Por Claudio Scaletta
En lo estrictamente económico, el oficialismo, especialmente a partir del último período presidencial, acumula unos cuantos pasivos que lo harían un blanco fácil. Sin embargo, el discurso opositor sigue enfrascado en la descripción de efectos que considera sensibles y, por razones obvias, con impacto mediático: la inflación y la recesión. Así, acusa al Gobierno de mentir con los números del IPC, pero a la vez presenta un indicador trucho, como el pomposamente llamado “Indice Congreso” porque lo presentan algunos diputados. La gran reivindicación económica visible puede limitarse a una sola: la baja de impuestos a los más acomodados de Ganancias, que alcanza al 10 por ciento de los asalariados que ocupan la porción superior de la pirámide y retenciones a las exportaciones.
A la hora de las explicaciones aparece, sí, la ideología, el monetarismo a la argentina según el cual habría una expansión monetaria descontrolada producto de un supuesto gran déficit fiscal, etcétera, todo no verificado por los números, o sea, el diagnóstico para la receta del ajuste recesivo para cualquier tiempo, lugar y coyuntura. Monetarismo “a la argentina” porque es el único país donde un conjunto de economistas perezosos para la lectura siguen afirmando estas relaciones lineales entre cantidad de dinero e inflación abandonadas hace rato en la academia de los países que admiran.
Lo real es otra cosa. La economía siente de lleno los efectos de una restricción externa que el Gobierno no previó, pero que la gestión que lleva poco más de un año en el Ministerio de Economía intenta sortear sin dogmatismos con la apertura de la cuenta capital y recursos alternativos. Vale destacar que una vez más los hechos pusieron en evidencia las falacias de la ortodoxia y verificaron unos cuantos axiomas de la heterodoxia. A saber: 1) que la devaluación genera siempre recesión, y 2) que en la Argentina los principales componentes de la inflación son el tipo de cambio y el nivel de actividad. Frente a esta realidad, Economía, una vez unificada la gestión que en su peor momento llegó a tener hasta cinco decisores, abandonó definitivamente la idea de que las relaciones de mercado podían manejarse a los garrotazos y se concentró en el problema principal de la coyuntura: la administración de corto plazo de la restricción externa. A diferencia de la administración de largo plazo, que implica la planificación del desarrollo, la de corto es una tarea ingrata, obliga a sentarse sobre las reservas y negociar con los distintos poderes financieros. Pero el Gobierno no asumió la nueva tarea desde la subordinación, desde el viejo “tenemos que hacer lo que el mercado nos pide”, sino desde su propia lógica. En esta línea los cambios en el Banco Central también deben leerse en el marco de la unificación de las decisiones económicas. El primer balance de la nueva gestión es más que positivo. Vía la política monetaria más elemental logró, cuando la batalla comenzaba a verse perdida, desarmar las expectativas de devaluación y desinflar la brecha entre el dólar oficial y los diversos paralelos. Los logros, sin embargo, no fueron sólo del BCRA, sino, especialmente, una respuesta al freno en la caída de las reservas internacionales, que esta semana, contra todos los pronósticos de los traficantes de información económica, volvieron a superar los 30.000 millones de dólares. Pero no importa aquí el número absoluto, sino el cambio de tendencia. Hace sólo unos meses todos los indicadores eran malísimos. La estrategia de amigarse con los mercados internacionales había sido abortada por el acoso del Poder Judicial estadounidense a la reestructuración de la deuda soberana, las importaciones de energía representaban una verdadera bola de nieve y los precios de las principales commodities de exportación se derrumbaban. El panorama se aproximaba temerariamente a un déficit comercial con ausencia de recursos para financiar un potencial déficit de cuenta corriente, de allí el aumento de las expectativas de devaluación. Es probable que por esos días un ministro de Economía responsable y consciente haya tenido dificultades para conciliar el sueño.
Llegado diciembre, el mes en el que todos los adversarios del Gobierno auguraban caos callejero y descontrol de las variables, el panorama cambió radicalmente. Los vientos volvieron a cambiar. No puede decirse que vuelven a ser completamente favorables, pero ya no están de frente.
Siempre que se habló del déficit de energía se asoció el problema a la ilusión de Vaca Muerta, pero en realidad ésa es la salida para el mediano y largo plazo. En el corto, el que le queda a la actual administración, el problema está en el balance comercial energético, el que se verá tremendamente aliviado a partir del derrumbe de los precios internacionales, con un barril a menos de 60 dólares esta semana. El Estudio Bein, que proyectaba un déficit del balance energético de 7700 millones de dólares para 2015, lo bajó a 2700 millones. Normalmente se plantea el problema externo de estas importaciones y se olvida que también generan una dimensión fiscal. Vía subsidios, precios altos del crudo significan un agujero en las cuentas públicas que los nuevos valores limitan. Otro dato comercial es que los precios de las commodities agropecuarias abandonaron los pisos alcanzados en paralelo con la cosecha estadounidense.
Finalmente está la continuidad del refuerzo de las reservas conseguido por el Gobierno por múltiples vías: La licitación del espectro 4G, el swap de monedas con China y ahora el intento de financiar parcialmente los vencimientos de deuda de 2015 y algo más vía el canje de Boden 2015 y emisión de Bonar 2024, una situación que adicionalmente descomprimirá un todavía muy eventual escenario de negociación con los fondos buitre a partir de enero, tarea que ya no apremia. Si el cambio de tendencia se mantiene, el panorama es que será posible sentarse un poco menos sobre las reservas, financiar el actual nivel del tipo de cambio y dejar que fluyan los dólares para importaciones, un mix que permitirá una leve reactivación de la economía
jaius@yahoo.com
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