Alberto
Nisman se ha convertido en el héroe-mártir del bloque político y social
que enfrenta intensamente la política del actual Gobierno. La condición
mítica del hecho lo pone al abrigo de cualquier consideración fáctica
capaz de ponerlo en duda: no importa que después de diez años del fiscal
a cargo de la causa AMIA, la investigación no avanzara en lo más
mínimo. Tampoco importa la inconsistencia –devenida temeridad e
irresponsabilidad dada sus repercusiones institucionales– de la denuncia
por encubrimiento a la máxima autoridad de la República y a otros
funcionarios y dirigentes políticos. La elemental ausencia de un delito
en el envío al Congreso y su aprobación por éste de un memorándum de
acuerdo con Irán y la probada inexistencia de sus supuestas
consecuencias (no se levantaron los alertas rojas de Interpol, no
aumentó la exportación de granos argentinos a ese país) no conmueven al
mito. Nisman no es un héroe por la enjundia de su trabajo como fiscal ni
por la pulcritud institucional de los hechos que protagonizó en los
últimos días de su vida, lo es porque la saga de su denuncia contra
Cristina Kirchner corporizó el deseo y la furia de un sector importante
de nuestra sociedad. Porque “se bancó” el enfrentamiento con el
Gobierno. Cuando hablamos de la importancia de ese sector social no
hablamos solamente de su dimensión cuantitativa, sino que incluimos el
extraordinario poder de fuego simbólico que controla; baste con decir
que su circunstancial avanzada la compusieron los más importantes
consorcios comunicativos y una buena cantidad de agentes del Poder
Judicial argentino. Pocas veces se vio a un grupo de partidos políticos
aliados entre sí ocupar un rol tan subordinado en una iniciativa
política como ocurrió el miércoles último con el arco opositor.
Estamos hablando, claro, de un mito pasajero e instrumental que
difícilmente se proyectará hacia el futuro. Su función política, la de
galvanizar al cuadrante antikirchnerista de la política argentina, y
generar miedo e incertidumbre colectivas en un año electoral ya está
cumplida. Se intentará que durante unos meses siga sirviendo como
emblema de una causa política. Sin embargo, la indignación moral contra
el “uso” de una muerte no tiene más sentido que el de un arma en la
batalla por la interpretación de los acontecimientos. Por supuesto que
es políticamente importante poner de relieve la inusitada red de
mentiras y manipulaciones que ponen en escena en estos días los
circuitos dominantes del mercado de la comunicación: no se trata de
criticar la opinión política que tengan sino de impugnar el uso salvaje
de su poder para embarrar la cancha de la investigación de la muerte del
fiscal con toda clase de mentiras. Pero aún así, puede que la cuestión
de las mentiras mediáticas no sea el principal problema político de
estos días. Detrás de las verdades y las mentiras factuales está la
verdad política, aquella que no solamente enuncia o describe hechos,
sino la que revela y a la vez define de modo hegemónico la naturaleza de
la lucha que se libra. La cuestión sería en este caso la disputa por la
interpretación de qué se juega en torno de los hechos: quiénes son los
actores de la puja, cuál es el proyecto de país que invocan.Las acciones sociales como la reciente movilización impulsada por un grupo de fiscales y los grandes medios y acompañada en un plano secundario por algunos dirigentes políticos opositores no tienen, vistas desde sus participantes, un sentido único. Muchas y muy diversas son, seguramente, las razones que impulsaron a sus asistentes. La ausencia de partidos políticos capaces de integrar las razones sectoriales en una visión orgánica y nacional hace más complejo su desciframiento. Sin embargo, a nadie puede escapársele que el signo principal del acontecimiento es el rechazo al Gobierno: fue, en ese sentido, una nueva versión de la saga cacerolera envuelta en el clima creado por la muerte de Nisman y el sensacional despliegue mediático que produjo su propia interpretación del hecho. La muerte dudosa pudo lo que las profecías económicas apocalípticas no lograron a fin del año pasado. Claro que este lugar funcional no supone ignorar la gravedad institucional de los hechos ocurridos y de muchas de las reacciones que suscitó. Por el contrario, la denuncia, la muerte del fiscal y el clima social sobreviniente componen una única trama: no hubiera habido marcha sin muerte, ni muerte sin denuncia. Junto con la indagación judicial –y ojalá apoyada en ella– la política tiene que desnudar una trama en estos acontecimientos; para eso no solamente hay que poner orden en la evaluación de los hechos inmediatos, sino colocarlos en la perspectiva de contextos muy complejos y delicados, dentro de los cuales hay acciones de estrategia geopolítica de grandes actores globales. La única manera de evitar la reducción del episodio a un espectáculo policial más de los que surgen periódicamente en los medios de comunicación es colocarlo dentro de la perspectiva del crimen masivo de la AMIA. Es inconcebible que lo ocurrido no tenga relación alguna con el atentado, con el sistemático encubrimiento desde la “Justicia” y los servicios de información; con la presión de Estados Unidos e Israel y sus aparatos de inteligencia para imponer la versión de la culpabilidad iraní, funcional a sus estrategias en el teatro de operaciones de Medio Oriente; con la dura disputa que se entabló alrededor del intento del gobierno argentino de encontrar formas de indagar a los acusados iraníes.
La denuncia de Nisman no sólo es inconsistente en materia probatoria. Es muy interesante en materia política. Está organizada alrededor de la nunca probada culpabilidad de funcionarios del gobierno iraní y del prejuicio sobre el memorándum entre los dos países que se usó hasta el hartazgo en los días de su tratamiento parlamentario, según el cual el Gobierno lo impulsaba para mejorar su relación comercial con Irán y para replantear sus posiciones geopolíticas en el conflicto de Medio Oriente. Quien dude de esa densa sincronía entre discurso opositor mediático-político y texto de la denuncia no tiene más que consultar los diarios de sesiones de ambas cámaras de aquellos días y los titulares periodísticos que los acompañaban. La acusación a la Presidenta tiene forma judicial pero su esencia es política: se la acusa de cambiar la política internacional favorable a nuestros aliados “occidentales” por otra a la que se califica como de promiscuidad con estados autoritarios y terroristas. Es cierto que el gobierno de Estados Unidos ha replanteado en los últimos meses su política con relación a Irán. Pero es igualmente cierto que el giro tiene poderosas resistencias internas y del gobierno de Israel. Y esas resistencias son particularmente fuertes en los sectores más vinculados al complejo militar-industrial-financiero y a sus servicios de inteligencia. La denuncia de Nisman tuvo un raro mérito: unió en un solo frente la impaciencia de la derecha local frente a un cuadro electoral que no termina de augurarle éxito y los intereses de jugadores políticos globales sobre cuya capacidad de generar escenas políticas locales de caos no hay mucho derecho a dudar. Las depuraciones en el servicio de Inteligencia forman parte de la trama; algunos de los personajes apartados tuvieron siempre una fluida relación con la víctima y con algunos de sus allegados. La alianza de hecho entre potencias globales y actores políticos nacionales tiene premisas ideológico-políticas muy concretas: hay una mirada común del mundo y del país y también muy buenos negocios que los unen. Todo esto es sistemáticamente negado desde los grandes medios de comunicación que les asignan a estos argumentos el status de “elucubraciones ideológicas”. Pero en este caso –a diferencia de muchos otros de intervención imperial en la política de nuestra región– no hemos tenido que esperar muchos años para que la desclasificación de documentos del gobierno de Estados Unidos revele su plena pertinencia. Los llamados Wikileaks mostraron de modo abundante la promiscua relación entre el sistema político opositor, sectores del Poder Judicial y la embajada norteamericana; Nisman es uno de los que aparece en esos relatos como incondicionalmente obediente a ese servicio exterior.
La marcha “por la justicia y la verdad” se hizo con la participación de algunos de los responsables de que no haya justicia, ni para el atentado a la AMIA, ni para los terroristas de Estado locales, ni para los que colaboraron y se expandieron bajo su régimen. Y se hizo contra el gobierno que más hizo por esclarecer el crimen de 1994 y la barbarie cívico-militar de la dictadura, al que no le corresponde constitucionalmente prestar el servicio de justicia. A partir de ahora los argentinos podremos juzgar quién es quién frente a la demanda social de esclarecimiento de la muerte del fiscal. Sabremos quiénes están exclusivamente interesados en mantener el tema en el centro de la agenda cubriéndolo con un miserable manto de mentiras y espectacularización para debilitar al Gobierno y quiénes quieren conocer toda la verdad: la verdad de los hechos y la verdad de las condiciones locales e internacionales que rodearon esos hechos.
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