición a uno “salvaje”. El capitalismo financiero actual es una excrecencia inmoral que nació de otra inmoralidad, como es el robo del esfuerzo no pagado mediante la explotación del trabajo asalariado. Esto ocurría cuando había capitalismo de “libre competencia”.
Y aquella excrecencia no sólo no quiere sino que no puede volver atrás. La sociedad humana tiene “leyes” que la rigen y la dictadura terrorista mundial del capital financiero es la etapa final del capitalismo como sistema; y el único límite que puede encontrar el funcionamiento de esas leyes es la destrucción de su base material, es decir, la destrucción de la vida en el planeta. Es lo que hará el capital financiero.
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De modo que la desregulación financiera dispara una crisis que tuvo lugar, primero, en la economía real. Las fuerzas productivas de esta economía real se atascaban y amenazaban cesar su crecimiento. Las operaciones financieras, entonces, aparecieron como deus ex machina que posibilitaba que los balances de las empresas dieran positivo aunque la economía real no creciera. Por eso decimos que la crisis no es financiera sino, en primer lugar, económica. Y que la desregulación financiera era el único recurso a mano para neutralizar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia de la economía real.
No estamos ante decisiones equivocadas tomadas por hombres malvados sino ante la inexorable dinámica de funcionamiento del sistema capitalista mundial. Ante ello, resulta una imposición de la lógica y del buen sentido apoyar los procesos que las masas de Latinoamérica están sosteniendo junto a sus gobiernos progresistas, populares y defensores de la soberanía nacional. Son obstáculos a los designios criminales del neoliberalismo que pugna por regresar. No cejará en sus intentos. En el caso argentino, la “reacción thermidoriana” está en los genes de nuestra historia como Nación. Veamos. Un año y cinco meses antes de fusilar a Dorrego, uno de los autores intelectuales del infame crimen, el unitario Julián Segundo de Agüero, le decía al recién elegido presiente de la Nación Vicente López y Planes: “…nuestra caída es aparente, nada más que transitoria. No se esfuerce usted en atajarle el camino a Dorrego; déjele usted que se haga gobernador; que impere aquí como Bustos y como López en Córdoba y Santa Fe: tendrá que hacer la paz con el Brasil… Pero sea lo que fuere, hecha la paz, el ejército volverá al país, y entonces veremos si hemos sido vencidos”. Dorrego fue fusilado el 13 de diciembre de 1828.
Un razonamiento parecido expuso aquí la oligarquía vacuna, en 1928, cuando Yrigoyen ganó por segunda vez; en 1952, cuando el que ganó por segunda vez fue Perón; y en 1973 cuando el ungido fue Cámpora.
¿Puede volver a pasar? En la Argentina es posible. En Bolivia, Ecuador, Venezuela y Nicaragua es probable.
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Hay leyes y hay regularidades en la historia. Una anomalía no prevista por nadie (ni por la CIA) vino a alterar el cuadro de tal modo que el caos pasó a ser la imagen instilada en la tela por la mano del pintor. El campo socialista colapsó y el desorden mundial que subsiguió a esa catástrofe humanitaria impuso la percepción de que las formas, las simetrías, las cadencias y los colores habían muerto para siempre. Pero la historia sigue mostrando sus formas y sus ritmos y los cauces por los cuales transcurre, y cómo transcurre. No ha muerto la historia. No ha muerto la búsqueda incesante del deseo colmado, no ha muerto el progreso; al contrario, es, aún, brújula que orienta la nave del marino. A bordo va la humanidad. Hay que seguir luchando para que llegue a buen puerto. Otro mundo es posible, sí, pero se llamará socialismo o todo verdor perecerá.
Juan Chaneton
Publicado en :
http://nos-comunicamos.com.ar/content/capitalismo-terminal
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