Jorge Luis Borges, el hombre metáfora, ciego
al comando de una biblioteca nacional, el mismo que aseguró que el
truco, el juego del truco, era la mejor síntesis del ser nacional:
mentira, farol y parada, alguna vez ironizó que los argentinos
descendían de los barcos. Esta afirmación forzó un rictus en la frente
de Colin Powell, ex general cuatro estrellas estadounidense, cuando fue
confrontado por un becario suplente de sociales, cultura y espectáculo
en un periódico no muy conocido de Santa Bárbara, California. Allí,
entre música de los Beach Boys y alternadoras de minifalda, Powell –el
mismo que denunció la existencia, inexistente, de armas de destrucción
masiva en Irak– compartía mojitos con dos agentes de la CIA, uno
disfrazado de rapero cubano y el otro de fallera valenciana. No hay
fotografías del hecho porque el dueño del tugurio portuario, un ex
fabricante argentino de pañales para bebé que quebró con la crisis del
2001 y cambió de rubro, apuesta por el bajo perfil y la media luz.
Hubiera sido mejor, dijo, pensativo, el hombre de las cuatro estrellas, que los argentinos no hubieran bajado nunca de los barcos. Al pasante, becario, dragoneante de periodista, que había hecho una pregunta sobre cultura general robada de Google, tal vez para poner en aprietos al general de origen jamaiquino, se le escaparon las implicancias de la respuesta, toda vez que en los muelles de Santa Bárbara (California-EE.UU.) flamea la bandera argentina. Junto a la rusa, la yanqui y la española, pero flamea.
Al que no se le escaparon es al analista de política internacional que nos puso sobre la pista. El papelón de las armas de destrucción masiva, que quedó como un trauma flotante en la psiquis del guerrero, volvía en una nueva versión, que implicaba a los argentinos. Tal afirmación puede hacer pensar que dicho analista, que después de la revelación cambió de nombre y buscó refugio en lo que queda de Krakatoa, entre Java y Sumatra, esgrimiendo lejano parentesco con Sandokán, necesita un par de electroshocks, pero su recuento de hechos conduce a otras conclusiones. Es que la coincidencia de Powell con la bandera argentina en Santa Bárbara y la extraña afirmación de deseo de que nunca hubieran bajado de los barcos, daba mucho jugo. Ordenando los factores todo se ve más claro.
A caballo entre 1817 y 1818, Hipólito Bouchard, uno que había nacido en otra parte pero había bajado del barco en Argentina para hacerse marinero y argentino, volvió a bajar del barco, esta vez de guerra, con su diploma de corsario oficial en el bolsillo, para ocupar Monterrey, todavía española, un cacho al sur de San Francisco. Saqueo mediante, de algo tiene que vivir un corsario, la bandera argentina flameó seis días, liberando Monterrey. Pero había que trabajar, y Bouchard siguió hacia el sur.
Completaría su singladura de combate liberando de godos y gachupines Santa Bárbara y San Juan de Capistrano, ese sitio mitológico desde donde parten, dicen, las golondrinas que llegarán hasta Buenos Aires para de los balcones sus nidos a colgar.
Es cierto que fueron liberaciones más bien simbólicas, de corta duración, pero fueron.
Tras los pasos del toco y me voy de Hipólito Bouchard, un día de 1982, Diego Armando Maradona, un morochito que la rompía, desembarcó en Europa, jugando para el Barcelona. Hasta ahí era lo que parecía, un talentoso jugador de fútbol, pero un día se fue a jugar al Nápoles de Italia y empezó a cambiar de música. En poco tiempo, consustanciado con la identidad “cabecita negra” de los tanos del sur, se convirtió en el más odiado para los italianos del norte, que se ven más cerca de los austríacos que de los sicilianos. Como un auténtico artista del dadaísmo, como un émulo de Salvador Dalí, se compró un par de Ferraris de lujo delirante y mientras soltaba incomodidades verbales incomprensibles por surrealistas –atribuidas a los malos hábitos por las malas lenguas–, se paseaba con abrigos de piel que recordaban aquel tapado de armiño todo forrado en lamé, que tu cuerpito abrigaba al salir del cabaret, que narraba un tango. Pero eso fue sólo el comienzo, porque su carrera en esa dirección se definió aún más al hacerse amigo de Fidel Castro y Hugo Chávez, desnudando así su verdadera identidad anárquica y antisistema, camuflada tras el peronismo. Pero nadie advirtió que Maradona no era una mosca blanca. Que podía ser la cabecera de playa de un desembarco a largo plazo, parte de un arma de destrucción masiva, como pensaba, según nuestro analista, el pobre Colin, mojito mediante, en un tugurio de Santa Bárbara.
Hace poco, muy poco, en España, un país sin izquierda política durante, al menos, el último medio siglo, apareció Podemos. Para nuestro analista refugiado en lo que queda de Krakatoa, son “Felipe González con Internet”. Para el franquismo gobernante y su correlato bipartidista o bipolar, son la peste roja, el fin del mundo conocido. Lo cierto es que ante la sorpresa universal metieron cuatro diputados en el Parlamento Europeo. Y uno de ellos, Pablo Echenique-Robba, nació en Rosario, Argentina, y reparte su corazón entre el Barça y Newell’s Old Boys.
El caso no era para preocuparse porque, en rigor, los eurodiputados pinchan poco y cortan menos, sólo que a los astutos estrategas de la inteligencia internacional no se les pasa nada, con lo que abrieron ficha y relacionaron datos. Sospechas, teorías de conspiración que se confirmaron en muy poco tiempo en Grecia, un país sangrado por las imposiciones de sus socios mayores en la comunidad europea, subordinados y cómplices del Fondo Monetario Internacional. Rechiflados, los griegos decidieron patear el tablero y votaron a Syriza, una propuesta de izquierda que mira para Latinoamérica y se dice, si a esos, que los hizo bolsa el FMI, les va bien, probemos.
No es motivo de esta nota el análisis político de Syriza, sino la alimentación de la conspiranoia: el viceministro de Defensa, o coministro, se llama Costas Isychos, es nieto de griegos, nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, y es hincha de Independiente de Avellaneda.
Se puede argumentar que Pablo Echenique-Robba y Costas Isychos, por las razones que fueran, no viven en Argentina. Pero ese patriotismo de bajo vuelo olvida que las dictaduras y el neoliberalismo sembraron el mundo de argentinos, y que los argentinos vienen subiendo y bajando de los barcos desde el siglo XIX, y por parecidas razones. En todo caso, lo que cuenta, es que más allá de Máxima Zorreguieta, argentina y reina de Holanda, que puede considerarse una jugada de distracción, el desembarco argentino, con su raíz de truco, fútbol y populismo explica la preocupación de Colin Powell. Al fin, entre Maradona y el rosarino y el quilmeño, aterrizó un porteño, hincha de San Lorenzo de Almagro, para quedarse con la corona de uno de los estados más pequeños y poderosos del mundo, El Vaticano, tomando como nombre de guerra el de Francisco.
Nuestro analista anónimo, a la convicción de que lo dicho por Colin Powell implica la calificación de arma de destrucción masiva para los argentinos, lo que podría explicar los ataques de fondos buitre, sumó como observador inquisitivo que en el tugurio del ex fabricante de pañales el ex general bebía mojitos, un trago cubano por excelencia. Lo dijo, guiñó un ojo cómplice y suspicaz y desapareció hacia el mar de Java sin explicar qué tiene que ver una cosa con otra. Es lo que tienen los analistas. No se puede confiar. Siempre inventan algo. Quien puede creer que sea descendiente de Sandokán.
Hubiera sido mejor, dijo, pensativo, el hombre de las cuatro estrellas, que los argentinos no hubieran bajado nunca de los barcos. Al pasante, becario, dragoneante de periodista, que había hecho una pregunta sobre cultura general robada de Google, tal vez para poner en aprietos al general de origen jamaiquino, se le escaparon las implicancias de la respuesta, toda vez que en los muelles de Santa Bárbara (California-EE.UU.) flamea la bandera argentina. Junto a la rusa, la yanqui y la española, pero flamea.
Al que no se le escaparon es al analista de política internacional que nos puso sobre la pista. El papelón de las armas de destrucción masiva, que quedó como un trauma flotante en la psiquis del guerrero, volvía en una nueva versión, que implicaba a los argentinos. Tal afirmación puede hacer pensar que dicho analista, que después de la revelación cambió de nombre y buscó refugio en lo que queda de Krakatoa, entre Java y Sumatra, esgrimiendo lejano parentesco con Sandokán, necesita un par de electroshocks, pero su recuento de hechos conduce a otras conclusiones. Es que la coincidencia de Powell con la bandera argentina en Santa Bárbara y la extraña afirmación de deseo de que nunca hubieran bajado de los barcos, daba mucho jugo. Ordenando los factores todo se ve más claro.
A caballo entre 1817 y 1818, Hipólito Bouchard, uno que había nacido en otra parte pero había bajado del barco en Argentina para hacerse marinero y argentino, volvió a bajar del barco, esta vez de guerra, con su diploma de corsario oficial en el bolsillo, para ocupar Monterrey, todavía española, un cacho al sur de San Francisco. Saqueo mediante, de algo tiene que vivir un corsario, la bandera argentina flameó seis días, liberando Monterrey. Pero había que trabajar, y Bouchard siguió hacia el sur.
Completaría su singladura de combate liberando de godos y gachupines Santa Bárbara y San Juan de Capistrano, ese sitio mitológico desde donde parten, dicen, las golondrinas que llegarán hasta Buenos Aires para de los balcones sus nidos a colgar.
Es cierto que fueron liberaciones más bien simbólicas, de corta duración, pero fueron.
Tras los pasos del toco y me voy de Hipólito Bouchard, un día de 1982, Diego Armando Maradona, un morochito que la rompía, desembarcó en Europa, jugando para el Barcelona. Hasta ahí era lo que parecía, un talentoso jugador de fútbol, pero un día se fue a jugar al Nápoles de Italia y empezó a cambiar de música. En poco tiempo, consustanciado con la identidad “cabecita negra” de los tanos del sur, se convirtió en el más odiado para los italianos del norte, que se ven más cerca de los austríacos que de los sicilianos. Como un auténtico artista del dadaísmo, como un émulo de Salvador Dalí, se compró un par de Ferraris de lujo delirante y mientras soltaba incomodidades verbales incomprensibles por surrealistas –atribuidas a los malos hábitos por las malas lenguas–, se paseaba con abrigos de piel que recordaban aquel tapado de armiño todo forrado en lamé, que tu cuerpito abrigaba al salir del cabaret, que narraba un tango. Pero eso fue sólo el comienzo, porque su carrera en esa dirección se definió aún más al hacerse amigo de Fidel Castro y Hugo Chávez, desnudando así su verdadera identidad anárquica y antisistema, camuflada tras el peronismo. Pero nadie advirtió que Maradona no era una mosca blanca. Que podía ser la cabecera de playa de un desembarco a largo plazo, parte de un arma de destrucción masiva, como pensaba, según nuestro analista, el pobre Colin, mojito mediante, en un tugurio de Santa Bárbara.
Hace poco, muy poco, en España, un país sin izquierda política durante, al menos, el último medio siglo, apareció Podemos. Para nuestro analista refugiado en lo que queda de Krakatoa, son “Felipe González con Internet”. Para el franquismo gobernante y su correlato bipartidista o bipolar, son la peste roja, el fin del mundo conocido. Lo cierto es que ante la sorpresa universal metieron cuatro diputados en el Parlamento Europeo. Y uno de ellos, Pablo Echenique-Robba, nació en Rosario, Argentina, y reparte su corazón entre el Barça y Newell’s Old Boys.
El caso no era para preocuparse porque, en rigor, los eurodiputados pinchan poco y cortan menos, sólo que a los astutos estrategas de la inteligencia internacional no se les pasa nada, con lo que abrieron ficha y relacionaron datos. Sospechas, teorías de conspiración que se confirmaron en muy poco tiempo en Grecia, un país sangrado por las imposiciones de sus socios mayores en la comunidad europea, subordinados y cómplices del Fondo Monetario Internacional. Rechiflados, los griegos decidieron patear el tablero y votaron a Syriza, una propuesta de izquierda que mira para Latinoamérica y se dice, si a esos, que los hizo bolsa el FMI, les va bien, probemos.
No es motivo de esta nota el análisis político de Syriza, sino la alimentación de la conspiranoia: el viceministro de Defensa, o coministro, se llama Costas Isychos, es nieto de griegos, nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, y es hincha de Independiente de Avellaneda.
Se puede argumentar que Pablo Echenique-Robba y Costas Isychos, por las razones que fueran, no viven en Argentina. Pero ese patriotismo de bajo vuelo olvida que las dictaduras y el neoliberalismo sembraron el mundo de argentinos, y que los argentinos vienen subiendo y bajando de los barcos desde el siglo XIX, y por parecidas razones. En todo caso, lo que cuenta, es que más allá de Máxima Zorreguieta, argentina y reina de Holanda, que puede considerarse una jugada de distracción, el desembarco argentino, con su raíz de truco, fútbol y populismo explica la preocupación de Colin Powell. Al fin, entre Maradona y el rosarino y el quilmeño, aterrizó un porteño, hincha de San Lorenzo de Almagro, para quedarse con la corona de uno de los estados más pequeños y poderosos del mundo, El Vaticano, tomando como nombre de guerra el de Francisco.
Nuestro analista anónimo, a la convicción de que lo dicho por Colin Powell implica la calificación de arma de destrucción masiva para los argentinos, lo que podría explicar los ataques de fondos buitre, sumó como observador inquisitivo que en el tugurio del ex fabricante de pañales el ex general bebía mojitos, un trago cubano por excelencia. Lo dijo, guiñó un ojo cómplice y suspicaz y desapareció hacia el mar de Java sin explicar qué tiene que ver una cosa con otra. Es lo que tienen los analistas. No se puede confiar. Siempre inventan algo. Quien puede creer que sea descendiente de Sandokán.
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