Después de seis años de recesión, ajuste, desempleo y nuevas deudas para pagar el interés de las anteriores, Grecia finalmente se animó a elegir un gobierno de izquierda que promete poner fin a la economía de la austeridad. El triunfo electoral de su joven y carismático líder, Alex Tsipras, repercutió en todo el continente.
En Bruselas, sede del gobierno europeo y en Berlín, sede del país que
sirve como su principal sostén, sonaron voces de alarma. Tsipras le abre
la puerta al populismo euroescéptico e irresponsable, tanto de extrema
derecha como de extrema izquierda, que amenaza la unidad continental con
cantos de sirena de èpicas aventuras que indefectiblemente terminan
mal, sostiene el discurso dominante.
Pero en la periferia, en países como España y Portugal, Syriza despierta
una enorme curiosidad, cuando no una luz de esperanza. Cansados de
tanta austeridad disfrazada de moral y virtud, hartos de pagar lo que
sea por pertenecer a un sistema que no los incluye, decepcionados por la
falta de respuestas de los partidos tradicionales, descreídos de una
burocracia supranacional que hace gala de su disciplina fiscal pero no
puede salir de un estancamiento económico que ya lleva demasiado,
enojados con una Unión Europea que se muestra impotente ante el doble
desafío del terrorismo islamista y la llegada de inmigrantes desplazados
por las guerras de Medio Oriente, cuando en realidad son dos caras de
la misma moneda, Syriza nació al calor de las grandes protestas de los
indignados
La situación económica Grecia que hereda el gobierno que encabeza Tsipras no es la mejor. Tienen una deuda del ciento setenta y pico por ciento de su PBI, un riesgo país cinco veces más alto que cualquier otro de la región, veinticinco por ciento de desempleo y trepando, sucesivos recortes de salarios y pensiones estatales, privatizaciones que abarcan prácticamente todo patrimonio público con suficiente valor como para ser comercializado y una divisa rígida, cuyo valor se decide en Bruselas y no Atenas, lo mismo que el programa económico de hiperausteridad a cambio de "rescates" financieros para pagarle a los bancos, sobre todo los alemanes, que tanto dinero le prestaron, y para evitar que colapsen los bancos griegos, que se sostienen con créditos del Banco Central Europeo.
La novela venía de mal en peor. En el 2009, plena crisis mundial, una coalición de centroderecha dejaba al gobierno con el país al borde de la bancarrota, grandes préstamos cuyos intereses se dispararon cuando se pinchó la burbuja inmobiliaria grandes pasivos apenas disimulados por la contabilidad tramposa de Goldman Sachs. Desde entonces, con la ayuda de la troika del Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea, los griegos se fumaron dos rescates millonarios y dos gobiernos de eficientes pagadores que recortaron presupuestos de salud y educación todo lo que pudieron. Con los últimos recortes había logrado un superávit operativo pero no terminaba de achicar su deuda: el ahorro le alcanzaba para pagar los vencimientos del capital, pero no llegaba a cubrir los intereses. Ahora Grecia estaba por cobrar el último tramo de su segundo rescate, que espera con las arcas casi vacías, y sin el cual, según los expertos, no podrían pagar las cuentas más allá de febrero.
Pero ganaron las elecciones, y las ganaron bien. Entonces se plantaron.
Tsipras y su ministro de economía, el best-seller Yanis Varoufakis, autodefinido como "marxista libertario." Basta de recortes. Al menos por unos días, basta de malas noticias. No los habían votado para eso. Como primeras medidas aumentaron el salario mínimo, restablecieron relaciones con los sindicatos, recontrataron a más de mil empleados estatales de limpieza echados por el gobierno anterior y suspendieron el programa de privatizaciones. Para compensar, aunque sea un poco, anunciaron también una reforma gubernamental que reduce el número de ministerios para achicar el gasto de la administración.
En su primeras audiencias diplomáticas como primer ministro, Tsipras recibió a los embajadores de Rusia y China, como para mandar una señal.Al día siguiente su representante en Bruselas votó en soledad en contra de sancionar a Moscú por intervenir en Ucrania. Ayer le comunicaron al representante de la Unión Europea que no trabajarían más con los auditores de la troika y que no querían el último tramo del rescate. Antes bien quiere un acuerdo antes de marzo. Con una quita de capital y un programa de pagos atado al crecimiento económico. Y un jubileo de acreedores como el de 1953, cuando Grecia, España e Irlanda, entre otros, países perdonaron la deuda alemana.
A diferencia de los socialistas franceses y españoles, los "tercera vía" británicos y sus propios compatriotas de PASOK, Syriza no quiere terminar como esa izquierda retórica que se autodestruye al someterse mansa al consenso de la ortodoxia liberal. Bruselas y Berlín oscilan entre la firmeza y la flexibilidad, los demás actores regionales miran y esperan para tomar partido.
Se abre un abanico de posibilidades. Que Grecia se quede en la Eurozona o que se vaya. Que le vaya bien o que le vaya mal, tanto afuera como adentro. Que ceda Grecia, que ceda Europa, que no ceda ninguno, que cedan los dos. Que la crisis salve a la Eurozona, que la fortalezca, o que sea el principio de una muerte más rápida o más lenta, con o sin contagio. Que el continente despegue, que siga la recesión, Que se fortalezca la unión, que desaparezca la moneda única, que crezca la brecha norte-sur, que se tomen medidas para atacar esa desigualdad.
Cualquier cosa puede pasar ahora que ganó la izquierda en Grecia y Europa mira expectante, sin decidirse todavía entre el miedo y la ilusión.
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