Preguntarse por los
cambios que se vienen produciendo en el interior de nuestras sociedades es, sin
dudas, incursionar en aquello que marca el derrotero de una época en la que
pocas cosas parecen permanecer igual que en el pasado. Es, también, comprender
los lazos decisivos que se han establecido entre las transformaciones
estructurales del capitalismo (las que se vinculan con el paso de una matriz
productiva a una financiera) y la emergencia de nuevas formas de subjetivación
directamente ligadas a los cambios culturales de las últimas décadas. Cuando
vemos que la derecha actual sigue apelando a la despolitización y a la
incorporación y promoción de figuras del espectáculo y del deporte como
paliativo a lo que considera el “más allá de la política” en la representación del
mundo de amplios sectores sociales; cuando observamos la reaparición de
lenguajes del odio y el resentimiento en estratos de la clase media (los
insultos y las agresiones cobardes y visceralmente antidemocráticas al
viceministro de Economía Axel Kicillof que regresaba con su familia del Uruguay
en Buquebus el primer fin de semana de febrero; las injurias soeces de Miguel
del Sel, candidato estrella del Pro en las últimas elecciones santafesinas,
contra la Presidenta
de la Nación y
las expresiones cloacales que se escucharon en las marchas caceroleras de
septiembre y noviembre, a lo que se agrega esa otra zona purulenta que permiten
los grandes medios de comunicación en sus sitios web donde proliferan no sólo
los insultos sino, peor todavía, los llamados a ejercer una violencia homicida,
y la lista podría continuar sin que la oposición se pronuncie en defensa de la
república y de los valores democráticos y de diversidad a los que dice
representar); lo que se está manifestando es la mutación del sistema neoliberal,
la presencia de su crisis indisimulable en las economías centrales, y la
necesidad de profundizar aún más su lógica despolitizadora y cualunquista que,
sobre todo, se evidencia en sectores de la clase media que mejor vehiculizan
esa lógica del prejuicio y de la banalización. Tampoco quedan dudas del papel
central que les toca cumplir a las grandes empresas comunicacionales en la
reproducción de esta concepción del mundo y en la multiplicación del “clima de
odio y malestar” que acaban por aplaudir en sus crónicas (como botón de muestra
vale la pena leer la narración “aséptica” que hizo La Nación de los insultos y
las agresiones sufridas por Axel Kicillof y su familia, narración que bordeaba
la justificación de las injurias y de sus propaladores). Su papel ha dejado de
ser el del acompañante para convertirse en decisivo a la hora de perfilar
prácticas y conductas, lenguajes y definiciones que buscan hacer inviable
cualquier proyecto popular y genuinamente democrático que busque cuestionar y
superar la hegemonía del liberalcapitalismo. Sucede en la Argentina y en el resto
de los países de América latina que están desplegando caminos alternativos.
Sube, putrefacta, una ola de retóricas violentas, reaccionarias, cualunquistas
y destituyentes que reciben, en la mayoría de los casos, la justificación de
los “defensores de la república amenazada” por los populismos continentales.
En un libro
fundamental para entender nuestra época, El nuevo espíritu del capitalismo, los
sociólogos franceses Luc Boltanski y Ève Chiapello desmenuzan con rigor
analítico y claridad de ideas la matriz y el funcionamiento de lo que se
denomina el neoliberalismo como última etapa, hasta ahora, de un sistema de
signos económico-político-culturales que ha definido el carácter de nuestra realidad.
Y lo hacen indagando no sólo por el funcionamiento de la máquina económica, de
lo que se ha descripto como el giro del capital hacia lo
especulativo-financiero en detrimento de sus formas productivas, ni
exclusivamente pasando revista al desmontaje sistemático del Estado de
Bienestar que fue la forma hegemónica que adquirieron las sociedades
occidentales en la segunda posguerra, sino hincándole el diente también, y
centralmente, a los fenómenos culturales, discursivos, estéticos e ideológicos
que le dieron forma y hegemonía política y social a una transformación
regresiva y hondamente marcada por la injusticia que viene marcando la vida de
nuestras sociedades desde hace más de tres décadas.
Ese “nuevo espíritu
del capitalismo” radica, entre otras cosas, en un giro vertiginoso de las
prácticas y conductas sociales asociadas a un despliegue exponencial de una
ideología que buscó, con éxito, desmontar los ejes político-culturales sobre
los que se había montado el modelo bienestarista y la búsqueda del igualitarismo
social. Para ello contó con el aporte fundamental de los grandes medios de
comunicación y de aquello que otro francés, Guy Débord, denominó “la sociedad
del espectáculo”. Se trató, por lo tanto, de un giro en el sentido común, aquel
que fuera dominante hasta mediados de los años setenta y en las formas de
producción de las subjetividades anudadas, ahora, al mercado y a sus prácticas:
el predominio de una moral individualista, la lógica de la competencia como
resorte mayúsculo imbricada con lo que otros autores caracterizaron como “la
sociedad del riesgo” en la que todos aquellos actores sociales que no mostraran
sus condiciones para adaptarse a las duras exigencias del mercado serían
impiadosamente arrojados al vertedero de la historia, la culturalización de la
política que supone el predominio de las agencias de publicidad, de las
encuestas y del marketing como centro de la acción política, unida a la
presencia de un actor decisivo que ha venido multiplicando su presencia en la
conformación de las actuales estructuras de conciencia y en lo que se denomina
“la opinión pública” y que no es otro que los grandes medios de comunicación,
exponentes actuales y decisivos de la ideología neoliberal.
Les tocó a esos
grandes medios horadar en la voluble “opinión pública” las antiguas prácticas
emanadas del Estado de Bienestar; fueron ellos la vanguardia del shock y de sus
consecuencias catastrofales en el interior de una vida social aterrorizada ante
el retorno espantoso “de los dioses dormidos” que habitan en las alturas
inescrutables del Olimpo llamado “mercado”. Junto con la multiplicación de los
compartimentos y la fragmentación social, de la mano con las nuevas formas de
pobreza y de exclusión exponencialmente multiplicadas por el modelo neoliberal,
la máquina mediática apuntaló la certeza, socialmente compartida, de un
inexorable giro hacia la sociedad de mercado transformada en la gran panacea de
una humanidad agotada de viejos conflictos en desuso y deseosa de entrar al
primer mundo. Entre las extrañas y extraordinarias paradojas de las que es
portador nuestro tiempo, una de las más notables es que desde esas geografías
de la abundancia es de donde provienen las actuales expresiones del
desasosiego, del terror ante la caída libre y sin anestesia que hoy atraviesa a
países europeos que, por primera vez en décadas, descubren, horrorizados, que
los hijos vivirán peor que sus padres.
El perfil de la
nueva derecha hay que ir a buscarlo en estas “novedades” que logran mezclar
mercadolatría, individualismo, culturalización de la política, hegemonía
mediática como desplazamiento de las formas identitarias y de las fuerzas
políticas tradicionales (en particular las que debieran pero ya no lo logran
expresar el ideal liberal-conservador) que ya no dan cuenta de las demandas de
una parte sustancial de la población, desideologización (aquello de que ya no
hay más derechas ni izquierdas sino todo lo contrario porque de lo que se trata
“es de gestionar de acuerdo a lo que necesita la gente”, buscando siempre “el
consenso” y oponiéndose a la proliferación del conflicto como suele ser la
retórica utilizada, entre otros, por Daniel Scioli), y despliegue de los
lenguajes del gerenciamiento y del management empresarial como nuevo arquetipo
de las prácticas recomendables y deseables en el interior de gestiones
“asépticas” que devuelven la imagen de una consensualidad a prueba de
conflictos y antagonismos. Una sociedad forjada a imagen y semejanza del
“ideal” emanado del capitalismo de última generación, capaz de hacernos olvidar
aquellos otros momentos de la historia atravesados por la intemperancia de
demandas inabordables, en especial las de aquellos que reclamaban bajo el
concepto antiguo y moderno de “igualdad” una más justa distribución de la
riqueza.
Lo que ha logrado,
en parte, esta nueva ideología de derecha que recoge temas antiguos pero
maquillándolos según las actuales necesidades, es naturalizar la pobreza y la
desigualdad, lo que le permite, como lo vemos continuamente con el macrismo,
utilizar descaradamente la palabra “igualdad” sin establecer ninguna relación
con su historicidad y con los mecanismos que producen y acentúan la
desigualdad. Silencio de radio ante la expansión depredadora de la especulación
bancario-financiera, más silencio ante la concentración exponencial de la
riqueza en cada vez menos manos y, finalmente, afirmación del modelo neoliberal
como fundamento de la vida económica contemporánea. Lo propio de este discurso
es que no explicita sus objetivos y los va dejando en una nebulosa mientras,
allí donde tiene poder, los realiza sin anestesia (algo de esto pudimos verlo
en el repliegue de Barack Obama, a lo largo de su primer mandato, ante las
demandas y las presiones del conservadurismo republicano que logró, entre otras
cosas, que fuese el propio presidente demócrata el que llevase adelante un plan
de ajuste que cayó sobre los sectores más débiles y pobres de la sociedad
estadounidense salvando, una vez más, a los ricos que siguieron manteniendo sus
privilegios impositivos –quedará por ver si algo cambiará durante su segundo
mandato, aunque mantengo mi indeclinable escepticismo–. Los únicos gastos que
no se recortarán serán los militares. Nada muy diferente llevaron adelante los
socialistas españoles y griegos a la hora de aplicar brutales planes de ajuste
que contradicen su historia y su ideología transformando a la socialdemocracia
en absolutamente funcional a la lógica del capitalismo neoliberal y dejando la
mesa servida para que se sirvan, sin ningún costo, las derechas. Es ahora al
socialismo francés a quien le toca jugar el mismo papel agravado por la
reaparición del síntoma colonialista en su reciente intervención militar en
Mali).
Un breve paréntesis
para señalar que nuestros “socialistas” vernáculos, los que son el eje de un
Frente dizque progresista, sostienen, en lo económico, la misma lógica de la
restauración conservadora: proponen como política antiinflacionaria el esquema
de metas de inflación (debe leerse como la opción de enfriar la demanda
mediante la suba de la tasa de interés), igual que el FMI, González Fraga, Prat
Gay y demás (¿no resulta bochornoso para quienes decían expresar una concepción
de izquierda –como Libres del Sur con Tumini y Donda a la cabeza– sacarse fotos
con Prat Gay y compañía? ¿A eso le llaman progresismo?). Abonan a favor de una
regla fiscal que garantice la sustentabilidad de la deuda (debe leerse como una
alternativa recesiva al uso de divisas que generó en su momento el conflicto
con Redrado y con los intentos especulativos contra el peso buscando una
devaluación). Por otra parte el referente de los socialistas santafesinos se
preocupa por que se genere un clima beneficioso para la inversión privada y
reniega del papel que está jugando la inversión pública sugiriendo que es
excesiva y desplazante del rol de la actividad privada. El ejemplo europeo nos
ahorra seguir comentando el proceso de derechización de ciertos sectores del
viejo progresismo que también involucra a esa franja opositora en nuestro país.
Para Boltanski y
Chiapello de lo que se trata es de comprender “cómo el discurso de la gestión
empresarial, discurso que pretende ser a la vez formal e histórico, global y
situado, que mezcla preceptos generales y ejemplos paradigmáticos, constituye
hoy la forma por excelencia en la que el espíritu del capitalismo se
materializa y se comparte”. Los ciudadanos de nuestro tiempo, en Francia o en la Argentina, han sido
brutalmente interpelados por ese discurso que le dio su consistencia al
espectacular giro que se produjo en el interior del capitalismo y que supuso
una profunda y dramática transformación de la vida cotidiana, de las formas
tradicionales de representación, de las relaciones interpersonales y de los
vínculos con la esfera pública. Entre nosotros hubo dos momentos liminares para
apuntalar ese tiempo de profunda regresión económico-social: el iniciado por la
dictadura bajo el plan de Martínez de Hoz y, luego del interregno del
alfonsinismo –interregno que propiamente duró hasta la implementación del Plan
Austral– que sería arrojado al infierno de la hiperinflación, y, después de
dejar que la sociedad cayera presa del pánico ante el absoluto derrumbe de la
vida económica, retomado, aquel plan de la dictadura, en su esencia neoliberal
con ribetes conservador-populistas por Menem y Cavallo. Lo no dicho por la derecha
actual, la que representa, entre otros, Mauricio Macri, es que su aspiración es
reencuadrar al país en el modelo neoliberal que sigue siendo hegemónico en la
mayor parte del planeta y eso más allá de su profunda crisis que hoy azota a
los países centrales.
Es en el interior de
este proceso histórico, cuyo punto de inflexión hay que situarlo a mediados de
la década del ’70, cuando estalló la crisis del petróleo y comenzaron a
desplegarse con fuerza hegemónica los lineamientos de los economistas neoclásicos
afincados en lo que sería la ideología neoliberal, donde tenemos que ir a
buscar los lineamientos de una nueva derecha que, en nuestro país, busca
recuperar el terreno perdido desde mayo de 2003. Y es en el interior de esta
matriz ideológica que tenemos que leer lo que significa la consolidación, en la
ciudad de Buenos Aires, de una derecha que entrecruza lo liberal y lo
populista, el crudo discurso del mercado y de la privatización con el reclamo,
a todas luces artificial, de una sociedad de iguales que logre reabrir el ideal
de una igualdad de oportunidades que no es otra cosa que una gigantesca quimera
propagandística desmentida por una realidad brutalmente expulsiva y excluidora.
El macrismo, con su alquimia de estética de última generación pergeñada en el
laboratorio de Durán Barba, sus “sofisticados” punteros provenientes del
peronismo duhaldista, su capacidad para movilizar fantasías ligadas al mundo de
“las celebridades” y a la gramática fascinadora del espectáculo junto con la
complicidad y la protección de la corporación mediática –fuerza imprescindible
para desplegar el proyecto de restauración conservadora neopopulista en la Argentina–, ha mostrado
con su último triunfo en Buenos Aires que es, hoy por hoy, la mejor expresión
de ese ideal “opositor” que no se lograba encontrar entre la variopinta tienda
de los milagros que venía siendo lo propio y visible de la oposición política.
Es en él, en su máquina mediática, donde se pone en evidencia el “modelo” de
sociedad que pretenden cuando su discurso, el genuino, encuentra en Miguel del
Sel su idiosincrásica manifestación. Mientras tanto, los “progresistas”
opositores creen que su tiempo está cercano y no se dan cuenta de que siempre
acaban por confluir con una derecha que sabe mucho mejor qué es lo que hay que
hacer para intentar horadar al gobierno. Por ahora sus recursos apuntan, por un
lado, a la multiplicación de un clima enrarecido y a la justificación del
“malhumor” de sectores altos y medios que se expresan de la forma más violenta
y soez, y, por el otro, a continuar con sus maniobras devaluacionistas e
inflacionarias. Lo “real” de nuestra derecha, una vez más y de modo lamentable,
se expresa alrededor de ese lenguaje de la injuria y el insulto. La democracia,
su salud, no se puede permitir que proliferen esas prácticas.
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