De acuerdo con los resultados de un informe elaborado por un funcionario
del INE, se estima que uno de cada cuatro mexicanos ha sido víctima de
la delincuencia. Cabe hacer notar, no obstante, que estos estudios
normativos se basan en metodologías e indicadores restrictivos, que se
asocian sólo con las modalidades más visibles de la criminalidad, e
ignoran los aspectos subterráneos de las dinámicas delictivas, así como
los actos delincuenciales que no están claramente tipificados o que
gozan de la protección extralegal de los agentes estatales. Si estas
modalidades de crimen se incorporaran como variables al estudio antes
referido, la relación arrojaría un dato más demostrativo de la quiebra
sociopolítica del país: presumiblemente cuatro de cuatro mexicanos
habría sido víctima de la delincuencia. “Las que persiguen [las
autoridades] son bandas criminales; pero crimen organizado, lo que se
dice organizado, debe buscarse en la política y en la economía”. Esta
reflexión de Héctor Díaz-Polanco apunta tangencialmente a inaugurar un
horizonte metodológico que contemple esa delincuencia que pocos se
atreven a fiscalizar o denunciar, y que sin duda es la más perniciosa
para la salud de una sociedad.
Es de vital importancia esta aclaración porque en esa distinción crucial
radica el eventual desenlace o desahogo del caso Ayotzinapa. Por ahora
es evidente que la institucionalidad no es el ámbito donde se dirimen
los conflictos. Aún allí donde se presume transparencia procesal, los
aspectos fundamentales de la matanza, el secuestro y la desaparición de
los normalistas permanecen envueltos con la habitual toga de la
opacidad. La masacre de Ayotzinapa presenta un reto: imputar la autoría
intelectual del crimen a un sujeto individual o colectivo, pero a la
par, hacer responsable a la totalidad del Estado, facilitador de estos
crímenes de lesa humanidad.
Precisamente porque se trata de un crimen inenarrable, que amenaza con
provocar una inflexión dramática en el curso del país, las élites
políticas están especialmente interesadas en evitar que la
responsabilidad recaiga sobre las espaldas del Estado. Hasta ahora hemos
sido testigos de un esfuerzo ingente de las autoridades por deslindar
cualquier viso de culpabilidad que involucre a las instituciones que
gestionan el desastre. El discurso oficial oscila entre una falsa
preocupación lastimera y el señalamiento condenatorio de los autores
materiales: el crimen organizado. Se trata de la estrategia rutinaria
del narcoestado mexicano: la externalización de costos políticos
con base en el uso estratégico de un chivo expiatorio –la figura del
narco. Y aún cuando a veces se admite cierta disfuncionalidad
institucional, se hace estrictamente con fines político-electorales. Los
principales actores de la arena política nacional están ávidos por
cosechar beneficios partidarios en la coyuntura de la tragedia. Y acá
los únicos que realmente se ocupan del asunto y demandan justicia son
los ciudadanos, acaso el eslabón más desprovisto de instrumentos
jurídicos o políticos para conseguir la aplicación de la ley.
Estamos frente a la colisión inevitable de dos agendas antagónicas: la
de la población civil y la del Estado. La primera reclama la
presentación con vida de los 43 estudiantes desaparecidos;
esclarecimiento de los seis homicidios de septiembre pasado; captura de
los autores intelectuales de estos crímenes, incluidos los alto mandos
civiles; desactivación de las células del crimen organizado; dimisión
del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero; cese terminante de la
violencia y represión en México; reconocimiento público de
corresponsabilidad del Estado mexicano.
La segunda agenda –la del Estado–, tiene objetivos diametralmente
opuestos: a saber, demorar lo más posible la localización de los
normalistas desaparecidos; acotar responsabilidades a su mínimo alcance,
y fincar penas menores a los autores materiales de la masacre; exonerar
a las autoridades de alto rango y sortear el costo político atribuible
al Estado; negociar una salida favorable para las bandas criminales que
operan en la región; lucrar políticamente con un crimen que a todas
luces involucra al Estado, pero que es susceptible de explotar con fines
electorales; apuntalar el estatus indisputado de juez y parte de la
institucionalidad; reanudar la “normalidad democrática”, tan rentable
para los poderes fácticos, y tras cuyo velo ceremonioso se oculta una de
las peores crisis humanitarias.
Las declaraciones de ciertas figuras públicas dan cuenta de esta agenda
inconfesable, en la que convergen, aunque con intereses distintos, los
múltiples actores pusilánimes que encuentran en toda calamidad una
oportunidad: “[La Procuraduría General de la República] cuenta con el
absoluto y total respaldo de todas las instituciones que forman el
gabinete de seguridad pública para cumplimentar la tarea que le ha sido
confiada” (Enrique Peña Nieto); “El CEN está de acuerdo en que se
discuta la permanencia o no en el cargo de Aguirre en los términos
previstos en la Constitución. Lo que busca el PAN es dar cauce
institucional a esta demanda de miles de ciudadanos, que exigen la
separación del cargo del gobernador… [se requiere] una solución de
Estado, no partidista (sic), con altura de miras” (Ricardo Anaya,
presidente del PAN); “La violencia está focalizada en Iguala… Detrás de
esas voces –que demandan su renuncia– existe una carga política que
trata de perjudicar al estado… Me iré hasta que termine mi mandato”
(Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero); “[La desaparición de poderes
en Guerrero] significa una oportunidad del Senado para actuar (sic),
ante la grave situación que se vive en Guerrero” (Jorge Luis Preciado,
coordinador del grupo parlamentario del PAN en el Senado); “Es
desesperante y dolorosa la terrible realidad, pero no hay más opción que
luchar por cambiar al régimen por la vía pacífica y electoral” (Andrés
Manuel López Obrador); “Yo les puedo decir claramente, porque acabo de
consultar, que no se han terminado las pruebas y por lo tanto no puedo
dar mayor información… Yo no desmiento nada ni afirmo nada…” (Jesús
Murillo Karam, titular de la Procuraduría General de la República).
Pero mientras la indecente clase gobernante de este país se enfrasca en
excursiones de fuego cruzado y golpeteo faccioso, miles de ciudadanos,
principalmente estudiantes universitarios, se movilizan masivamente para
demandar al Estado que resuelva el asesinato de los tres estudiantes
normalistas, y la desaparición forzada de otros 43. La experiencia
acumulada no es gratuita, y la población civil parece tener conciencia
de la trascendencia histórica de este trágico episodio, y la
negligencia e impotencia estructural de los agentes institucionales en
estás coyunturas: “México ya no es el mismo, pues la agresión que
sufrieron los normalistas en Iguala ha sacudido al país entero y ha
abierto una profunda herida en los corazones de todos los mexicanos… Las
instituciones del Estado mexicano han guardado un silencio cómplice.
Las mezquindades de los partidos políticos y las instancias de gobierno
han sido evidentes, y sus confrontaciones han estado por encima de la
emergencia que implica la búsqueda de los jóvenes” (La Jornada 16-10-2014).
Los dirigentes estudiantiles de la Normal Rural de Ayotzinapa y padres
de familia de los desaparecidos, también saben que su agenda no es la
agenda del Estado, y que la procuración de justicia necesariamente
deberá seguir caminos extra institucionales: “Están jugando
políticamente con el caso [las autoridades]; es un juego y daña
moralmente a los padres de familia, porque primero dicen que sí son (los
cuerpos hallados en las fosas comunes) y luego se desdicen”; “Teníamos
un poco de miedo (de que los restos fueran de sus hijos), porque ya no
sabemos qué pensar, pero nos damos cuenta de que el gobierno está
mintiéndonos. No va a faltar que encuentre otras fosas y otros difuntos.
Está claro que ellos los tienen, y desgraciadamente es la misma
porquería de policía, la de (la Secretaría) de Gobernación” (La Jornada 15-10-2014)
Un narcoestado es uno donde la institución dominante es la
empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado están todos coludidos
con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas personales o
grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado.
La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios,
los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la
impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los
delincuentes es la ley natural de un narcoestado. El Estado es el
brazo legalmente armado de la empresa criminal, y no a la inversa. Esto
explica que la policía capturará a los estudiantes en Iguala, y después
los pusiera a disposición de los criminales. El narco usó a la policía
para proteger a sus empleados estatales: es decir, al alcalde y a su
esposa, aspirante a alcaldesa.
La agenda del Estado es salvaguardar este orden criminal. La agenda de
la población civil es desmontar ese Estado criminal. Ayotzinapa decreta
el divorcio radical de la población civil y el Estado. La Justicia es la
agenda de la población civil.
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De
acuerdo con los resultados de un informe elaborado por un funcionario
del INE, se estima que uno de cada cuatro mexicanos ha sido víctima de
la delincuencia. Cabe hacer notar, no obstante, que estos estudios
normativos se basan en metodologías e indicadores restrictivos, que se
asocian sólo con las modalidades más visibles de la criminalidad, e
ignoran los aspectos subterráneos de las dinámicas delictivas, así como
los actos delincuenciales que no están claramente tipificados o que
gozan de la protección extralegal de los agentes estatales. Si estas
modalidades de crimen se incorporaran como variables al estudio antes
referido, la relación arrojaría un dato más demostrativo de la quiebra
sociopolítica del país: presumiblemente cuatro de cuatro mexicanos
habría sido víctima de la delincuencia. “Las que persiguen [las
autoridades] son bandas criminales; pero crimen organizado, lo que se
dice organizado, debe buscarse en la política y en la economía”. Esta
reflexión de Héctor Díaz-Polanco apunta tangencialmente a inaugurar un
horizonte metodológico que contemple esa delincuencia que pocos se
atreven a fiscalizar o denunciar, y que sin duda es la más perniciosa
para la salud de una sociedad.
Es de vital importancia esta aclaración porque en esa distinción crucial radica el eventual desenlace o desahogo del caso Ayotzinapa. Por ahora es evidente que la institucionalidad no es el ámbito donde se dirimen los conflictos. Aún allí donde se presume transparencia procesal, los aspectos fundamentales de la matanza, el secuestro y la desaparición de los normalistas, permanecen envueltos con la habitual toga de la opacidad. La masacre de Ayotzinapa presenta un reto: imputar la autoría intelectual del crimen a un sujeto individual o colectivo, pero a la par, hacer responsable a la totalidad del Estado, facilitador de estos crímenes de lesa humanidad.
Precisamente porque se trata de un crimen inenarrable, que amenaza con provocar una inflexión dramática en el curso del país, las élites políticas están especialmente interesadas en evitar que la responsabilidad recaiga sobre las espaldas del Estado. Hasta ahora hemos sido testigos de un esfuerzo ingente de las autoridades por deslindar cualquier viso de culpabilidad que involucre a las instituciones que gestionan el desastre. El discurso oficial oscila entre una falsa preocupación lastimera y el señalamiento condenatorio de los autores materiales: el crimen organizado. Se trata de la estrategia rutinaria del narcoestado mexicano: la externalización de costos políticos con base en el uso estratégico de un chivo expiatorio –la figura del narco. Y aún cuando a veces se admite cierta disfuncionalidad institucional, se hace estrictamente con fines político-electorales. Los principales actores de la arena política nacional están ávidos por cosechar beneficios partidarios en la coyuntura de la tragedia. Y acá los únicos que realmente se ocupan del asunto y demandan justicia son los ciudadanos, acaso el eslabón más desprovisto de instrumentos jurídicos o políticos para conseguir la aplicación de la ley.
Estamos frente a la colisión inevitable de dos agendas antagónicas: la de la población civil y la del Estado. La primera reclama la presentación con vida de los 43 estudiantes desaparecidos; esclarecimiento de los seis homicidios de septiembre pasado; captura de los autores intelectuales de estos crímenes, incluidos los alto mandos civiles; desactivación de las células del crimen organizado; dimisión del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero; cese terminante de la violencia y represión en México; reconocimiento público de corresponsabilidad del Estado mexicano.
La segunda agenda –la del Estado–, tiene objetivos diametralmente opuestos: a saber, demorar lo más posible la localización de los normalistas desaparecidos; acotar responsabilidades a su mínimo alcance, y fincar penas menores a los autores materiales de la masacre; exonerar a las autoridades de alto rango y sortear el costo político atribuible al Estado; negociar una salida favorable para las bandas criminales que operan en la región; lucrar políticamente con un crimen que a todas luces involucra al Estado, pero que es susceptible de explotar con fines electorales; apuntalar el estatus indisputado de juez y parte de la institucionalidad; reanudar la “normalidad democrática”, tan rentable para los poderes fácticos, y tras cuyo velo ceremonioso se oculta una de las peores crisis humanitarias.
Las declaraciones de ciertas figuras públicas dan cuenta de esta agenda inconfesable, en la que convergen, aunque con intereses distintos, los múltiples actores pusilánimes que encuentran en toda calamidad una oportunidad: “[La Procuraduría General de la República] cuenta con el absoluto y total respaldo de todas las instituciones que forman el gabinete de seguridad pública para cumplimentar la tarea que le ha sido confiada” (Enrique Peña Nieto); “El CEN está de acuerdo en que se discuta la permanencia o no en el cargo de Aguirre en los términos previstos en la Constitución. Lo que busca el PAN es dar cauce institucional a esta demanda de miles de ciudadanos, que exigen la separación del cargo del gobernador… [se requiere] una solución de Estado, no partidista (sic), con altura de miras” (Ricardo Anaya, presidente del PAN); “La violencia está focalizada en Iguala… Detrás de esas voces –que demandan su renuncia– existe una carga política que trata de perjudicar al estado… Me iré hasta que termine mi mandato” (Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero); “[La desaparición de poderes en Guerrero] significa una oportunidad del Senado para actuar (sic), ante la grave situación que se vive en Guerrero” (Jorge Luis Preciado, coordinador del grupo parlamentario del PAN en el Senado); “Es desesperante y dolorosa la terrible realidad, pero no hay más opción que luchar por cambiar al régimen por la vía pacífica y electoral” (Andrés Manuel López Obrador); “Yo les puedo decir claramente, porque acabo de consultar, que no se han terminado las pruebas y por lo tanto no puedo dar mayor información… Yo no desmiento nada ni afirmo nada…” (Jesús Murillo Karam, titular de la Procuraduría General de la República).
Pero mientras la indecente clase gobernante de este país se enfrasca en excursiones de fuego cruzado y golpeteo faccioso, miles de ciudadanos, principalmente estudiantes universitarios, se movilizan masivamente para demandar al Estado que resuelva el asesinato de los tres estudiantes normalistas, y la desaparición forzada de otros 43. La experiencia acumulada no es gratuita, y la población civil parece tener conciencia de la trascendencia histórica de este trágico episodio, y la negligencia e impotencia estructural de los agentes institucionales en estás coyunturas: “México ya no es el mismo, pues la agresión que sufrieron los normalistas en Iguala ha sacudido al país entero y ha abierto una profunda herida en los corazones de todos los mexicanos… Las instituciones del Estado mexicano han guardado un silencio cómplice. Las mezquindades de los partidos políticos y las instancias de gobierno han sido evidentes, y sus confrontaciones han estado por encima de la emergencia que implica la búsqueda de los jóvenes” (La Jornada 16-10-2014).
Los dirigentes estudiantiles de la Normal Rural de Ayotzinapa y padres de familia de los desaparecidos, también saben que su agenda no es la agenda del Estado, y que la procuración de justicia necesariamente deberá seguir caminos extra institucionales: “Están jugando políticamente con el caso [las autoridades]; es un juego y daña moralmente a los padres de familia, porque primero dicen que sí son (los cuerpos hallados en las fosas comunes) y luego se desdicen”; “Teníamos un poco de miedo (de que los restos fueran de sus hijos), porque ya no sabemos qué pensar, pero nos damos cuenta de que el gobierno está mintiéndonos. No va a faltar que encuentre otras fosas y otros difuntos. Está claro que ellos los tienen, y desgraciadamente es la misma porquería de policía, la de (la Secretaría) de Gobernación” (La Jornada 15-10-2014)
Un narcoestado es uno donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley natural de un narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal, y no a la inversa. Esto explica que la policía capturará a los estudiantes en Iguala, y después los pusiera a disposición de los criminales. El narco usó a la policía para proteger a sus empleados estatales: es decir, al alcalde y a su esposa, aspirante a alcaldesa.
La agenda del Estado es salvaguardar este orden criminal. La agenda de la población civil es desmontar ese Estado criminal. Ayotzinapa decreta el divorcio radical de la población civil y el Estado. La Justicia es la agenda de la población civil.
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Es de vital importancia esta aclaración porque en esa distinción crucial radica el eventual desenlace o desahogo del caso Ayotzinapa. Por ahora es evidente que la institucionalidad no es el ámbito donde se dirimen los conflictos. Aún allí donde se presume transparencia procesal, los aspectos fundamentales de la matanza, el secuestro y la desaparición de los normalistas, permanecen envueltos con la habitual toga de la opacidad. La masacre de Ayotzinapa presenta un reto: imputar la autoría intelectual del crimen a un sujeto individual o colectivo, pero a la par, hacer responsable a la totalidad del Estado, facilitador de estos crímenes de lesa humanidad.
Precisamente porque se trata de un crimen inenarrable, que amenaza con provocar una inflexión dramática en el curso del país, las élites políticas están especialmente interesadas en evitar que la responsabilidad recaiga sobre las espaldas del Estado. Hasta ahora hemos sido testigos de un esfuerzo ingente de las autoridades por deslindar cualquier viso de culpabilidad que involucre a las instituciones que gestionan el desastre. El discurso oficial oscila entre una falsa preocupación lastimera y el señalamiento condenatorio de los autores materiales: el crimen organizado. Se trata de la estrategia rutinaria del narcoestado mexicano: la externalización de costos políticos con base en el uso estratégico de un chivo expiatorio –la figura del narco. Y aún cuando a veces se admite cierta disfuncionalidad institucional, se hace estrictamente con fines político-electorales. Los principales actores de la arena política nacional están ávidos por cosechar beneficios partidarios en la coyuntura de la tragedia. Y acá los únicos que realmente se ocupan del asunto y demandan justicia son los ciudadanos, acaso el eslabón más desprovisto de instrumentos jurídicos o políticos para conseguir la aplicación de la ley.
Estamos frente a la colisión inevitable de dos agendas antagónicas: la de la población civil y la del Estado. La primera reclama la presentación con vida de los 43 estudiantes desaparecidos; esclarecimiento de los seis homicidios de septiembre pasado; captura de los autores intelectuales de estos crímenes, incluidos los alto mandos civiles; desactivación de las células del crimen organizado; dimisión del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero; cese terminante de la violencia y represión en México; reconocimiento público de corresponsabilidad del Estado mexicano.
La segunda agenda –la del Estado–, tiene objetivos diametralmente opuestos: a saber, demorar lo más posible la localización de los normalistas desaparecidos; acotar responsabilidades a su mínimo alcance, y fincar penas menores a los autores materiales de la masacre; exonerar a las autoridades de alto rango y sortear el costo político atribuible al Estado; negociar una salida favorable para las bandas criminales que operan en la región; lucrar políticamente con un crimen que a todas luces involucra al Estado, pero que es susceptible de explotar con fines electorales; apuntalar el estatus indisputado de juez y parte de la institucionalidad; reanudar la “normalidad democrática”, tan rentable para los poderes fácticos, y tras cuyo velo ceremonioso se oculta una de las peores crisis humanitarias.
Las declaraciones de ciertas figuras públicas dan cuenta de esta agenda inconfesable, en la que convergen, aunque con intereses distintos, los múltiples actores pusilánimes que encuentran en toda calamidad una oportunidad: “[La Procuraduría General de la República] cuenta con el absoluto y total respaldo de todas las instituciones que forman el gabinete de seguridad pública para cumplimentar la tarea que le ha sido confiada” (Enrique Peña Nieto); “El CEN está de acuerdo en que se discuta la permanencia o no en el cargo de Aguirre en los términos previstos en la Constitución. Lo que busca el PAN es dar cauce institucional a esta demanda de miles de ciudadanos, que exigen la separación del cargo del gobernador… [se requiere] una solución de Estado, no partidista (sic), con altura de miras” (Ricardo Anaya, presidente del PAN); “La violencia está focalizada en Iguala… Detrás de esas voces –que demandan su renuncia– existe una carga política que trata de perjudicar al estado… Me iré hasta que termine mi mandato” (Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero); “[La desaparición de poderes en Guerrero] significa una oportunidad del Senado para actuar (sic), ante la grave situación que se vive en Guerrero” (Jorge Luis Preciado, coordinador del grupo parlamentario del PAN en el Senado); “Es desesperante y dolorosa la terrible realidad, pero no hay más opción que luchar por cambiar al régimen por la vía pacífica y electoral” (Andrés Manuel López Obrador); “Yo les puedo decir claramente, porque acabo de consultar, que no se han terminado las pruebas y por lo tanto no puedo dar mayor información… Yo no desmiento nada ni afirmo nada…” (Jesús Murillo Karam, titular de la Procuraduría General de la República).
Pero mientras la indecente clase gobernante de este país se enfrasca en excursiones de fuego cruzado y golpeteo faccioso, miles de ciudadanos, principalmente estudiantes universitarios, se movilizan masivamente para demandar al Estado que resuelva el asesinato de los tres estudiantes normalistas, y la desaparición forzada de otros 43. La experiencia acumulada no es gratuita, y la población civil parece tener conciencia de la trascendencia histórica de este trágico episodio, y la negligencia e impotencia estructural de los agentes institucionales en estás coyunturas: “México ya no es el mismo, pues la agresión que sufrieron los normalistas en Iguala ha sacudido al país entero y ha abierto una profunda herida en los corazones de todos los mexicanos… Las instituciones del Estado mexicano han guardado un silencio cómplice. Las mezquindades de los partidos políticos y las instancias de gobierno han sido evidentes, y sus confrontaciones han estado por encima de la emergencia que implica la búsqueda de los jóvenes” (La Jornada 16-10-2014).
Los dirigentes estudiantiles de la Normal Rural de Ayotzinapa y padres de familia de los desaparecidos, también saben que su agenda no es la agenda del Estado, y que la procuración de justicia necesariamente deberá seguir caminos extra institucionales: “Están jugando políticamente con el caso [las autoridades]; es un juego y daña moralmente a los padres de familia, porque primero dicen que sí son (los cuerpos hallados en las fosas comunes) y luego se desdicen”; “Teníamos un poco de miedo (de que los restos fueran de sus hijos), porque ya no sabemos qué pensar, pero nos damos cuenta de que el gobierno está mintiéndonos. No va a faltar que encuentre otras fosas y otros difuntos. Está claro que ellos los tienen, y desgraciadamente es la misma porquería de policía, la de (la Secretaría) de Gobernación” (La Jornada 15-10-2014)
Un narcoestado es uno donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley natural de un narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal, y no a la inversa. Esto explica que la policía capturará a los estudiantes en Iguala, y después los pusiera a disposición de los criminales. El narco usó a la policía para proteger a sus empleados estatales: es decir, al alcalde y a su esposa, aspirante a alcaldesa.
La agenda del Estado es salvaguardar este orden criminal. La agenda de la población civil es desmontar ese Estado criminal. Ayotzinapa decreta el divorcio radical de la población civil y el Estado. La Justicia es la agenda de la población civil.
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