Las reacciones que provocó la aparición pública de Máximo Kirchner y todos los desafíos que se vienen.
Por qué la aparición y el discurso público de Máximo Kirchner generaron tantos kilómetros de palabras y palabras? ¿Por qué los medios de comunicación de la oposición utilizaron primero la táctica de exagerar y hacer grandilocuente lo que había ocurrido en el escenario del club de La Paternal y, luego, decidieron minimizar su discurso, intentando de cualquier manera contrarrestar los posibles efectos positivos que pudiera haber generado el hecho político –fronteras adentro– más interesante de los últimos meses? La respuesta es sencilla: porque todavía el kirchnerismo tiene la capacidad de mover el amperímetro en el mapa del poder local, hacia adentro y hacia afuera de las filas propias.
¿Por qué otro Kirchner? No se trata de fetichismo ni de títulos nobiliarios ni de trasvasamientos mágicos. Nadie dentro del kirchnerismo cree que Máximo por el simple hecho de portación de apellido heredará las condiciones políticas de su padre. Nadie espera una repetición ni una continuidad cristalizante y conservadora. Sino simplemente de una cuestión de confianza política.
Simplemente se trata de una cuestión que está ligada a la confianza de las mayorías a sus propios liderazgos. Se trata de una ley clásica de la acción política. Se llama la ventaja del menor número. Y explica que en determinado teatro de operaciones una fuerza pequeña pero homogénea y organizada tienen muchas más posibilidades de poder llevar adelante sus objetivos que una masa desorganizada y desunida. Esa es una de las razones por las cuales las elites u oligarquías en países desorganizados, con bajo nivel de institucionalidad y con baja densidad de pacto social logran imponer sus intereses de manera brutal. Y contrariamente a lo que se especula teóricamente, son las élites las que atentan constantemente contra la institucionalidad, contra el republicanismo, porque todo tipo de compromiso –constitucional, económico, social– limita no las posibilidades de las mayorías, como creen los voceros académicos e intelectuales de esas mismas minorías, sino justamente las de los grupos de presión.
Para contrarrestar esta ventaja del menor número, las mayorías suelen depositar su confianza en un liderazgo fuerte y carismático. No se trata de un recurso mágico ni de baja calidad democrática sino de una estrategia intuitiva pero no exenta de racionalidad. El liderazgo popular se erige como negociador frente a esas elites, como delegado de esas mayorías desorganizadas y suple de esa manera ese perjuicio que sufre en la acción política, funciona como ariete frente al contubernio, lo establecido. Los hombres providenciales –y las mujeres– siempre han quebrado las camarillas oligárquicas y, al mismo tiempo, donde hubo quiebres, también se presentaron ese tipo de liderazgos. Claro, no se trata de las fracturas revolucionarias que proclama el marxismo pero sí son pequeñas hendijas por donde se cuelan los procesos democratizadores y distribuidores de riqueza. Juan Manuel de Rosas, Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Raúl Alfonsín, Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner –con sus diferencias, sus contradicciones, sus distintos niveles de profundización– han emergido como producto de una determinada crisis de representatividad pero también como generadores de cambios importantes.
Quizás desde el discurso de "economía de guerra" de Alfonsín a 2003, la sociedad argentina experimentó un fuerte proceso de desgaste y de deslegitimación de la clase política –que no es exactamente lo mismo que elite, oligarquía dominante o minoría dirigente– donde las confianzas políticas escasearon o fueron momentáneas y defraudatorias. Carlos Menem, Domingo Cavallo, Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde son algunos de los nombres más característicos de ese proceso de desgaste de representatividad que, si bien es parte de un proceso más amplio y global, ha tenido una presencia muy contundente en nuestro país y que, además, ha puesto en desventaja a las mayorías. El kirchnerismo produjo un cambio en la parábola de la caída de legitimación de la clase política. Con todo el aparato mediático en su contra, con los principales grupos de presión, representantes de las elites dominantes, ha logrado, a casi 12 años de gobierno, mantener cautivado a un gran porcentaje de la población.
Aquí surge, claramente, un problema. ¿Hasta dónde es transmisible esa confianza política depositada en Néstor y Cristina? Dentro de ese espacio amplio y confuso –y a veces contradictorio– que es el espectro del kirchnerismo se escucha casi siempre la frase: "Yo tengo fe en ella y en nadie más." Las encuestas, incluso, así lo reflejan. Y más allá de las imposibilidades propias de los liderazgos para generar sucesores, remplazantes, acompañantes, lo cierto es que pocos kirchneristas creen que haya dentro del ámbito del Frente para la Victoria o del Justicialismo liderazgos no contaminados con los años noventa o que hayan dado pruebas cabales de ser capaces de ejercer una "representatividad no defraudatoria" en el corto o mediano plazo. La confianza en "los" Kirchner está probada para sus propias filas.
Máximo viene, de alguna manera, a funcionar como "garantía de calidad kirchnerista". No se sabe, en términos públicos, si tiene o no condiciones para la política. Eso lo demostrará andando. Pero hay algo que es indudable: es kirchnerista de pura cepa –sepa disculpar el lector la ironía del lenguaje–. Pero repito, no se trata de pensamiento mágico, de si mueve las manos como su padre, que si el tono de voz lo recuerda, de si es punzante como la madre, que si hereda o no sus cualidades, sus capacidades conductoras. Su aparición pública derrumba varios mitos: Máximo no es como lo pintaron durante estos años las operaciones periodísticas de los medios de la oposición, pero, tampoco, como él mismo lo dijo, es "perfecto". Estéticamente, es contracultural –como lo fue su padre–, no es "delgado, piola, ganador" ni como Sergio Massa ni como Mauricio Macri ni como Martín Insaurralde; por los nervios habló entrecortado, respirando fuerte, como si tuviera plena conciencia de su falibilidad y de la importancia del hecho político. No es un producto de marketing, sino como cualquier hijo de vecino. Y al mismo tiempo sabiendo que no se trata de cuestiones colaterales, publicitarias, electorales, sino que lo sustantivo, lo real, lo contundente no es otra cosa que la política.
¿Por qué molesta tanto, entonces, la aparición pública de Máximo Kirchner a la oposición y a sus medios de comunicación? Sencillo: Máximo "supone" la continuidad generacional del kirchnerismo, pero no sólo en términos de liderazgos individuales –eso sería lo menos interesante del hecho– sino como una cuestión de interacción dialéctica con los sectores etáreos menores de 45 años que serán (¿seremos?) protagonistas, de una manera u otra, en las próximas décadas. Y con una fuerza homogénea y con un alto nivel de legitimidad interna. Disparan contra La Cámpora, contra las organizaciones juveniles y contra Máximo para quebrar esa posible continuidad. Seguramente, en las próximas semanas, se realizará un acto masivo que incluya a todas las demás organizaciones del kirchnerismo. Y Máximo, seguramente, estará presente. La cancha está marcada. Ahora, habrá que ver cómo se mueven los pingos. Esa es, de última, la verdadera cuestión.
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