En el debate político argentino actual, aparecen con frecuencia las cuestiones del progresismo, del populismo, y de lo nacional-popular o del movimiento nacional. Por cierto, no siempre se trata de abordajes críticos, y a veces se manifiesta un deliberado afán de confundir aún más los tantos. Es el caso de las alusiones al “populismo” por parte de los operadores de los monopolios de la comunicación y de los intelectuales conservadores o de derecha. Y con frecuencia, con el término “progresismo” (en apariencia más simpático) no se corre mejor suerte. El movimiento nacional o lo nacional-popular es reivindicado mayormente por el kirchnerismo, el peronismo y la izquierda nacional, o incluso por sectores que se identifican como progresistas (vinculados mayormente al kirchnerismo). Y por otra parte existe un progresismo no kirchnerista, o incluso antikirchnerista, que abjura de lo nacional-popular. En las breves reflexiones que siguen, no pretendemos un examen exhaustivo de estas cuestiones, pero sí un aporte que pueda servir al enriquecimiento del debate.
Un progresismo disociado de la centroizquierda
En alguna oportunidad encaramos la cuestión del progresismo (artículo “Las raíces del progresismo”, Señales populares, octubre 2010) indagando en los equívocos que encierra esta denominación para la política argentina. Muchas veces el progresismo es asociado a la centroizquierda, vinculación no caprichosa en otras latitudes y momentos históricos (por ejemplo, la etapa del Estado de Bienestar y la socialdemocracia europea de la segunda posguerra) pero más azarosa en la Argentina , y que en todo caso necesita ser problematizada. Con la expresión centroizquierda se alude los proyectos políticos reformistas de una izquierda en apariencia no radical. Es decir, aquellos proyectos que históricamente han buscado objetivos de democratización de los Estados y regímenes políticos y de una más justa distribución de las riquezas, sin necesariamente plantearse la cuestión del poder o una refundación del Estado, ni alterar dramáticamente las relaciones sociales fundamentales (de clase). De todas maneras, al impulsar esos cambios inevitablemente las centroizquierdas chocan en mayor o menor medida con los poderes económicos predominantes y con lógicas estatales patrimonialistas o instrumentadas por el mismo poder económico. Aquí aparece la dimensión concreta de la radicalidad o profundidad de esas centroizquierdas, pues el desafío concreto de la democratización, la expansión de derechos sociales y la redistribución progresiva de la riqueza, se verifica no “en el aire” sino en la modificación real de correlaciones de fuerzas sociopolíticas, en la voluntad política de una dirigencia, siempre en el marco de condiciones estructurales nacionales y globales relativamente ajenas a la voluntad de los actores en pugna.
En la medida en que un programa “progresista” se identifique concretamente con reformas progresivas en dirección a una mayor democratización y justicia, puede hablarse de asociación entre centroizquierda, reformismo y progresismo. El problema se suscita cuando se disocia centroizquierda de progresismo; es el caso del viraje de las socialdemocracias occidentales hacia el neoliberalismo en las décadas de 1980-90 y del desmantelamiento del Estado de Bienestar. Es también el caso de la crisis y reconversión conservadora de corrientes antiimperialistas, movimientos de liberación nacional y partidos izquierdistas de toda aquella vasta geografía conocida antaño como “Tercer Mundo”, o países dependientes (la periferia del capitalismo) en los mismos años.
Ahora bien, en nuestro país este proceso ha tenido sus rasgos peculiares. Aquello que conocemos como “progresismo” tiene su lejana raíz en la ideología de la civilización y el progreso. La civilización se concebía como el proceso de “europeización” de América, con el menor compromiso posible con las realidades sociales, políticas y étnicas preexistentes. En su formulación extrema: de aculturación y justificación del etnocidio. La figura de Bernardino Rivadavia será construida por la historiografía de Mitre como “precursor” de este proyecto histórico; pero la clave de bóveda la aportará Sarmiento con el dilema “civilización o barbarie”. Este proyecto socio-histórico se traducía concretamente como el despliegue de una transformación capitalista dependiente, que quería tener sus motores en la inversión e inmigración europeas, en la expansión de la frontera agropecuaria y en la incorporación acrítica de la experiencia cultural de las metrópolis. Su cristalización en la construcción del Estado argentino (c. 1862-1880) se dio de la mano de prolongados ciclos de luchas civiles armadas. Una vez que esa construcción estatal comienza a sedimentar, el poder de irradiación de la ideología de la civilización y el progreso, ahora con el auxilio del positivismo, crece de manera sustancial. La conformación del sistema educativo, de la propia presencia del Estado a través de una serie de organismos, y de una superestructura cultural sofisticada (el proyecto de la generación del ’80) permite la primera construcción hegemónica sólida de lo que ya se constituye como bloque de clases dominante a nivel nacional. Es decir, la así llamada “oligarquía” se convierte en bloque dirigente de una sociedad que atraviesa un proceso de expansión capitalista dependiente y de modernización cultural muy a tono con esa dependencia de las grandes metrópolis industriales.
La hegemonía del bloque oligárquico es tal porque “penetra” también en aquellos sectores sociales y fracciones políticas contestatarios frente al status quo de la República liberal. Tanto el radicalismo como el socialismo serán tributarios en muchos aspectos de la cosmovisión dominante. Sin embargo, el primero, en su vertiente yrigoyenista, cuestionará desde un idealismo ético a esa ideología del progreso desentendida de la cuestión democrática, y se pensará como un movimiento de reivindicación nacional, en cuyo seno comenzará a madurar hacia los años 1920 una corriente de nacionalismo popular (la obra de Manuel Ortiz Pereyra, quien será uno de los fundadores de FORJA en la década siguiente). En tanto no se asumiera la crítica profunda de la cosmovisión oligárquica, el “progresismo” tendía a cristalizar como un desdoblamiento por izquierda de esa construcción hegemónica, más que como una postura que apuntara a un horizonte contrahegemónico. Las conquistas y avances del radicalismo estuvieron estrechamente relacionadas al desafío lanzado al republicanismo liberal desde una concepción con su eje central en la soberanía popular (como se la entendía en aquella época). En tanto que sus límites y contradicciones se anudan en gran medida al tributo que el radicalismo rendía a la ideología de la civilización y el progreso en otras cuestiones fundamentales; por ejemplo el mito del crecimiento agropecuario indefinido.
En todo aquello que el yrigoyenismo se alejó de la cosmovisión oligárquica no fue reputado precisamente de “progresista” sino estigmatizado como plebeyo, demagógico, caudillista (personalista) y expresión de las “chusmas”. Es decir: democrático en las condiciones históricas de un régimen liberal republicano patrimonialista, instrumentado hasta entonces excluyentemente por una minoría de notables. Las “desprolijidades” del yrigoyenismo herían la sensibilidad no solo de la derecha liberal oligárquica, sino también del “progresismo” de aquellos años, que coincidió con los conservadores en el ataque a la política y la figura del Yrigoyen (casi una encarnación del “antiprogreso” como caudillo redivivo). El progresismo argentino nace así disociado de los movimientos nacionales, y esta fractura se reproducirá ampliada con la emergencia del peronismo.
En cuanto desafió el fenómeno histórico del neocolonialismo, planteando la democratización del régimen político, la autodeterminación nacional y la justicia social, el peronismo como movimiento nacional jugó el rol objetivo de una centroizquierda en la Argentina de los años 1940-50, sin ser calificado de “progresista” sino todo lo contrario[1]. Nacido en gran medida de la nueva realidad social que suscitaba la expansión de la actividad industrial a partir de la crisis de 1929-30, el nuevo movimiento político se asociaba estrechamente a la movilización de los asalariados y adquiría en su política y en su discursividad rasgos claramente obreristas. La incapacidad del progresismo liberal y socialista para entroncar con esas masas plebeyas del movimiento nacional marcó una vez más su fractura con el rol posible de una centroizquierda, y lo empujó insensiblemente a la convergencia con la derecha liberal conservadora e incluso con el golpismo militar.
El problema del populismo
La caracterización como “populista” de experiencias políticas como el peronismo (y ahora el kirchnerismo) tuvo y tiene en ocasiones pretensiones sociológicas e historiográficas, pero también muestra en muchas otras ocasiones una clara intencionalidad denigratoria y estigmatizante. Conviene entonces encarar esta cuestión, aunque sea de forma suscinta. En su origen, la categoría populismo fue puesta en juego desde una matriz estructural-funcionalista, desde la teoría de la modernización, e incluso desde alguna lectura del marxismo. Se la relacionó mayormente con procesos sociopolíticos latinoamericanos fechados a partir de la década de 1930. Un ejemplo es aquella interpretación del populismo que lo ve como expresión de cambios en la estrategia de acumulación del capital pos-crisis de 1929 y de la emergencia del proceso de industrialización por sustitución de importaciones. Como señala Nicolás Casullo[2], esas interpretaciones eran, en mayor o menor medida (y sin excluir derivas hacia posturas conservadoras) parte de una genealogía crítica del populismo, señalando limitaciones y contradicciones o reclamando mayor radicalidad. Pero con el triunfo del paradigma neoliberal y la crisis de las izquierdas (moderadas y radicales), la utilización del término “populismo” gravitó decisivamente hacia la derecha conservadora, asumiendo el progresismo y la “izquierda” esa utilización. Especialmente desde los medios monopólicos de comunicación, se vulgariza el término populismo asociándolo excluyentemente a la demagogia, el autoritarismo y el “estatismo” irresponsable (cuestiones que de todas formas no estaban ausentes en muchas de las críticas académicas al populismo, como la de Gino Germani). En las operaciones mediáticas más vulgares, se elimina directamente cualquier referencia a la orientación general de la política de un liderazgo o gobierno determinado, de su horizonte ideológico y de sus bases sociales de sustentación, mezclando en deliberado desorden figuras como las de Carlos Menem y Hugo Chávez. La construcción de sentido de estas interpretaciones tiende a establecer que el populismo es una cuestión de estilo (que por algún ignoto motivo resulta privativa de los latinoamericanos), en tanto se desdibuja completamente la crisis política del neoliberalismo y la emergencia de procesos políticos pos-neoliberales, de los cuales es expresión una figura como la del mandatario venezolano Hugo Chávez.
Sin embargo, así como registramos estos usos superficiales o maliciosos de la noción de populismo, en la tradición del pensamiento crítico contemporáneo se verifican interpretaciones divergentes, que pueden enlazarse con esa genealogía de la que hablaba Casullo, aunque tengan sus peculiaridades y propuestas novedosas. Es el caso de Ernesto Laclau, cuya obra impacta directamente, horadándolos, sobre los consensos conservadores acerca del populismo. En una conferencia reciente, publicada con el título Populismo, democracia y comunicación[3], Laclau resume algunos de sus puntos de vista. En primer término, registra en Latinoamérica la disociación de la tradición liberal-republicana movilizada por las elites organizadoras del Estado en el siglo XIX, de la tradición nacional-popular que en el siglo XX encarnaron las masas y sus emergentes políticos en la pugna por democratizar esos regímenes republicanos. Los regímenes liberal-republicanos exhibieron enormes carencias a la hora de integrar y dar respuesta a las demandas de los sectores populares. En cuanto una serie de demandas insatisfechas por los canales institucionales reconocidos comienzan a enlazarse entre sí, estableciendo una cierta solidaridad, se forma una cadena de equivalencias. Es el momento “pre-populista”, cuando lo popular comienza a erigirse frente a lo institucional. La cristalización populista es ya el momento de la articulación política, cuando esas demandas giran alrededor de un punto de aglutinación representativo, y cuando un cierto discurso de poder establece también la relación entre las demandas a nivel de base. Si la generalización de las demandas y el establecimiento de la cadena de equivalencias puede graficarse a través de un eje horizontal, la articulación que inscribe políticamente esas demandas en canales eficaces es de tipo vertical. El tránsito entre la explosión de la protesta horizontal en el año 2001 en la Argentina , y la emergencia del liderazgo kirchnerista a partir de 2003, que apoyó desde canales verticales institucionales las demandas populares es para Laclau una clara expresión de la articulación populista. De tal manera, en la propuesta de Laclau, el populismo se desprende de toda connotación peyorativa, y por el contrario, se verificaría en las más recientes experiencias un principio de sutura entre lo institucional-republicano y lo nacional-popular. Ahora bien, estas interpretaciones que emancipan al concepto populismo de la carga negativa y peyorativa que acarreó tradicionalmente, no inhiben la necesidad de seguir problematizando la cuestión, e incluso de enfocarla desde otros marcos conceptuales. Especialmente nos interesa la caracterización de movimiento nacional.
El movimiento nacional y la tradición nacional-popular
Cuando nos referimos al movimiento nacional, estamos hablando no de una particular forma de movilización y organización política (por ejemplo aquello que en la tradición del peronismo distingue a la estructura partidaria de la dimensión “movimientista”) ni tampoco lo circunscribimos a los procesos sociopolíticos que han sido calificados de populistas. Caracterizamos como movimiento nacional a aquellos procesos políticos que impulsan un mayor margen de autodeterminación de las sociedades en las cuales se verifican, y que para hacerlo, movilizan a un conjunto variable de sectores y clases sociales con distintas consignas y demandas sectoriales y democráticas. Es decir, la cuestión de la autodeterminación nacional es el eje fundamental, pero resulta imposible que ésta se manifieste eficazmente sino está vinculada, de una u otra manera, al ascenso sociopolítico de los sectores populares. En términos más clásicos, históricamente se ha presentado en Latinoamérica una compleja relación (que es menester analizar en concreto en cada coyuntura) entre la cuestión nacional y la cuestión social. Ahora bien, esta caracterización sumaria también es susceptible de mayor problematización, y sobre todo historización.
Seguimos al peruano Alberto Flores Galindo cuando afirma que en la revolución andina de 1780, liderada por Túpac Amaru II, están presentes ciertos rasgos de movimiento nacional: “Túpac Amaru II pensaba conformar un nuevo ‘cuerpo político’, en el que convivieran armónicamente criollos, mestizos, negros e indios rompiendo con la distinción de castas y generando solidaridades internas entre todos aquellos que no fueran españoles. El programa tenía evidentes rasgos de lo que podríamos llamar un movimiento nacional” [4]. El “cuerpo político” no es sino la conformación de una comunidad política (nación) asentada en la modernización interna y la descolonización, lo que cuestionaba radicalmente el orden tradicional, estamental y absolutista del imperio español. El colonialismo español no implicaba solamente la sujeción de los territorios americanos a la Corona ibérica, ni el drenaje de riquezas hacia la metrópoli, sino también la conformación de sociedades donde la explotación de clase y la opresión política se conjugaban con un orden estamental, de distinciones cristalizadas en torno a la “pureza de sangre”. El desafío tupamarista de concretar en el Perú una unidad política de nuevo tipo, con el Inca a la cabeza, se conjugaba con la búsqueda de cambios radicales en la estructura económica colonial, como la supresión de la mita y la eliminación de las grandes haciendas. Y trazaba un amplio arco de alianzas que involucraban no solo a los campesinos indios, sino a sus dirigencias (curacas), a los esclavos, a los criollos y mestizos e incluso se apelaba a la Iglesia. Es decir, estamos frente a un programa político indudablemente moderno (aunque también expresión de imaginarios sociales y de una cultura popular de raíz prehispánica, lo que lo convierte en una de las más formidables operaciones transculturadoras hispanoamericanas) que se proponía construir una nación, rompiendo el vínculo con la Corona y estableciendo nuevas relaciones sociales.
La frustración del proceso revolucionario andino tendió a nublar su importancia, pues resultaba de la máxima peligrosidad para los intereses coloniales y señoriales hispanoamericanos. Pero también quedó escindido en cierta medida del movimiento independentista que varias décadas después tendrá en las elites criollas a su principal beneficiario. Elites que congelaron la descolonización hispanoamericana allí donde se amenazaba el compromiso histórico entre los intereses señoriales y las fracciones comerciales proto-burguesas que ya estaban vinculadas con los nuevos centros capitalistas como Inglaterra. Tal proceso se concretó en abierta lucha no solo contra los movimientos populares como el artiguismo, sino con las propias fracciones radicales del bloque revolucionario encarnadas en las figuras de los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar, cuyas más audaces proyecciones políticas fueron mediatizadas por los liberales conservadores. Las guerras de independencia fueron primero y ante todo guerras civiles. El detonante fue la revolución política democrática que agitó primero a la metrópoli ibérica en 1808 y luego eclosionó en el movimiento de las Juntas populares en Hispanoamérica a partir sobre todo de 1810. El proceso revolucionario hispanoamericano no fue inicialmente independentista, sino autonomista y democrático, en tanto reclamaba el autogobierno de las “ciudades” americanas sustentándose la demanda en el principio de la soberanía de los pueblos. Sin embargo, constituyó el puntapié del ciclo nacional en la medida en que el reclamo autonomista-democrático y la propia realidad de la guerra civil contra los absolutistas (que se identificaban no solo con la dominación tradicional de la Monarquía sino también con los privilegios incondicionados de la metrópoli sobre las tierras americanas) inició la deriva hacia la guerra independentista abriendo paso a diversos proyectos para constituir en estas tierras nuevas comunidades políticas, es decir: naciones.
En el choque entre esos distintos proyectos de puso de relieve la divergencia de visiones acerca de hasta donde llegaban los fundamentos democráticos de los regímenes políticos que emergían de la crisis del imperio español, y también las modalidades y el horizonte general de la transformación capitalista hispanoamericana. ¿Se orientaría a consolidar los vínculos asimétricos de las elites comerciales con los centros industrialistas del Norte o implicaría una modernización interna que liberase a los productores directos y protegiese el trabajo local? La fuerza motriz del segundo camino solo podía asegurarla la movilización de las masas populares: el fin de la tributación, la abolición de la esclavitud y los trabajos forzados, el reparto agrario. Es decir, una modernización interna conjugada con avances en la descolonización social. En tanto los intereses societarios de las burguesías comerciales y las clases señoriales que podían articularse a las necesidades de los centros industriales como Gran Bretaña exigían el congelamiento de la revolución, allí donde amenazase los privilegios y la disciplina social que eran también requisito indispensable para la expansión de un capitalismo dependiente[5].
Se jugaron entonces tensiones históricamente determinadas entre la cuestión nacional y la cuestión social en lo que constituyó un movimiento nacional hispanoamericano, en tanto no solo se puso en juego la formación de la nación, sino también la confederación de las nuevas comunidades políticas en un horizonte de Patria Grande. El proyecto bolivariano del Congreso Anfictiónico fue la más grandiosa proyección de tal horizonte, y su frustración el mejor índice de las dificultades para concretarlo en aquellas coordenadas históricas, así como de la fuerza (bases internas y externas) de los proyectos societarios que apuntalaban el camino del capitalismo dependiente. Importa entonces, a los fines de estas reflexiones, consignar que los movimientos nacionales son con mucho anteriores en América Latina a la emergencia de los denominados “populismos” del siglo XX. Y además, que la genealogía del movimiento nacional y de la tradición nacional-popular es compleja y diversa, pues no podríamos escindir al proceso revolucionario andino de esa genealogía nacional-popular. Con lo cual deberemos admitir que uno de los más complejos proyectos de constitución de una comunidad política moderna aparece en íntima conexión con la herencia de las revueltas campesinas e indígenas, antecediendo en décadas a las guerras de independencia.
La desintegración del régimen colonial en América Latina abrirá paso a la revolución y a la constitución de comunidades políticas independientes; pero al disociarse la transformación capitalista de la descolonización, las nuevas repúblicas cargaran con gravosas consecuencias: la constitución de regímenes políticos patrimonialistas y autoritarios (Estados oligárquicos); la asimetría en las relaciones económicas, políticas y culturales con los centros capitalistas metropolitanos (neocolonialismo); la marginalidad político-cultural así como la pervivencia de formas de explotación del trabajo no libre de los descendientes de pueblos originarios (colonialismo interno). Los movimientos nacionales se reconstituirán como respuesta de los pueblos a las tareas inconclusas legadas por la etapa de la emancipación (se hablará en algunos países de la necesidad de una segunda independencia), así como frente a los nuevos desafíos históricos. Las tradiciones nacional-populares (utilizamos el plural) se recrearán construyendo genealogías, rescatando memorias e historias soterradas, y actualizando el ideario liberador. Será en el área del Caribe, con el movimiento independentista cubano y el pensamiento y la praxis de José Martí, donde se producirá la eclosión del ciclo de movimientos nacionales contemporáneos, en el cruce histórico de los resabios de la vieja dominación colonial española y el ascendente imperialismo estadounidense[6]. El período histórico comprendido entre los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del XX marcará el tránsito hacia el paradigma de la liberación nacional, que surge como respuesta tendencialmente antiimperialista a las nuevas condiciones de la dependencia y puja por democratizar los Estados, instrumentando nuevas ideologías democráticas. Las manifestaciones externas de los nuevos movimientos nacionales serán muy diversas, así como su grado de radicalidad. Desde el independentismo cubano con el profundo antiimperialismo martiano hasta la agrarismo insurgente de la Revolución mexicana de 1910, pasando por los reformismos urbanos de Argentina y Uruguay (yrigoyenismo y batllismo respectivamente). La tradición nacional-popular abrevará en el rescate indigenista (que no es, todavía, el indianismo contemporáneo), en el liberalismo democrático, en el antiimperialismo, en el socialismo reformista y en el marxismo, combinando a veces varias de estas vertientes como en la obra formidable del peruano José Carlos Mariátegui.
En nuestro país, la tradición nacional-popular está indisociablemente vinculada a la emergencia de los movimientos nacionales del siglo XX. Ya aludimos a la figura de Manuel Ortiz Pereyra y al forjismo. Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz serán las figuras paradigmáticas, que elaborarán a su vez una perspectiva crítica del despliegue de los movimientos nacionales, a caballo de la crisis del radicalismo y de la emergencia del peronismo primero, y luego en la explicación de la caída de Juan Perón en 1955. Pero también en nuestro país las genealogías de la tradición nacional-popular son diversas. Así debemos consignar la vertiente de un socialismo latinoamericanista que supo encarnar Manuel Ugarte, con su prédica pos de la unidad latinoamericana. Y por cierto, las corrientes provenientes de un marxismo que se deslindaba polémicamente de las izquierdas tradicionales e iba al encuentro de lo nacional-popular en clave antiimperialista. Rodolfo Puiggrós desde una matriz comunista y Jorge Abelardo Ramos desde el trotskismo fueron figuras paradigmáticas, entre varios otros, de un marxismo nacional. Con ellos, la búsqueda ideológica de una correlación entre cuestión nacional y cuestión social se hará más densa y sofisticada, aunque sin duda su planteo político perentorio vendrá de la mano de una izquierda peronista hacia los años 1960-70, auténtico desdoblamiento interno del movimiento nacional de ese momento. John William Cooke y Juan José Hernández Arregui encarnarán la vertiente intelectual de un peronismo de izquierda que fue, de todas formas, sumamente heterogéneo: corrientes sindicales combativas, militancia territorial, agrupaciones estudiantiles, organizaciones guerrilleras. Es en esos años cuando se establece el relato historicista de lo nacional-popular, y el libro La formación de la conciencia nacional de Hernández Arregui es una de las obras emblemáticas en las cuales se traza una genealogía de lo nacional-popular.
Podemos decir que, contemporáneamente al desarrollo de los planteos sociológicos acerca del populismo, se despliegan las claves interpretativas de la propia tradición nacional-popular. De diversa manera, ambas visiones serán víctimas de la imposición del neoliberalismo y el pensamiento único. La demonización del Estado y de los movimientos populares, responsabilizados por el diagnóstico conservador de ser los causantes de los desmadres autoritario-populistas y de configurar un “obstáculo” al crecimiento económico será obra de la dictadura militar de 1976, que se prolongará en el período de la restauración democrática, en la medida en que el neoliberalismo continuará siendo la ideología dominante. La hegemonía liberal “correrá a la derecha” los planteos acerca del populismo, como señalaba el artículo citado de Casullo. Y también socavará durante largo tiempo las bases de la tradición nacional-popular, en la medida en que el proceso de trasnacionalización del capital conocido como “globalización” pondrá en entredicho las posibilidades de la autodeterminación nacional de los países. Si tanto el populismo como el movimiento nacional del siglo XX nacían en el marco del proceso de industrialización por sustitución de importaciones, parecía lógica su desaparición con el agotamiento del modelo industrialista y la hegemonía del capital financiero trasnacional. Parecía quedar entonces la lectura conservadora del populismo por un lado, y la nostalgia nacional-popular por el otro. Fue más cierto lo primero que lo segundo, sin desmedro de trabajos renovadores como el de Ernesto Laclau. Lo nacional-popular pudo pervivir asociado a la crítica del neoliberalismo, a las prácticas resistentes de los trabajadores y diversos colectivos sociales en los años 1980-90, y en la reelaboración de sus propias genealogías que debían integrar ahora el balance de las derrotas de los movimientos de liberación nacional así como de las nuevas perspectivas emancipatorias que asomaban trabajosamente.
La crisis política del neoliberalismo y el ascenso de gobiernos de izquierda y de centroizquierda en varios países latinoamericanos con el nuevo siglo, abrió paso a un nuevo ciclo de movimientos nacionales que incluye por cierto a nuestra Argentina. No es concebible este nuevo ciclo sin lo acumulado por los movimientos de resistencia social y política al neoliberalismo de los años precedentes. Los resultados contradictorios del modelo en retirada (extraordinaria concentración del poder económico-político en la cúspide de la pirámide social, así como extendidísima fragmentación de los sectores populares, lo que erosionó las bases del “consenso” neoliberal al detonarse la crisis económica) abrieron la grieta por la cual se lanzaron al ruedo las nuevas fuerzas político-sociales. En el caso argentino el kirchnerismo asumió renovándola la tradición nacional-popular del peronismo a través de la centralidad de los conceptos de nación, pueblo y Estado, a los cuales se sumaba democracia y memoria. El desafío de la autodeterminación nacional, compartido a escala regional (con los matices y las diferencias del caso) es comprendido en clave de integración económica regional y de unión entre los Estados sudamericanos. También en la necesidad de una progresiva emancipación de los organismos financieros internacionales y del grado y modalidades agresivas de influencia de los EEUU en la región. Desde el antiimperialismo bolivariano de la Venezuela de Chávez a la más discreta diplomacia del Brasil, las diferencias no son pocas, pero establecen un horizonte de convergencias. En nuestro país, ese camino estuvo jalonado por la cancelación de la deuda con el FMI y con el “enterramiento” del ALCA.
Ahora bien, la potencialidad política del kirchnerismo como movimiento nacional se expandió en la medida en que las nuevas modalidades de la lucha por la autodeterminación nacional fueron enlazadas sólidamente (y hasta teatralmente para sus detractores) a la inclusión social, la democratización, y la memoria. Sin esas fuerzas motrices, que le dan el “gran impulso”, no lograría la fuerza política suficiente. La convocatoria kirchnerista a la memoria, la reparación y la justicia asumió una lucha de décadas (para perplejidad de algunos “progresistas” que tal hubiesen deseado que los Derechos Humanos permanecieran en la marginalidad) y enlazó el dinamismo de un esfuerzo llevado adelante por una parte de la “sociedad civil” a la solidez de una política de Estado. En este punto tal vez puede corroborarse con provecho el esquema interpretativo del artículo que citamos de Laclau, en torno a la articulación populista de la demanda social horizontal con la voluntad política vertical. Sin duda otra cuestión similar en cuanto entronque de lo horizontal elaborado por colectivos sociales y lo vertical asegurado por una voluntad política y una determinada gestión gubernamental es la democratización de la comunicación audiovisual. De las elaboraciones de la Coalición por una Radiodifusión Democrática a la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audivisual hubo un intenso camino[7] que alcanzó niveles de democracia participativa cuando se discutió el entonces Anteproyecto de Ley en decenas de foros participativos realizados en las Universidades.
Estas cuestiones difícilmente pudieran aparecer sin que se removiesen también las aguas de la tradición nacional-popular. Sin que las genealogías se renovasen y (¿por qué no) compitiesen y entrasen en polémica. A esa búsqueda de la historia popular, de las gestas emancipatorias y de liberación, de las vertientes ideológicas olvidadas o “malditas”, de las nuevas lecturas (no exentas de sus ambigüedades, y las hubo también en el pasado), como se manifestó en las jornadas del Bicentenario de la Revolución de Mayo, la derecha conservadora y los monopolios de la comunicación responden con la versión simplista y maliciosa de un “relato kirchnerista”, nuevo catecismo de los males argentinos. Esta es una de las operaciones que tienden a demonizar el actual proceso político argentino como “populismo”. Y en ese marco, no solo se esbozan posiciones explícitamente neoliberales o conservadoras, sino también aquellas de un progresismo escindido de lo nacional-popular y del rol objetivo de una centroizquierda. Vuelven aquí a encontrarse (y desencontrarse) esas cuestiones del progresismo, el populismo y el movimiento nacional que motivaran estas reflexiones. ¿Podrán leerse estos nuevos tiempos, este cambio de época, desde las claves de una teoría del populismo liberada de los prejuicios liberales y de la carga peyorativa y negativa? Sería apresurado negarlo, y en todo caso exigiría un abordaje crítico más extenso y sobre obras más fundamentales, como el libro La razón populista de Laclau, que el que en este artículo someramente esbozamos[8]. Pero nos inclinamos por las claves interpretativas que encierra el concepto de movimiento nacional y la riqueza histórica de la tradición nacional-popular.
Germán Ibañez
www.lonacionalypopular.blogspot.com
[1] John William Cooke dirá que en aquellas circunstancias históricas faltaba una “izquierda nacional”, y el peronismo ocupó ese lugar sin definirse como tal.
[2] Nicolás Casullo: “Populismo, el regreso del fantasma”, en Peronismo. Militancia y crítica (1973-2008); Buenos Aires; Colihue; 2008; p. 276
[3] Ernesto Laclau: “Populismo, democracia y comunicación”, en Nuestra Cultura, publicación de la Secretaría de Cultura de la Nación ; julio /agosto de 2011, año 3, nro. 12; pp. 4-5
[4] Alberto Flores Galindo: “La revolución tupamarista”, en Buscando un Inca. Identidad y Utopía en los Andes; Lima; Editorial Horizonte; 1994; p. 398
[5] Florestan Fernandez: “Reflexiones sobre las revoluciones interrumpidas”, en Dominación y desigualdad: el dilema social latinoamericano; Buenos Aires; CLACSO /Prometeo Libros; 2008; p. 126
[6] Ver Ricaurte Soler: Idea y cuestión nacional latinoamericanas; México; Siglo XXI editores; 1987; pp. 233-265
[7] Ver Néstor Busso y Diego Jaimes (comp.): La cocina de la ley. El proceso de incidencia en la elaboración de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en la Argentina; Buenos Aires; FARCO; 2011
[8] De todas formas, hay no pocos avances en tal dirección; véase por ejemplo la reseña crítica de Guillermo Almeyra: “Un concepto ‘cajón de sastre’. A propósito de La razón populista de Ernesto Laclau”, en Crítica y Emancipación. Revista latinoamericana de ciencias sociales; Año I, N° 2, primer semestre 2009
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