La Corte aplacó el triunfalismo opositor y permite una lectura más equilibrada sobre el resultado electoral.
Cuando Cristina Fernández retome sus funciones tras un mes de reposo, se encontrará con un escenario en el que los efluvios sobre el supuesto "fin de ciclo" kirchnerista, instalado apresuradamente por la oposición luego de las elecciones legislativas del 27 de octubre, fueron barridos de un plumazo por el fallo de la Corte Suprema de Justicia, que declaró ganadora a la presidenta en la más monumental porfía entre una corporación y la política. Ahora resta constatar que no haya gato encerrado en el desmembramiento de Clarín. Pero el gobierno caería en un error si se regodeara en el nuevo clima y olvidara definitivamente el tirón de orejas.
En el escenario mediático, las elecciones legislativas resultaron una "dura derrota" para el oficialismo. Pero esa lectura intencionada –que ya llevó a proclamar el fin del kirchnerismo en 2009– omite intencionalmente que el Frente para la Victoria (FPV) sumó legisladores, que sigue controlando el Congreso y que resultó la fuerza más votada a nivel nacional. Como contrapartida, algunos oficialistas irreflexivos se aferran a estos datos, sobrevaloran la victoria del fallo y relegan la advertencia que implica haber perdido en los cinco distritos más poblados.
La realidad es que el kirchnerismo no está acabado como pretende la oposición. Unos 7,5 millones de argentinos votaron a sus candidatos en agradecimiento a la prosperidad registrada desde 2003, en tanto la segunda fuerza –la UCR, el Partido Socialista y aliados– obtuvo 2,7 millones de votos menos. La estrella emergente, Sergio Massa, redondeó 3.850.000 votos en la provincia de Buenos Aires, y su competidor por derecha, el PRO, sacó 2 millones de votos en todo el país. No parece un mapa de catástrofe oficialista.
Los opositores comparan aviesamente el 54% que obtuvo Cristina Fernández en 2011 con el 32% logrado ahora por sus candidatos a legisladores, pero hasta el más desprevenido observador sabe que en una elección legislativa, el voto se dispersa. Podría decirse en cambio que si el 27 de octubre hubiera sido una elección presidencial, el ganador hubiese sido el candidato del FPV. Pero los kirchneristas no pueden regodearse con ello, porque a la vez quedó establecido que Cristina Fernández tiene fecha de salida. Ya no tendrán como locomotora a la mayor traccionadora de votos, pero eso no significa que el kirchnerismo esté terminado.
La realidad es que Cristina Fernández tiene todavía por delante dos años de gobierno para dar batalla. Aunque también es cierto que en ese lapso deberá enfrentar intríngulis como inseguridad, inflación y escasez de dólares. Pero el kirchnerismo parece una fuerza acostumbrada a nadar contra la corriente, desde que nació tras ser superado en una elección presidencial por Carlos Menem. Llegó al gobierno inerme y construyó una mayoría. La presidenta produjo las medidas más celebradas en la adversidad política, por lo que no pocos esperan que mueva el banco en las próximas horas para producir cambios ministeriales y adopte medidas económicas para reencauzar el rumbo.
Por supuesto que nada marchará en el sentido que anhela la derecha, sino en favor de una profundización del modelo. Los más puristas lamentan que deba conceder medidas de tufillo ortodoxo para aliviar al sector externo. Tras haber arreglado con las empresas que litigaban contra el país en el tribunal internacional del Banco Mundial y obtener a cambio un crédito externo, el gobierno se encamina ahora a labrar acuerdos con los fondos buitres y con el Club de París. También está cerca de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) bendiga una nueva metodología para la evolución de los precios y del Producto Bruto Interno (PBI). De cumplir con estos objetivos, el kirchnerismo habrá reestructurado el ciento por ciento de la deuda en default para que el próximo gobierno pueda salir a los mercados internacionales, sin necesidad de arrodillarse. El crecimiento y la salida del default serán una herencia tan importante en materia económica como la democratización del sistema de medios.
Pero es sumamente improbable que Cristina Fernández entregue su capital político negociando alegremente préstamos internacionales al solo efecto de sostener el tipo de cambio o enjugar el déficit fiscal. En consecuencia, el coro de hiperdevaluadores y ajustadores continuará insistiendo en que el gobierno "no escucha el mensaje de las urnas". Como si los 15 millones de argentinos que votaron por una decena de opciones no kirchneristas clamaran por más deuda externa y ajuste salvaje. No se puede adjudicar seriamente semejante mensaje a los 4,8 millones de votos de radicales y socialistas. Mucho menos al millón de votantes izquierdistas. Los dos millones de sufragios macristas parecen los más proclives a aceptar un retorno al modelo neoliberal. Sergio Massa nunca explicitó claramente sus sueños neoliberales. Pocos de sus 3.847.000 votantes conocen su programa. Vieron en él una forma de castigar al kirchnerismo y de demandar seguridad.
Por el momento, se parece al presidente que ejecutó la mayor operación de travestismo político: el que prometió un salariazo y admitió luego públicamente que si hubiera dicho lo que iba a hacer, no lo hubieran votado masivamente. En todo caso, en las urnas hay varios reclamos, muchos contradictorios. Y Cristina Fernández no puede atender los reclamos adversarios y desatender los propios. No es que no escuche, sino que piensa distinto a sus adversarios. Un golpe en la cabeza no puede remover convicciones profundas, sobre las cuales gobernó su mentor político y luego ella misma. Sabe que ese es su capital ahora y después del 2015, cuando ya no habite la Casa Rosada y el kirchnerismo siga siendo una fuerza nacional.
Por el momento, la presidenta debe atender la gestión y la estrategia de la sucesión. Todo el mapa político se organizará de un plumazo cuando decida si apoyará abiertamente a Daniel Scioli o si empujará a un delfín, como podría ser el gobernador chaqueño Jorge Capitanich, el entrerriano Sergio Urribarri, o el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez. Scioli está decidido a legitimar su candidatura por el justicialismo en las próximas primarias abiertas. El periodista Diego Schurman sostuvo en una nota publicada en Tiempo Argentino que el gobernador bonaerense alienta incluso una modificación de las PASO, para permitir que el segundo candidato pueda integrarse a la fórmula presidencial luego. Scioli se supone ganador en esa interna y le abre así el juego al kirchnerismo más duro, que apoyaría al candidato alternativo.
Al excluirse de la interna de autoridades del Partido Justicialista de la provincia de Buenos Aires, Massa enfila su estrategia por fuera del tronco partidario. Sin renegar totalmente del sarampión peronista que lo aquejó luego de alejarse de la Ucedé, el diputado electo deberá cosechar voluntades en una franja similar a la de Mauricio Macri. Ya se están disputando el espacio prematuramente. Julio Cobos será seguramente el candidato radical, y Hermes Binner difícilmente resigne su postulación para marchar en alianza con la UCR. Resta definir cuál será el candidato kirchnerista. Es la gran tarea que le aguarda a Cristina, además de los bemoles de la economía.
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http://www.infonews.com/2013/11/09/politica-108014-tras-la-eleccion-cristina-vuelve-con-buen-clima.php
En el escenario mediático, las elecciones legislativas resultaron una "dura derrota" para el oficialismo. Pero esa lectura intencionada –que ya llevó a proclamar el fin del kirchnerismo en 2009– omite intencionalmente que el Frente para la Victoria (FPV) sumó legisladores, que sigue controlando el Congreso y que resultó la fuerza más votada a nivel nacional. Como contrapartida, algunos oficialistas irreflexivos se aferran a estos datos, sobrevaloran la victoria del fallo y relegan la advertencia que implica haber perdido en los cinco distritos más poblados.
La realidad es que el kirchnerismo no está acabado como pretende la oposición. Unos 7,5 millones de argentinos votaron a sus candidatos en agradecimiento a la prosperidad registrada desde 2003, en tanto la segunda fuerza –la UCR, el Partido Socialista y aliados– obtuvo 2,7 millones de votos menos. La estrella emergente, Sergio Massa, redondeó 3.850.000 votos en la provincia de Buenos Aires, y su competidor por derecha, el PRO, sacó 2 millones de votos en todo el país. No parece un mapa de catástrofe oficialista.
Los opositores comparan aviesamente el 54% que obtuvo Cristina Fernández en 2011 con el 32% logrado ahora por sus candidatos a legisladores, pero hasta el más desprevenido observador sabe que en una elección legislativa, el voto se dispersa. Podría decirse en cambio que si el 27 de octubre hubiera sido una elección presidencial, el ganador hubiese sido el candidato del FPV. Pero los kirchneristas no pueden regodearse con ello, porque a la vez quedó establecido que Cristina Fernández tiene fecha de salida. Ya no tendrán como locomotora a la mayor traccionadora de votos, pero eso no significa que el kirchnerismo esté terminado.
La realidad es que Cristina Fernández tiene todavía por delante dos años de gobierno para dar batalla. Aunque también es cierto que en ese lapso deberá enfrentar intríngulis como inseguridad, inflación y escasez de dólares. Pero el kirchnerismo parece una fuerza acostumbrada a nadar contra la corriente, desde que nació tras ser superado en una elección presidencial por Carlos Menem. Llegó al gobierno inerme y construyó una mayoría. La presidenta produjo las medidas más celebradas en la adversidad política, por lo que no pocos esperan que mueva el banco en las próximas horas para producir cambios ministeriales y adopte medidas económicas para reencauzar el rumbo.
Por supuesto que nada marchará en el sentido que anhela la derecha, sino en favor de una profundización del modelo. Los más puristas lamentan que deba conceder medidas de tufillo ortodoxo para aliviar al sector externo. Tras haber arreglado con las empresas que litigaban contra el país en el tribunal internacional del Banco Mundial y obtener a cambio un crédito externo, el gobierno se encamina ahora a labrar acuerdos con los fondos buitres y con el Club de París. También está cerca de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) bendiga una nueva metodología para la evolución de los precios y del Producto Bruto Interno (PBI). De cumplir con estos objetivos, el kirchnerismo habrá reestructurado el ciento por ciento de la deuda en default para que el próximo gobierno pueda salir a los mercados internacionales, sin necesidad de arrodillarse. El crecimiento y la salida del default serán una herencia tan importante en materia económica como la democratización del sistema de medios.
Pero es sumamente improbable que Cristina Fernández entregue su capital político negociando alegremente préstamos internacionales al solo efecto de sostener el tipo de cambio o enjugar el déficit fiscal. En consecuencia, el coro de hiperdevaluadores y ajustadores continuará insistiendo en que el gobierno "no escucha el mensaje de las urnas". Como si los 15 millones de argentinos que votaron por una decena de opciones no kirchneristas clamaran por más deuda externa y ajuste salvaje. No se puede adjudicar seriamente semejante mensaje a los 4,8 millones de votos de radicales y socialistas. Mucho menos al millón de votantes izquierdistas. Los dos millones de sufragios macristas parecen los más proclives a aceptar un retorno al modelo neoliberal. Sergio Massa nunca explicitó claramente sus sueños neoliberales. Pocos de sus 3.847.000 votantes conocen su programa. Vieron en él una forma de castigar al kirchnerismo y de demandar seguridad.
Por el momento, se parece al presidente que ejecutó la mayor operación de travestismo político: el que prometió un salariazo y admitió luego públicamente que si hubiera dicho lo que iba a hacer, no lo hubieran votado masivamente. En todo caso, en las urnas hay varios reclamos, muchos contradictorios. Y Cristina Fernández no puede atender los reclamos adversarios y desatender los propios. No es que no escuche, sino que piensa distinto a sus adversarios. Un golpe en la cabeza no puede remover convicciones profundas, sobre las cuales gobernó su mentor político y luego ella misma. Sabe que ese es su capital ahora y después del 2015, cuando ya no habite la Casa Rosada y el kirchnerismo siga siendo una fuerza nacional.
Por el momento, la presidenta debe atender la gestión y la estrategia de la sucesión. Todo el mapa político se organizará de un plumazo cuando decida si apoyará abiertamente a Daniel Scioli o si empujará a un delfín, como podría ser el gobernador chaqueño Jorge Capitanich, el entrerriano Sergio Urribarri, o el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez. Scioli está decidido a legitimar su candidatura por el justicialismo en las próximas primarias abiertas. El periodista Diego Schurman sostuvo en una nota publicada en Tiempo Argentino que el gobernador bonaerense alienta incluso una modificación de las PASO, para permitir que el segundo candidato pueda integrarse a la fórmula presidencial luego. Scioli se supone ganador en esa interna y le abre así el juego al kirchnerismo más duro, que apoyaría al candidato alternativo.
Al excluirse de la interna de autoridades del Partido Justicialista de la provincia de Buenos Aires, Massa enfila su estrategia por fuera del tronco partidario. Sin renegar totalmente del sarampión peronista que lo aquejó luego de alejarse de la Ucedé, el diputado electo deberá cosechar voluntades en una franja similar a la de Mauricio Macri. Ya se están disputando el espacio prematuramente. Julio Cobos será seguramente el candidato radical, y Hermes Binner difícilmente resigne su postulación para marchar en alianza con la UCR. Resta definir cuál será el candidato kirchnerista. Es la gran tarea que le aguarda a Cristina, además de los bemoles de la economía.
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