Un paso adelante
Un triunfo para el pueblo cubano y una lección para el resto del mundo.
Esto significa el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre
Cuba y Estados Unidos anunciadas en una fecha cara para América latina
–el 17 de diciembre–, día en que se rememora la creación de la Gran
Colombia por el Libertador Simón Bolívar, en 1819, y el fallecimiento
del prócer venezolano once años después, en 1830.
Son muy conocidas las continuas y duras agresiones que la isla socialista recibió por parte de sus vecinos norteamericanos. Muchos cubanos claudicaron y se unieron al enemigo. La mayoría, en cambio, cerró filas y fue atravesando pruebas y sufrimientos que sólo superan mujeres y hombres con una dignidad y una autoestima de dimensión heroica. No hay muchos casos en la historia en que un pueblo y sus dirigentes demuestren –y ésa es la lección para el resto del mundo– que manteniéndose fieles a las convicciones, firmes ante las tentaciones y fuertes ante los padecimientos se logran los objetivos. El premio es el respeto mundial y el derecho a vivir como han elegido hacerlo, sin seguir los dictados de nadie.
No caben dudas de que existen además muchos otros factores que explican este hecho histórico: cambios en la correlación de fuerzas a nivel global, cuestiones internas de EE.UU., la presión que ha significado el apoyo mundial a favor de Cuba (algo que la diplomacia cubana fue conquistando palmo a palmo) y, por cierto, la América latina del siglo XXI que, en abierto desafío a Washington, consideró como uno de los puntos principales de su transformación el reingreso de la isla a la familia regional.
Primero fue el ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), una organización contrahegemónica creada el 14 de diciembre de 2004 por decisión de Hugo Chávez y Fidel Castro, hoy integrada por once países.
Al año siguiente, fue la incorporación de Cuba a Petrocaribe, una alianza petrolera de intercambio opuesta a la economía de mercado, también creada por Chávez. Más tarde, en 2009, fue la decisión soberana de la mayoría de los países de la OEA de derogar aquella resolución de 1962 que expulsaba de esa organización a la isla por ser socialista. EE.UU., obviamente, se opuso a esa reparación histórica.
Finalmente, en diciembre de 2011, el presidente Raúl Castro junto a Chávez y el chileno Sebastián Piñera encabezaron la troika que dio vida a la Celac, Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, integrada por todos los países del continente menos Canadá y Estados Unidos.
Como parte del ida y vuelta transformador, dos de los máximos logros del socialismo cubano –su medicina y el programa de alfabetización “Yo si puedo”– se irradiaron por toda la región. Hoy toda América latina celebra el acuerdo entre Washington y La Habana para restablecer relaciones.
¿Fue esta una decisión estratégica de la Casa Blanca y del establishment para frenar el progresivo aislamiento en el que sigue cayendo la potencia? ¿Fue una decisión más acotada del presidente Barack Obama y su partido dispuestos a jugar esta carta política en los dos últimos años de mandato?
La historia nos enseña que, más allá de las respuestas a estos interrogantes, no se debe confiar demasiado en los norteamericanos. En 2009, dos meses después de asumir, Obama reconoció ante el resto de los presidentes americanos la histórica arrogancia estadounidense y prometió un trato de respeto igualitario con la región. Fue en abril, durante la V Cumbre de las Américas llevada a cabo en Trinidad y Tobago. Sin embargo, semanas después Manuel Zelaya era derrocado en Honduras (junio) y la instalación de siete bases norteamericanas en Colombia (octubre) indignaba a Sudamérica.
Una lectura atenta del discurso del norteamericano del pasado 17 de diciembre nos obliga a ser cautos (aunque, nobleza obliga, también hay que subrayar que contiene valiosos reconocimientos al pueblo de la isla como los elogios a los médicos cubanos que combaten el ébola en África).
Obama, al anunciar los cambios “más significativos de la política estadounidense en más de cincuenta años” y admitir el fracaso para “promover el surgimiento de una Cuba democrática, próspera y estable” (eufemismo para referirse al fracaso de los innumerables intentos de EE.UU. de erradicar el socialismo y derrocar el gobierno de los Castro), propuso en realidad no un cambio de objetivos sino un cambio de estrategia.
Fue claro: “Vamos a seguir discutiendo temas relacionados con democracia y derechos humanos (…) apoyar al pueblo cubano y promover nuestros valores” e incluso “promover la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico y respuesta a los desastres naturales”, es decir, Washington va a seguir interviniendo en la isla hasta cambiar su gobierno y su modelo.
Lo que Obama dijo es que no va a seguir utilizando herramientas que no han funcionado. Lo que calla es que su gobierno sigue aplicando las esas mismas herramientas (el ahogo, las sanciones, la desestabilización) a otros países hermanos como Venezuela.
Lo que Obama cree es que ha llegado la hora del “soft power”, de las telecomunicaciones, de la embajada en La Habana, de las tarjetas de crédito, de la inundación de bienes de consumo y de la presencia de los norteamericanos en la isla. Y que todo esto será más eficaz “para empoderar al pueblo cubano”. Lo que Obama ignora es la riqueza moral de ese pueblo.
Finalmente, el presidente de EE.UU. tuvo unas palabras para “su familia del Sur”, es decir, para nosotros. El mensaje no deja de ser preocupante. Primero, porque, con un doble discurso inaceptable, la potencia que hace muy poco admitió ante su pueblo ser violadora serial de los derechos humanos, se arroga ahora la facultad de pedirnos un “compromiso con la democracia y los derechos humanos”, desconociendo todo lo que nuestros países están haciendo en favor de la verdad y la justicia.
Segundo, porque Obama advirtió que este “cambio en la política hacia Cuba se produce en un momento en el que EE.UU. intenta un renovado liderazgo” sobre la región. Tercero porque enmarcó esa renovación en la próxima Cumbre de las Américas en Panamá. Y no debemos olvidar que esas cumbres, puestas en marcha por Bill Clinton en 1994, tuvieron como objetivo instalar el ALCA (derrotado temporariamente en la cumbre del 2005 en Mar del Plata).
“Todos somos americanos”, sentenció, como parafraseando la Doctrina Monroe. En un momento en que nuevas potencias aparecen en el horizonte y que aumenta su pérdida de influencia y liderazgo, EE.UU. necesita fortalecer su posición en el propio continente para, desde allí, mantener y acrecentar su hegemonía global. Para esto, como sucedió en el pasado, es fundamental para Washington contar con la sumisión absoluta de nuestros países. Es fundamental que, integrados y solidarios, los pueblos latinoamericanos continuemos por nuestro camino de autonomía, soberanía y paz.
Son muy conocidas las continuas y duras agresiones que la isla socialista recibió por parte de sus vecinos norteamericanos. Muchos cubanos claudicaron y se unieron al enemigo. La mayoría, en cambio, cerró filas y fue atravesando pruebas y sufrimientos que sólo superan mujeres y hombres con una dignidad y una autoestima de dimensión heroica. No hay muchos casos en la historia en que un pueblo y sus dirigentes demuestren –y ésa es la lección para el resto del mundo– que manteniéndose fieles a las convicciones, firmes ante las tentaciones y fuertes ante los padecimientos se logran los objetivos. El premio es el respeto mundial y el derecho a vivir como han elegido hacerlo, sin seguir los dictados de nadie.
No caben dudas de que existen además muchos otros factores que explican este hecho histórico: cambios en la correlación de fuerzas a nivel global, cuestiones internas de EE.UU., la presión que ha significado el apoyo mundial a favor de Cuba (algo que la diplomacia cubana fue conquistando palmo a palmo) y, por cierto, la América latina del siglo XXI que, en abierto desafío a Washington, consideró como uno de los puntos principales de su transformación el reingreso de la isla a la familia regional.
Primero fue el ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), una organización contrahegemónica creada el 14 de diciembre de 2004 por decisión de Hugo Chávez y Fidel Castro, hoy integrada por once países.
Al año siguiente, fue la incorporación de Cuba a Petrocaribe, una alianza petrolera de intercambio opuesta a la economía de mercado, también creada por Chávez. Más tarde, en 2009, fue la decisión soberana de la mayoría de los países de la OEA de derogar aquella resolución de 1962 que expulsaba de esa organización a la isla por ser socialista. EE.UU., obviamente, se opuso a esa reparación histórica.
Finalmente, en diciembre de 2011, el presidente Raúl Castro junto a Chávez y el chileno Sebastián Piñera encabezaron la troika que dio vida a la Celac, Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, integrada por todos los países del continente menos Canadá y Estados Unidos.
Como parte del ida y vuelta transformador, dos de los máximos logros del socialismo cubano –su medicina y el programa de alfabetización “Yo si puedo”– se irradiaron por toda la región. Hoy toda América latina celebra el acuerdo entre Washington y La Habana para restablecer relaciones.
¿Fue esta una decisión estratégica de la Casa Blanca y del establishment para frenar el progresivo aislamiento en el que sigue cayendo la potencia? ¿Fue una decisión más acotada del presidente Barack Obama y su partido dispuestos a jugar esta carta política en los dos últimos años de mandato?
La historia nos enseña que, más allá de las respuestas a estos interrogantes, no se debe confiar demasiado en los norteamericanos. En 2009, dos meses después de asumir, Obama reconoció ante el resto de los presidentes americanos la histórica arrogancia estadounidense y prometió un trato de respeto igualitario con la región. Fue en abril, durante la V Cumbre de las Américas llevada a cabo en Trinidad y Tobago. Sin embargo, semanas después Manuel Zelaya era derrocado en Honduras (junio) y la instalación de siete bases norteamericanas en Colombia (octubre) indignaba a Sudamérica.
Una lectura atenta del discurso del norteamericano del pasado 17 de diciembre nos obliga a ser cautos (aunque, nobleza obliga, también hay que subrayar que contiene valiosos reconocimientos al pueblo de la isla como los elogios a los médicos cubanos que combaten el ébola en África).
Obama, al anunciar los cambios “más significativos de la política estadounidense en más de cincuenta años” y admitir el fracaso para “promover el surgimiento de una Cuba democrática, próspera y estable” (eufemismo para referirse al fracaso de los innumerables intentos de EE.UU. de erradicar el socialismo y derrocar el gobierno de los Castro), propuso en realidad no un cambio de objetivos sino un cambio de estrategia.
Fue claro: “Vamos a seguir discutiendo temas relacionados con democracia y derechos humanos (…) apoyar al pueblo cubano y promover nuestros valores” e incluso “promover la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico y respuesta a los desastres naturales”, es decir, Washington va a seguir interviniendo en la isla hasta cambiar su gobierno y su modelo.
Lo que Obama dijo es que no va a seguir utilizando herramientas que no han funcionado. Lo que calla es que su gobierno sigue aplicando las esas mismas herramientas (el ahogo, las sanciones, la desestabilización) a otros países hermanos como Venezuela.
Lo que Obama cree es que ha llegado la hora del “soft power”, de las telecomunicaciones, de la embajada en La Habana, de las tarjetas de crédito, de la inundación de bienes de consumo y de la presencia de los norteamericanos en la isla. Y que todo esto será más eficaz “para empoderar al pueblo cubano”. Lo que Obama ignora es la riqueza moral de ese pueblo.
Finalmente, el presidente de EE.UU. tuvo unas palabras para “su familia del Sur”, es decir, para nosotros. El mensaje no deja de ser preocupante. Primero, porque, con un doble discurso inaceptable, la potencia que hace muy poco admitió ante su pueblo ser violadora serial de los derechos humanos, se arroga ahora la facultad de pedirnos un “compromiso con la democracia y los derechos humanos”, desconociendo todo lo que nuestros países están haciendo en favor de la verdad y la justicia.
Segundo, porque Obama advirtió que este “cambio en la política hacia Cuba se produce en un momento en el que EE.UU. intenta un renovado liderazgo” sobre la región. Tercero porque enmarcó esa renovación en la próxima Cumbre de las Américas en Panamá. Y no debemos olvidar que esas cumbres, puestas en marcha por Bill Clinton en 1994, tuvieron como objetivo instalar el ALCA (derrotado temporariamente en la cumbre del 2005 en Mar del Plata).
“Todos somos americanos”, sentenció, como parafraseando la Doctrina Monroe. En un momento en que nuevas potencias aparecen en el horizonte y que aumenta su pérdida de influencia y liderazgo, EE.UU. necesita fortalecer su posición en el propio continente para, desde allí, mantener y acrecentar su hegemonía global. Para esto, como sucedió en el pasado, es fundamental para Washington contar con la sumisión absoluta de nuestros países. Es fundamental que, integrados y solidarios, los pueblos latinoamericanos continuemos por nuestro camino de autonomía, soberanía y paz.
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