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jueves, 4 de diciembre de 2014

VOLVER A SER DIOS, por Dante Augusto Palma (para "Veintitrés" del 30-05-13)


 

De la lista de disputas que ha tenido el kirchnerismo durante los últimos 10 años, considero preciso detenerme en la que ha sido la más simbólica pero no por ello menos real: la denominada “batalla cultural”. Bajo este rótulo se engloban diferentes aspectos y transformaciones que incluyen una escisión profunda en un paradigma que había instalado un conjunto de prejuicios en el sentido común. De todos ellos, hubo uno que en poco tiempo se transformó en el gran eje de la disputa: la credibilidad de la palabra del periodista. Dicho de otro modo, independientemente de la importancia de la recuperación de la política y de los duros golpes asestados a las “20 verdades liberales” que reinaban en las conversaciones de la panadería, el taxi o la peluquería, la grieta abierta por la discusión en torno a la ley de medios marcó un punto de inflexión que los medios y periodistas tradicionales no han podido resolver ni digerir. Así, de repente, el debate se liberó de los claustros de las facultades de comunicación de las universidades públicas y el ciudadano común entendió que los medios construyen realidad y que los periodistas que habían sido los héroes de la sociedad civil en los años 90 defendían intereses que los alejaban de la siempre auto-reivindicada objetividad. Así es que si hoy alguien afirma que determinado hecho es verdadero porque lo leyó en el diario o lo vio en la televisión, lo observaremos con más piedad que enojo. Por supuesto que sigue existiendo una importante cantidad de ciudadanos que mantiene una mirada ingenua respecto al rol de los medios de comunicación pero la pérdida de credibilidad en la que han ingresado los medios y periodistas tradicionales, será algo que necesitará muchos años para recomponerse. Con todo, los intentos de restaurar ese lugar privilegiado no han cesado y a la discusión en torno a la posibilidad de un periodismo no militante, le ha seguido la estrategia “Lanata”, esto es, desacreditar a aquellos que reivindican la política buscando asociar ésta a la corrupción. Esto no significa, desde ya, que no haya buenas razones para establecer conexiones entre una y otra. Tal vínculo ha existido, existe y existirá, en los gobiernos del mundo y, por supuesto, en este gobierno, como muestra el fallo contra la ex ministra Felisa Miceli o el procesamiento de los secretarios de transporte Ricardo Jaime y Juan Pablo Schiavi.  Pero quienes consideran que la política es sinónimo de corrupción lo hacen apoyados en un sesgo ideológico y quienes afirman que la corrupción en la administración kirchnerista es sistémica simplemente mienten y rehúyen el verdadero debate acerca de los modelos de país.
Ahora bien, ¿se trata de la estrategia destituyente de un grupo económico que apela a toda su prepotencia para horadar la credibilidad de un gobierno? Sí, pero es más que eso porque, al mismo tiempo, lo que se busca no sólo es que vuelvan al poder los mismos intereses que otrora lo detentaron sino restaurar un clima cultural en el que la palabra del periodista vuelva a tener ese rol determinante e influyente. Por eso, suponer que aquí está en juego una disputa económica sería empobrecer el debate: está en juego el horizonte, el “lugar en el mundo” de todos aquellos formadores de opinión que se pavoneaban con el dedo en alto hace algunos años. Eso es lo que molesta y lo que tanto incomoda a toda la corporación periodística, incluyendo a muchos que tienen afinidad ideológica con el gobierno pero quieren defender su pedestal de objetividad.
Que la palabra del periodista vuelva a tener la misma preponderancia de la que alguna vez gozó es, entonces, la disputa central hoy porque desde allí se eliminarían todas las instancias institucionales de prueba y legitimidad. Un periodista podría acusar y por la sola potencia de su palabra el acusado se transformaría en culpable. Se trata de retornar a aquella época en la que el periodista era fiscal y juez (sin aparecer nunca como parte). Algo de esto se explica a partir de la visión de un reconocido referente de la corporación periodística tradicional como Jorge Fontevecchia cuando en la nota “Lenguaje performativo”, publicada el 26/5/13 en Perfil,  afirma que “es difícil ser hoy Lanata (…). Difícil por el precio que todo ser humano debe pagar cuando su decir se convierte en una forma de lenguaje performativo. Un decir que se transforma en obra, como un escribano, como un juez, como Dios”.
La noción de lenguaje performativo se la debemos a John L. Austin a partir de un ciclo de conferencias que se publicaron en 1962 bajo el título Cómo hacer cosas con palabras. Allí, este profesor de Oxford arremete contra la tradición neopositivsta que afirmaba que sólo tenían sentido aquellos enunciados que describiesen un estado de cosas, es decir, aquellos enunciados de los cuales se puede predicar la verdad o la falsedad. Se trata de enunciados como “CFK ganó las elecciones con el 54% de los votos” o “Boudou ha viajado con bolsos repletos de dinero el último viernes a las 11AM en un avión privado”. En tanto proposiciones, estas oraciones pueden ser verdaderas o falsas y sólo hace falta ir a contrastar con los hechos para notar que la primera es verdadera y la segunda no. Pero Austin muestra que existen otro tipo de enunciados que denomina performativos: son aquellos de los cuales no se puede predicar la verdad o la falsedad pero cuya mera enunciación supone una acción. Así, cuando decimos “prometo no volver a verte” no sólo estoy pronunciando una frase sino que estoy realizando la acción de prometer. Lo mismo cuando un juez dice “los declaro marido y mujer”. No sólo enuncia algo sino que con la enunciación realiza una acción más allá de la de enunciar. En otras palabras, los enunciados performativos crean realidad: no había promesa antes de mi enunciación ni había matrimonio antes que el juez lo declarase. Es más, podría decirse que toda la tradición cristiana se basa en el acto performativo del gran performador, que no es otro que Dios, quien creó a partir del lenguaje cuando dijo “hágase la luz” y la luz se hizo. Al crearse una realidad nueva no tiene sentido hablar de verdad o falsedad porque no hay ningún hecho preexistente con el que contrastar el enunciado creador. Sin embargo, para que el enunciado performativo sea efectivo tienen que darse una serie de requisitos. Supongamos que el juez dice “los declaro marido y mujer” pero frente a él hay una persona y no dos; o hay dos pero el juez es un impostor. Allí el performativo falla pues no logra crear realidad. Esto significa que el performativo depende de un contexto, de una serie de condiciones externas al enunciado mismo porque tres chicos de 8 años pueden jugar a que se casan y uno de ellos puede afirmar “los declaro marido y mujer” que no por eso consideraremos que esta parejita de niños es un matrimonio constituido.
 Es indagando en este tipo de dificultades que Austin entiende que para comprender el lenguaje performativo se deben tener en cuenta las 3 dimensiones del acto de habla: la dimensión locucionaria (el acto de emitir sonidos cuando se pronuncia, por ejemplo, una frase con un determinado sentido), la dimensión ilocucionaria (la acción que realizamos cuando enunciamos la frase, lo que venimos llamando, estrictamente, enunciado performativo) y la dimensión perlocucionaria, (por ejemplo, conformar, creer o razonar, esto es, la acción que generamos en el otro cuando pronunciamos una frase).                 
 La razón de incluir esta compleja disquisición acerca de los enunciados, se vincula con la necesidad de entender la operación que realiza el periodismo tradicional para recuperar su rol instaurador y creador de realidad. Se trata, entonces, de que la palabra del periodista vuelva a tener carácter performativo, que alcance con la sola enunciación para que lo real “aparezca”. Parte de esto se puede observar en las últimas investigaciones de Lanata: basta con que él enuncie la existencia de una bóveda para que ésta exista y basta con que él afirme que dentro hay dinero y que ese dinero es producto de la corrupción para que las suposiciones se transformen en realidad. No hace falta ninguna corroboración más que la propia palabra de Lanata pues sus afirmaciones provocan en el auditorio una creencia que se internaliza con la fuerza de un prejuicio. Pero para que esto sea posible, para que una palabra por sí misma e independiente de toda corroboración, tenga efecto de verdad, es necesario generar un contexto en el que el performativo pueda recobrar la potencia fundacional, algo imposible en un tiempo en el que el periodismo hegemónico está desacreditado. Es por eso que la disputa se está dando allí. En este sentido, el triunfo de Lanata no implicaría nada más y nada menos que el fin de un ciclo político que tiene como uno de sus méritos la recuperación de la palabra política y de la legitimidad democrática;  implicaría, por sobre todo, una democracia cuya única legitimidad sea el control remoto y la restauración de una realidad creada por la palabra de unos periodistas que gritando “Hágase la corrupción” quieren volver a ser Dios.   

Publicado en:
http://elinfiernodedanteblog.blogspot.com.ar/2013/05/volver-ser-dios-publicado-el-30513-en.html  

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