Dante Augusto Palma
¿Estamos
divididos los argentinos? La pregunta viene siendo recurrente al menos desde
que se empezó a delinear el espíritu confrontativo que Néstor Kirchner le
imprimiera a su presidencia y que se transformara en una marca esencial de la
naturaleza del modelo que se encuentra próximo a alcanzar los 10 años en el
poder.
Al
kirchnerismo no le resulta del todo incómodo el mote de “parteaguas” pues
entiende que la política es, ante todo, conflicto que se dirime entre un
nosotros y un ellos, aunque siempre en el marco de los límites democráticos. De
aquí que no se rasgue las vestiduras por el pataleo histérico de los sectores
minoritarios que ven socavada su legitimidad pero sí advierta sobre un conato
de violencia preocupante que se deja ver en las manifestaciones que nuclean a
sectores opositores. En esta línea alcanza con ver los lemas de los letreros
que se enarbolan en las protestas caceroleras y la agresión a periodistas de la
televisión pública y privada que en ese marco se multiplicaron, así como
también prestar atención a la violencia verbal que profieren referentes
opositores a veces impulsados por una envidiable locuacidad. La oposición
intenta invisibilizar esas acciones y cuando no puede hacerlo esgrime que estas
son sólo una consecuencia de la violencia más sutil impulsada desde el propio
gobierno. Independientemente de la discusión acerca de si esto es o no así, tal
argumentación abre una puerta a la justificación de hechos de violencia más
graves. En este sentido, quienes justificaron la agresión a Kicillof y la
englobaron en el marco del hartazgo ciudadano ante las supuestas
microviolencias solapadas que provienen del oficialismo, podrían también haber
justificado el hecho de que la turba violenta del “Frente jacobino por la
liberación del dólar” (filial Punta del Este) hubiera ajusticiado al
“economista marxista”. A lo sumo, encararían la argumentación afirmando que “no
lo justifico pero hay que entender que el clima de violencia desde arriba da
lugar a excesos abajo”. Con todo, no se trata aquí de discutir quién agredió
primero o quién agrede más. Se trata de responder a esa pregunta inicial acerca
de si existe una división en la
Argentina. Y la respuesta que guiará estas líneas es la
siguiente: sí, efectivamente, la
Argentina está dividida, pero hace 200 años que lo está. En
otras palabras, la historia de nuestro país ha estado marcada por las
divisiones en todo orden y bajo cualquier paraguas categorial, sea político,
sociológico o económico.
Si se
toma el siglo XIX, a las disputas políticas que se dieron ya en el marco de los
caminos que debía seguir la revolución, le siguió la disputa entre unitarios y
federales y la conquista del desierto entre algunos de los sucesos que ponen en
tela de juicio la fantasía romántica de una unidad original perdida por algún
pecado populista. Ya en el siglo XX, el centenario fue el marco en el que se
ponía de manifiesto una sociedad claramente dividida entre una elite criolla y
una masa heterogénea de campesinos pobres y extranjeros explotados que
presionaría hasta obtener la ley Sáenz Peña y vivir una primavera popular en
1916 que no tardaría en desfallecer a pesar de no haber profundizado demasiado
en cambios estructurales que afectaran a la oligarquía terrateniente. Entonces
¿alguien va a decir que el modelo agroexportador argentino era el emblema de
una sociedad inclusiva? Por cierto, ¿esa presunta unidad alguna vez perdida se
recuperó con el golpe del ’30? Ciertamente no, y la irrupción del peronismo no
fue una magia de repollo sino la visibilización de mayorías desplazadas que se
sentían representadas por un liderazgo.
Pero no
avancemos tan rápido porque, justamente, quienes hoy insisten en endilgarle al
kirchnerismo el haber dividido a los argentinos equiparan la situación actual
con aquella que se dio desde el ’45 hasta los años ’70 en torno al clivaje
peronismo-antiperonismo. En esta línea se dice que las familias se pelean, las
parejas se separan y los amigos se distancian por las diferencias políticas,
del mismo modo que sucediera en aquellas décadas del siglo XX. ¿Tienen razón al
bosquejar ese panorama? Claro que la tienen pero eso no significa que estas
fracturas en el campo de las relaciones básicas sean propiedad exclusiva de los
procesos peronista y kirchnerista. Lo que sí parece signo característico de
ellos es el modo en que esas grietas inherentes a la Argentina (y
probablemente a buena parte de las sociedades y los Estados modernos) se han
hecho carne y se manifiestan sin ocultamientos. ¿Por qué sucede esto?
Seguramente porque se trata de procesos que con infinitas diferencias han
intentado al menos trastocar las estructuras vigentes. Se podrá discutir por
qué lo hicieron o en qué porcentaje lo hicieron, pero no se podrá decir que
ambos procesos resultaron indiferentes para las elites.
Sin
embargo, claro está, ni la historiografía liberal ni los comentadores
reproductores del relato del establishment podrían aceptar que esas han sido
las razones por las que el peronismo y el kirchnerismo generan divisiones. De
aquí que recurran a una argumentación sintomática. Para dar cuenta de ello
avanzaré un poquito más en la historia para poder situarnos en nuestro pasado
reciente. Pregúntese entonces por qué durante los noventa no se afirmaba que la
sociedad argentina estaba dividida. Nadie lo decía a pesar de que ese modelo
hizo eclosión en 2001 y produjo la mayor distancia entre los que más y los que
menos ganan, una confiscación de ahorros vergonzosa, más de un 50% de pobreza,
un 25% de desempleados y un país al borde de una guerra civil.
¿No son
estos números signo de un país fracturado? ¿O el dato para identificar un país
partido es simplemente el modo en que se dirimen las diferencias políticas con
nuestros familiares, amigos y parejas?
Lo que
intuyo es, entonces, que esta idea de una actual Argentina dividida responde
con naturalidad deductiva a los principios de una matriz de sentido común
neoliberal instalada. Se trata de aquella que considera que sólo la política es
la que divide. Dicho de otro modo, pareciera que las diferencias económicas son
producto de un natural estado de cosas que, aun estirando la distancia entre
los más que menos tienen y los menos que más tienen, responde al orden
originario de la unidad nacional. De este modo existiría una desigualdad
original aceptada por los ganadores y por los perdedores por igual, y cualquier
intento por transformarla supondría un cambio político y, en tanto tal, sería
identificado como el mal, una suerte de intromisión artificial que genera
crispación, disputa, peleas y violencia. Según esta idea, como la economía es
sabia, no genera violencia, y como los pobres deben reconocer el lugar que les
corresponde, no hay espacio para que se crispen ni para que se peleen. En todo
caso, quedará un lugarcito para que la clase media dispute y, según el contexto
histórico, gane o pierda terreno pero nada más. Así lo indica la matriz
cultural que se sigue del modelo neoliberal que gobernó entre 1976 y 2001,
aquel que partió al país pero en el que teníamos muchos amigos, una buena
relación de pareja y una comida familiar en paz en la que se hablaba de todo,
menos de política.
Publicado
en:
No hay comentarios:
Publicar un comentario