Panorama político
Publicado en TIEMPO ARGENTINO el 14 de Agosto de 2011
Por Hernán Brienza
Periodista, escritor, politólogo.
Corría el año ’82 y, desde hacía 52, el país había sido gobernado por 14 presidentes surgidos de golpes militares y apenas nueve civiles (uno de ellos, Juan Domingo Perón, era de origen militar).
Mi amigo del alma en la escuela primaria se llamaba Mariano. Eramos físicamente parecidos: de la misma altura, castaños, flacos y despeinados. Él era muy tímido y yo muy extrovertido. Yo era muy peleador, pero él tenía mejor trompada, sólo que había que buscarlo mucho para que se enojara. A él lo elegían siempre como mejor compañero. Yo, si no recurría al soborno, no conseguía ni un voto. Vivíamos hablando de política, nuestros padres provenían de la misma extracción política e ideológica y en el instituto de la calle Rivadavia estábamos en franca minoría.
Obviamente, éramos los nerds del grado. Yo soñaba con ser abogado y él, militar. Una vez, en un recreo, le pregunté por qué, justo él, que pensaba como pensaba –ambos odiábamos a la dictadura–. Me miró con esa mirada profunda que tienen los chicos y me dijo: “Porque quiero ser presidente.”
Su lógica era irrefutable. Corría el año ’82 y, desde hacía 52, el país había sido gobernado por 14 presidentes surgidos de golpes militares y apenas nueve civiles (uno de ellos, Juan Domingo Perón, era de origen militar). En los documentos de nuestros padres, por ejemplo, los sellos del voto estaban “tirados con gomera” y se contaban con los dedos de una mano.
Parecía casi imposible que Argentina pudiera vivir casi 30 años consecutivos de democracia. Por eso, no tengo dudas que el 10 de diciembre en Argentina no se reinstauró la democracia. Antes de esa fecha, se había construido una república restrictiva y fraudulenta –entre 1853 y 1916– y una democracia imposibilitada por los consecutivos golpes de Estado.
El primer acto de elección con cierta autonomía es el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 y, como se sabe, votaron apenas un centenar de vecinos de Buenos Aires, cuidadosamente seleccionados por los revolucionarios para poder ganar las primitivas elecciones. Y la primera ley electoral criolla fue sancionada en 1821, durante el gobierno provincial de Martín Rodríguez, bajo el influjo de Bernardino Rivadavia, por entonces, ministro de gobierno. La nueva norma establecía el sufragio universal voluntario masculino para todos los hombres libres –no votaban los esclavos ni los jornaleros, lo que equivalía a que sólo lo hacían los propietarios o los vecinos “decentes”, o sea los adinerados–. Manuel Dorrego, como legislador, fue el primero en defender que los trabajadores pudieran votar, pero no obtuvo respuesta positiva por quienes estaban enhebrando la Constitución unitaria de 1826. La infamia en materia electoral se produjo en diciembre de 1828, cuando, tras el inefable golpe de Estado realizado por Juan Galo de Lavalle, en la capilla de San Roque, se produjo la “farsa de los sombreros”. Allí se eligió gobernador a Lavalle con el “institucionalizado y democrático” sistema del levantamiento de sombreros. ¿Cómo fue el resultado del escrutinio? Sencillo: 79 sombreros decidieron la suerte de un pueblo.
Las elecciones modernas fueron instituidas con la Constitución Nacional de 1853 y, sobre todo, por la Ley Electoral de 1857. Allí quedó establecido que el voto era masculino y cantado, es decir, en voz alta, y a lista completa para todos los cargos. El ganador se llevaba todo de una vez –Poder Ejecutivo y Legislativo– y dejaba a la oposición sin una mínima representación. Pero lo peor es quizás la forma en que se realizaba el voto. Basta con leer el Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, para enterarse de las prepoteadas, amenazas y presiones a las que estaba sometido el pobre elector que tenía que decir su voto delante de todos –sobre todo de los matones de los partidos Autonomista o Nacional–. Y si uno no votaba por el caudillo del lugar al que pertenecía, podía perder desde el trabajo hasta la vida. El día de las elecciones, por ejemplo, no faltaban los tiroteos, los actos terroristas, los muertos volvían a votar, los padrones eran adulterados y falsificados, se compraban votos, se quemaban las urnas.
Todo les estaba permitido a los políticos del liberalismo conservador para seguir acumulando y concentrando el poder en sus manos.
La violencia revolucionaria del radicalismo original –la UCR renunció tanto a su herencia federal como a su condición revolucionaria hace ya décadas– mostró a la burguesía gobernante a principios del siglo XX que no se podía seguir gobernando el país como una estancia. Tras el levantamiento del Parque en 1890, las intentonas del ’93, ’95, 1905 y la amenaza de 1910 por parte de Hipólito Yrigoyen, la clase dominante liberal conservadora tomó conciencia de que era necesario acabar con el fraude institucionalizado. La Ley Sáenz Peña de 1912, que estableció el voto universal, secreto y obligatorio para los hombres mayores de 18 años, parecía significar el establecimiento de una democracia masculina medianamente competitiva.
Pero las grandes mayorías tuvieron la mala idea de votar a la UCR y no a las distintas expresiones del liberalismo conservador. Hipólito Yrigoyen se convirtió así en el primer presidente electo democráticamente en la historia argentina; habían transcurrido nada más que 100 años desde la declaración de la Independencia.
Pero fue demasiado para los dueños del país. Apenas 14 años tardaron para derrocar el sistema democrático e imponer el fraude patriótico que encumbró a Agustín Justo, primero, y a Roberto Ortiz como presidentes de la Década Infame. Las elecciones de marzo de 1936, por ejemplo, que le dieron el triunfo a Manuel Fresco en la provincia de Buenos Aires, calificadas por el embajador de los Estados Unidos como la “más burlesca y fraudulenta contienda electoral jamás realizada en la Argentina”.Como se sabe, pegar un primer tiro es fácil, lo difícil es frenar el tiroteo posterior.
El golpe y el fraude llamó a la revolución del ’43, la experiencia democrática del peronismo –donde otra vez el voto popular les arrancó el poder de la mano a los poderosos– les demostró una vez más al liberalismo conservador que sólo podían gobernar por el fraude o la violencia. Esa matriz –nacida en el golpe decembrino contra Dorrego– se repitió a lo largo de nuestra historia: el liberalismo conservador unido a un sector del Ejército siempre ha quebrado el orden institucional, porque no tenía la posibilidad de generar políticas de integración y de consenso. Ese vapuleo, el prepoteo de las clases dominantes hacia los sectores populares, la imposibilidad de generar un sistema democrático integrador y solidario ha sido, en mi opinión, el peor mal al que hemos sido supeditados los ciudadanos argentinos.
La negación o malversación de la voluntad de las mayorías es el origen del desapego que sienten las mayorías contra el Estado y sus instituciones. Ni yo fui abogado, ni Mariano presidente de la Nación. Tampoco fue militar, él. Durante los años ochenta militamos juntos y luego la vida se fue encargando de separarnos –es que “la vida es puta”, como decía el Negro Roberto Fontanarrosa–.
Hemos vivido en una democracia imperfecta, en las que los políticos nos han defraudado la mayoría de las veces, y apenas unas pocas hemos sentido que nuestro voto nos representaba. Hoy iremos de nuevo a votar en unas elecciones primarias que expanden la participación de los ciudadanos. Elegir siempre es una fiesta. Por eso, hay que despertarse tempranito, mirar el color del cielo, inspirarse y, como se decía en las viejas épocas: ¡a votar bien!
PUBLICADO EN
http://tiempo.elargentino.com/notas/breve-historia-del-no-voto
No hay comentarios:
Publicar un comentario