La Nación publicó esta semana un editorial donde niega la existencia del golpe cívico-militar que derrocó a Perón el 16 de septiembre de 1955. Fue una dura respuesta a lo que había manifestado previamente la presidenta sobre la acción depredadora de los ríos de tinta (aludiendo a los editoriales contrarios a su gobierno que publican Clarín, La Nación y Perfil) sobre los gobiernos nacionales y populares. Según el mitrismo Perón no cayó por el accionar de las Fuerzas Armadas sino porque su gobierno estaba desquiciado, se había quedado sin respuestas frente a los graves problemas que estaban acuciando al país. En otros términos: Perón cayó por su propio peso, nadie lo empujó hacia el abismo. Recordar lo que aconteció en aquel traumático 1955 ayudará a rebatir estas temerarias afirmaciones del mitrismo que poco ayudan para lograr la tan ansiada conciliación de los argentinos. Hacia fines de 1954 era por demás evidente el desgaste que estaba sufriendo Perón. La situación económica era muy complicada y el antagonismo peronismo=antiperonismo era visceral. En ese momento el presidente arremetió duramente contra la Iglesia Católica , en una actitud, a mi entender, incomprensible. Muchos fueron los sacerdotes que sufrieron la represión del gobierno peronista mientras el parlamento sancionaba la legalización de la prostitución. La situación empeoró en 1955. Junio fue un mes crucial. El 11 se celebró la tradicional celebración del cuerpo de Cristo que fue utilizada por el antiperonismo para organizar en Buenos Aires una movilización impresionante en contra del gobierno nacional. La reacción de Perón no se hizo esperar. Varias sedes del radicalismo y el socialismo fueron atacadas, al igual que la Catedral metropolitana. El 16, aviones de la marina bombardearon la Plaza de Mayo ocasionando la muerte de centenares de argentinos que estaban desarmados. Fue un ataque cruel y cobarde, además de innecesario. No se encendió la chispa de la guerra civil porque el destino así lo quiso. La inmediata reacción de Perón fue la de recular. Algunos dirigentes antiperonistas, como Arturo Frondizi, pudieron utilizar la radio para emitir sus opiniones. La actitud contemporizadora de Perón fue una falsa alarma. El 31 de agosto pronunció desde el balcón de la Rosada el discurso más violento que hasta entonces había pronunciado un presidente argentino. “Por cada uno de nosotros caerán cinco de ellos”, bramó ante una multitud enfervorizada. El 16 de septiembre se produjo su derrocamiento. Un sector importante de las Fuerzas Armadas, comandado por los generales Lonardi y Aramburu, y el almirante Rojas, encabezó el alzamiento mientras Perón encontraba refugio en Paraguay. El 23, Lonardi asumió como presidente de facto ante una multitud que colmó la Plaza de Mayo. La Argentina estaba profundamente dividida. En mi opinión, yerra La Nación cuando afirma que no hubo golpe cívico-militar. Sí lo hubo. Ahí están los libros de historia, los diarios de la época y quienes vivieron aquel punto de inflexión en nuestra ajetreada historia. El derrocamiento de Perón marcó para siempre a la Argentina. Para los peronistas se trató de un acto de fuerza ilegal cometido por un grupo de usurpadores. Para los antiperonistas fue la puesta en práctica del derecho de resistencia a la opresión. Para los peronistas fue un acto de barbarie contra su amado líder. Para los antiperonistas fue la extirpación de un cáncer. La Argentina se partió en dos mitades irreconciliables, antagónicas. El fracaso del antiperonismo durante los siguientes 18 años en extirpar de la memoria colectiva la figura de Perón y Evita condujo al retorno de Perón en 1973 y al golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976. La historia argentina del siglo XX ha demostrado que todos los golpes que se produjeron fueron cívico-militares y que se debieron a muchas razones. El de 1955 fue, probablemente, el más relevante debido a la figura que fue derrocada. El líder de los descamisados fue destituido por un sector del partido militar que tuvo el apoyo de un importante sector de la civilidad. Negarlo es inadmisible. De ahí que cueste entender la actitud de La Nación. Su editorial ahonda las divisiones, echa más sal sobre las heridas aún no cicatrizadas. En nada favorece a la unidad nacional, tantas veces pregonada por el mitrismo. Es cierto que el gobierno de Perón estaba sufriendo un gran desgaste, pero también lo es que no fue ninguna fantasía el golpe que le propinó el poder militar. ¿Hubiera logrado Perón cumplir con su segundo mandato de no haber ocurrido el golpe del 16 de septiembre? Difícil saberlo. Lo cierto es que Perón fue obligado a abandonar el poder y que con la instalación del gobierno de la Revolución Libertadora la antinomia peronismo=antiperonismo se ahondó de manera tal que tornó imposible la paz social entre los argentinos.
En septiembre de 2001 el símbolo del poder financiero transnacional, las Torres Gemelas, y el emblema del poder militar de la nación más poderosa del mundo, el Pentágono, sufrieron un increíble ataque orquestado por Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda y antiguo amigo de los Estados Unidos. La demolición de las Torres Gemelas fue utilizada por George W. Bush para acusar sin pruebas al déspota de Irak, Saddam Hussein (otro antiguo amigo de la república imperial), de tener contactos con Bin Laden y de haber transformado Irak en un gigantesco laboratorio productor de armas químicas. Jamás Estados Unidos logró probar sus acusaciones. Sin embargo, ello no significó obstáculo alguno para que en marzo de 2003 diera comienzo a su invasión al país de cultura milenaria. El gobierno republicano creyó que se trataba de una aventura militar poco riesgosa que duraría escasas semanas. Su error de cálculo fue mayúsculo. Es cierto que en poco tiempo logró derrocar a Saddam Hussein y que a fin de ese año logró capturarlo para que las nuevas autoridades iraquíes lo condenaran a la horca. Pero probablemente jamás imaginaron que se verían obligados a luchar, a partir de entonces, contra un enemigo fantasma, la insurgencia iraquí, experto en el arte de la guerra de guerrillas. Estados Unidos necesitó casi una década para aplastar a su enemigo. El precio, en vidas humanas y en dinero, fue altísimo. Varios miles de marines retornaron a sus hogares muertos, inválidos y heridos. El gobierno norteamericano siempre dijo que habían fallecido no más de 5000 marines pero cuesta creer que una guerra tan larga y despiadada hay producido tan pocas bajas en el bando invasor. Por el lado iraquí se calcula en varios centenares de miles los muertos (la mayoría de ellos civiles inocentes) y una cultura antiquísima diezmada. La invasión a Irak demostró que el accionar depredador de la república imperial se vio facilitado por la evidente decisión del mundo árabe y, fundamentalmente, de Rusia, de abandonar a su suerte a Saddam Hussein. Diez años después de la orden dada por W. Bush de destruir Irak, otro presidente, Barack Obama, está aguardando el momento oportuno para ordenar un feroz bombardeo contra Siria, comandada por Assad, otro déspota que supo contar con el apoyo de Occidente. El mundo había respirado aliviado con la victoria de Obama en 2008. Ocho años de gobierno republicano habían sido demasiados. La humanidad estaba harta de guerras que sólo tenían como objetivo satisfacer los intereses de una minoría que se cree dueña-probablemente con razón-del planeta. Con Obama, se creyó, locuras como la de Irak son impensables. El paso del tiempo demostró que en materia internacional los republicanos y los demócratas son partidarios de la misma concepción: Estados Unidos es el gendarme del mundo y todo lo que implique, cierta o aparentemente, un obstáculo para su dominio mundial, debe ser destruido. Hace una década el régimen de Hussein era un peligro. Hoy lo es el régimen del sirio Assad. Obama está siguiendo los mismos pasos que W. Bush. Ha acusado sin pruebas a Assad de haber utilizado armas químicas para destruir a la insurgencia y está decidido a hacer escarmentar al régimen sirio sin el consentimiento de las Naciones Unidas, tal como hizo W. Bush con Saddam en 2003. La única gran diferencia es que en esta oportunidad Siria no está sola, no ha sido abandonada a su suerte como sucedió con Irak hace una década. En esta oportunidad Assad cuenta con el apoyo de Rusia, segunda potencia nuclear del mundo, e Irán, gobernado por una teocracia impredecible. En estos momentos está reunido en el país de Putin el G-20 para debatir, entre otros temas, esta trascendente cuestión. En su edición del día de la fecha (5-XIX-2013) el mitrismo publica un interesante artículo donde clasifica a las naciones que componen el G-20 en función de su postura ante la crisis siria: a) las naciones a favor del bombardeo, b) las naciones que están en contra, c) las naciones que están en duda; y d) las naciones que aún no han emitido su opinión. Que Estados Unidos encabece el grupo de naciones que están a favor del ataque y que Rusia encabece el grupo de naciones que está en contra (Argentina entre ellas), revela hasta qué punto está en peligro la paz mundial. Intercambiando opiniones con Raúl Isman, me acaba de reconocer que si Estados Unidos llegara a atacar Siria la paz del mundo podría estallar por los aires. Confieso que se me heló la columna vertebral. Todos somos conscientes de todos los intereses (geoestratégicos, económicos, etc.) que están en juego, de la relevancia que Estados Unidos y Rusia otorgan a Siria dentro del tablero de ajedrez mundial, de lo que significan las guerras para el complejo militar-industrial norteamericano; pero también lo somos de que un choque armado entre Estados Unidos y Rusia podría conducir a la humanidad hacia el Apocalipsis. Es de esperar, entonces, que Obama y Putin, los máximos protagonistas de este conflicto, sepan estar a la altura de las circunstancias y sean conscientes de que de sus próximas decisiones dependerá la suerte de la humanidad entera.
Hernán Andrés Kruse
Rosario-hkruse@fibertel.com.ar
Publicado en:
http://www.redaccionpopular.com/articulo/negacion-del-16-de-septiembre-de-1955-siria-en-la-mira-del-imperio
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