Entrevista: Jorge Coscia, secretario de Cultura de la Nación
Miradas al Sur. Año 4. Edición número 171. Domingo 28 de agosto de 2011
Por
Miguel Russo
mrusso@miradasalsur.com
“Cuando no se asume la conflictividad, entramos en la idea del fin de la historia”, asegura.
Sale de un reciente libro de artículos, La encrucijada del Bicentenario, y está metido de cabeza en otro: su primera novela (aunque tiene otra que nunca quiso publicar y de la que prefiere guardar silencio). Quizá todo, en Jorge Coscia, secretario de Cultura de la Nación, esté encuadrado en el subtítulo de sus ensayos: apuntes para comprender y profundizar el proyecto nacional y popular. Por eso es inevitable que mencione la historia de su próximo Juan y Eva: “Estoy haciendo las correcciones finales. Primero, el 15 de septiembre se estrenará la película que está basada en esa novela, la historia de amor entre Perón y Eva Perón. El film es como la punta del iceberg en 100 minutos de la novela. El libro, que saldrá en un mes y medio, entra en el quién es quién, en todos los detalles minuciosos. Podría compararla con esa combinación que tiene la novela de ficcionar sobre fuente histórica”.
Miguel Russo–¿La escribió en primera persona?
Jorge Coscia–No, no. El que narra es alguien omnipresente. Hay citas textuales de algunos, relatos de terceros, mucha fuente histórica.
M.R.–¿Cómo remedió las ganas de ser Perón o Eva en una novela?
J.C.–Son personajes muy distintos a mí. Tuve identificaciones, claro: la oratoria, la política, pero son muy distintos, y es otra época. Me gusta más vivir la escritura como una invasión a otras vidas. Este trabajo requirió mucha investigación. Y descubrí datos inéditos. Por ejemplo, la hipótesis de que Eva tuviera síntomas de su enfermedad ya en 1944. Otro descubrimiento fuerte es que la policía de Perón investigó a Eva en ese mismo año.
M.R.–¿Una investigación mandada por Perón?
J.C.–No, el documento tiene un sello de “investigación no solicitada”. Quien la hace es un íntimo amigo de Perón, Velazco, uno de los pocos tipos que Perón tuteaba, que había sido compañero de habitación en el colegio militar. Velazco, que iba ser gobernador de Corrientes y era, en 1944 y 1945, el jefe de la Policía.
M.R.–Con relación al cáncer que padecía Eva, y más allá de los alcances de la medicina por entonces, ¿por qué supone que no trató la enfermedad antes?
J.C.–La mujer anterior de Perón, Aurelia Tizón, se había muerto de cáncer de útero. Eso es un dato concreto. Ahora, como novelista, me metí en la cabeza de Eva, en el espanto que le debe haber producido pensar que ella podía tener lo mismo. Ahí es donde entro de lleno en lo ficcional. Meterme en la cabeza de ella, imaginar su doble temor: a la enfermedad y a comenzar una relación con la idea de que su marido va a tener que enfrentar de nuevo la pesadilla de una enfermedad mortal.
• La política y las ideas
M.R.–El primer peronismo no tuvo un gran apoyo de los sectores culturales. Si bien hubo personas como Arturo Jauretche o Enrique Santos Discépolo, entre otros, parecen ser casos excepcionales.
J.C.–Aquel peronismo generó un cambio estructural en los sectores de trabajo y medios. En el plano de lo simbólico, hay muchas cosas que cambian con el golpe del ’43 y el GOU. Dentro de ese frente militar que era el GOU, antiimperialista, de espíritu moralizante, Perón formaba parte del grupo más pragmático. Logra armar un sistema de ideas, y lo va conformando con los cuadernos de Forja y los escritos de Jauretche como principal fuente inspiradora. Perón tenía una política de estado cultural muy propia del tiempo, con la comunicación manejada y utilizada como una herramienta política. Y eso era así en todo el mundo: en los Estados Unidos estaba Mc Carthy, en la Francia democrática estaba la política represora imperial en Vietnam y Argelia, en la Unión Soviética estaba Stalin con millones de muertos, en España estaba Franco.
M.R.–Es decir, casi una imposibilidad el hecho de pretender una política cultural moderna o, aunque sea, liberal.
J.C.–Claro. Eso generaba una distorsión donde los sectores medios adherían a ideas simbólicas inexistentes, pretensiones de libertad aisladas de lo popular. Había una hegemonía cultural: la de 20.000 familias que había desplegado un universo letrado en torno de la revista Sur, a los suplementos culturales de La Nación y de La Prensa, generando una especie de dominio del imaginario de los sectores medios altos y parte de los sectores medios. Perón confiaba mucho en sus políticas sociales y confiaba mucho en su capacidad de convencimiento. En el ’45 da discursos a los estudiantes por la radio y son un tanto ingenuos.
M.R.–¿Por qué?
J.C.–No entendía que lo simbólico ahí funcionaba de otra manera. Que no era fácil desmantelar la colonización pedagógica advertida por Jauretche. Que esa hegemonía cultural era muy fuerte, a tal punto que perdura aún en enormes sectores de la población.
M.R.–Dejando de lado la primavera camporista, esa relación poder/intelectuales siguió enfrentada durante los gobiernos peronistas. ¿Qué pasó en la sociedad argentina que hoy el grueso del campo cultural apoya este proyecto?
J.C.–El kirchnerismo tiene sus raíces en el peronismo pero entra en una suerte de actitud superadora con muchos elementos como derechos humanos, profundización de las libertades, no condicionamiento de la justicia, de la Corte Suprema, una intensa actividad cultural que tiene su base en la gestión abierta, democrática y no condicionante por parte del Estado. Esto ganó la voluntad de esta vanguardia de las clases medias que son los artistas. Se expresa plenamente en el canto popular y en grupos como Carta Abierta y con cierta lentitud y escepticismo en algunos lugares del campo literario.
M.R.–¿A qué se debe ese escepticismo que usted manifiesta?
J.C.–Al apego a lo que dice La Nación o diceÑ. Ese escepticismo está muy ligado a que el poder artístico-cultural se reparte en otros lados.
M.R.–Convengamos que también hay una cierta cuota de estupidez en eso de no convocar a los intelectuales por creerlos “astillas de otro palo”.
J.C.-Sí, la verdad es que de ninguna manera se puede crucificar a un escritor por hacer una nota para ADN o Ñ. Un caso concreto: Beatriz Sarlo tiene todo el derecho de expresar sus opiniones como las expresa. Eso es lo interesante del debate. Igual, aunque falte bastante, creo que hay un desarrollo muy grande y que hace falta un cierto coraje desde el campo intelectual para salirse y correrse del lugar que reparte el prestigio. Porque en la Argentina el prestigio es más importante que el dinero.
M.R.–En la Argentina y en cualquier lado. Es muy difícil encontrar un escritor de buen pasar por sus derechos de autor.
J.C.–Está bien, nadie se enriquece publicando libros. Quizás eso ocurra en los Estados Unidos o en Inglaterra, ya que el mercado de lengua inglesa es formidable.
M.R.–El mercado en lengua española también lo es, pero la Argentina perdió soberanía allí. Ya no somos, editorialmente, aquel país que descubrió a García Márquez.
J.C.–Nuestras principales editoriales no son puramente argentinas, son banderas extranjeras. Con todo respeto por esas editoriales, ¿no? Pero volviendo al kirchnerismo, hoy se vive una etapa de superación, una etapa que tiene dificultades mayores que las que tuvo Perón. Perón asumió en un país con recursos, un país al que el imperio le debía. Néstor Kirchner asumió un país destrozado. Ahí hay un valor importante. El kirchnerismo no podría haber existido sin el peronismo, pero me parece que el kirchnerismo recuperó al peronismo. En general, los movimientos nacionales, populares y democráticos del siglo XX claudicaron en América latina. El peronismo es uno de los pocos casos de perdurabilidad. Quizás sea por sus características de frente muy amplio que produce, como todo gran movimiento, desprendimientos. Todo el tiempo el peronismo genera ramas rotas que terminan en el piso, negando la raíz transformadora del tronco central. Ramas que tuvieron su momento de auge.
M.R.–¿Cómo incide en ese imaginario cultural del peronismo cuando aparecen tantas ramas rotas escindidas del mismo tronco? Rodríguez Saá, Duhalde, Menem, Das Neves, De Narváez: todos se proclaman como peronistas, y como los auténticos peronistas.
J.C.–Me parece que el kirchnerismo ocupa un lugar aglutinador de aquellos peronistas que abrevamos en las fuentes genuinas de transformación inicial, pero el kirchnerismo no se agota en el peronismo. Propone un frente nacional que incorpora a otros sectores de la sociedad, a desprendimientos de otros partidos.
M.R.–Esa transversalidad que había arrancado con Néstor Kirchner. ¿Decayó ese proyecto en determinado momento?
J.C.–Hay ciclos y etapas. La transversalidad siguió siempre. La Presidenta lo definió claramente en el acto de Huracán: somos un frente popular, nacional y democrático.
M.R.–Pero...
J.C.–Pero cuando uno analiza en la República, ve que los gobiernos son fundamentalmente peronistas o radicales, y que las corrientes progresistas no habían logrado hacer pie, ni siquiera en Capital. Hoy, esos espacios, en líneas generales los ocupa el kirchnerismo. Cualquiera puede decir que es peronista, patriota o republicano. El tema no es lo que se dice, sino lo que se es. Y uno no puede decir, como Duhalde, que es peronista y reunirse con la Sociedad Rural. Eso es no entender lo que fue el peronismo, que libera su combate fundamental contra un sector de la sociedad ligada a la producción agraria, egoísta, que estableció su alianza con los imperios en detrimento de producción industrial argentina. ¿Cómo pude decir un tipo que es peronista y después estar con la Mesa de Enlace negociando y planteando políticas de hambre?
M.R.–¿Son los mismos que levantan la bandera del regreso pacificador de Perón en el ’73?
J.C.–Perón viene tranquilo y a pacificar porque gana con más del 60 por ciento de los votos. Pero toda la historia del peronismo es una historia de conflictividad. Y el kirchnerismo es un gobierno que asume la conflictividad. Cuando esa conflictividad no se asume, entramos en la concepción del fin de la historia, que no es ni más ni menos que la hegemonía de los poderosos. Cuando un Gobierno niega la conflictividad, termina generando un estallido como en 2001.
• La batalla cultural
M.R.–Hay sectores que señalan ese concepto de conflictividad como crispación, como enfrentamiento por el mero hecho del enfrentamiento.
J.C.–Sí, pero es falso. El kirchnerismo asumió la conflictividad en dosis homeopáticas: el Fondo Monetario Internacional, los derechos humanos, la cuestión social con La Asignación Universal por Hijo, la desmantelación de las leyes de la dictadura y de los ’90. Es decir, asume el conflicto para reducir el enfrentamiento extremo y terminal. Cuando los gobiernos socialdemócratas de Europa quieren resolver la conflictividad a favor de los bancos y del sector financiero están generando y acumulando magma para un estallido superior al que todavía recién se expresa.
M.R.–“Conflictividad”, “combate”, “enfrentamiento”: son palabras que sectores de la oposición usan sin tener en cuenta las ideas que representan en sí mismas. En el debate cultural, ¿es preferible usar la palabra “batalla” o “transformación”?
J.C.–En primer lugar hay que aclarar que al asumir el gobierno se asume la conflictividad. Pero hay que comprender que estos últimos ocho años son el período menos violento de la historia argentina. Donde hubo menos muertes generadas por las luchas sociales políticas y con el Estado menos represor que se recuerde. Parafraseando a Zaffaroni: “Si hablan los muertos, éste es el período menos conflictivo de la historia argentina”. Las metáforas valen. Esto es como la Ley de Medios Audiovisuales: no queremos cerrar diarios y canales, queremos que haya otros, que haya más. No queremos cerrar espacios culturales que las elites abrieron en la zona norte de Buenos Aires para regodearse en su propia cultura. Lo que queremos es llevar la política cultural con mayor profundidad a todo el país. Queremos una cultura reparadora, inclusiva. Todo ser humano es creativo, y el ser humano creativo necesita generar y consumir cultura. Una sociedad que desarrolla ciencia y tecnología, desarrolla la creatividad.
M.R.–¿Sería oportuno tener una editorial y un sello discográfico estatal, o una incidencia mayor del Estado en los planes culturales, como ocurrió con el cine? Es decir, industrias culturales que creen catálogo, que se inserten en el mercado con un criterio más superador que el de la simple venta, que permitan la aparición de nuevas voces.
J.C.–Una película sale, como mínimo, un millón y medio de pesos. Allí el Estado cumple un papel fundamental. Sacar un libro o un disco tiene mayores posibilidades. Los problemas están en el mercado, en la distribución. Pero el Estado es el mayor comprador de libros de la Argentina: compra prácticamente un 20 por ciento de los libros que se venden destinados a distintas instancias. El Estado argentino es un gran estimulador de las industrias editoriales. Claro que el escenario actual es de desnacionalización de la industria editorial.Yo creo que todavía faltan algunas medidas de estímulo. La Comisión nacional de Bibliotecas Públicas edita libros, la Biblioteca Nacional y la Secretaría de Cultura, también. El mundo discográfico es más complicado: con un mercado que vive una crisis formidable de los soportes y con una polémica, difícil de resolver, entre la contradicción del derecho autoral y el libre acceso. Éste es un tema que tenemos que discutir en toda la sociedad y donde difícilmente haya unanimidad.
M.R.–¿Cómo se logra, entonces, desbaratar esa idea sostenida, entre otros, por Mario Vargas Llosa, de “el Estado no debe intervenir en la cultura”?
J.C.–Vargas Llosa, como muchos otros, es un activista de la hegemonía cultural global. Si el Estado se retira, sólo queda ser meros espectadores del mercado. Y eso atañe tanto lo cultural como lo social y lo político. En la Argentina, hubo muchos diarios que ayudaron a voltear gobiernos. El kirchnerismo dio vuelta el paradigma: se la banca. Y se la banca porque debate. Hemos sido David frente a Goliat en términos de comunicación. Comprendimos que una verdad de una hora desmantela cien horas de mentiras. La Presidenta lo marcó claramente: “Hay dos realidades, una virtual y otra real”. Si la realidad virtual estuviera más cerca de la real, en vez de 50 puntos hubiéramos sacado 60. Pero, claro, uno se sienta en un bar y allí está la tele clavada en TN. Falta, por supuesto, falta bastante, pero las distancias se achican cada día más.
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