Las marcas de los disparos en Tlatlaya.
Foto: Miguel Dimayuga
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Imposible e inadmisible
minimizar la trascendencia y significación de la matanza de Tlatlaya
perpetrada por integrantes de las Fuerzas Armadas, así como los hechos
que la sucedieron. La portada de Proceso 1978 que muestra un muro de
ladrillo gris con dos impactos de bala y dos manchas de sangre es la
representación simbólica de un país en descomposición en el que la
violencia ha alcanzado niveles demenciales de crueldad, sin límites ni
control, producida no sólo por los criminales, sino también por quienes
tienen la responsabilidad de velar por la seguridad de la población.
Tlatlaya es un espejo del México actual.
En el espejo de Tlatlaya
están reflejados los múltiples rostros de un país consumido por la
violencia y los vicios ancestrales del autoritarismo, que busca
renovarse a contracorriente de los avances democráticos: la ausencia de
un auténtico estado de derecho, la manipulación política de la ley, el
encubrimiento, la impunidad selectiva, la corrupción de la política, la
connivencia del crimen organizado con las autoridades, la tensa
complicidad entre el poder civil y las Fuerzas Armadas, el engaño y el
control de la información operados desde la Dirección General de
Comunicación Social de la Presidencia, la hipocresía de la
“responsabilidad compartida” entre México y Estados Unidos en el combate
al narcotráfico, la apuesta al olvido del horror ya cotidiano. En suma,
la vesania del poder.
Los hechos son conocidos para los lectores de este
semanario. Es la madrugada del 30 de junio en el poblado de San Pedro
Limón, municipio de Tlatlaya, Estado de México. Un grupo de militares se
enfrenta a una banda de presuntos delincuentes que estaba dentro de una
bodega vacía. El saldo: 22 muertos. La Secretaría de la Defensa
Nacional, la Procuraduría General de la República y el gobierno del
Estado de México informan que “el Ejército, en legítima defensa, abatió a
los delincuentes”. La versión oficial es desmentida por reportajes de
Associated Press, así como de Esquire México y Proceso (1977, 1978,
1979). Todo indica que se trató de un fusilamiento extrajudicial
cometido por el Ejército.
El ocultamiento de la verdad duró casi tres meses, hasta
que el 19 de septiembre el Departamento de Estado de Estados Unidos
solicitó al gobierno mexicano una explicación acerca de los hechos
sangrientos de Tlatlaya. Entre otras muy sensibles cosas, están en juego
los 148 millones de dólares aprobados por la Cámara de Representantes
el pasado 24 de junio para el combate al crimen organizado en México
que, en el marco de la Iniciativa Mérida, se deben aplicar con total
respeto a los derechos humanos. Sin esa garantía, el Senado
estadunidense podría ordenar la supresión parcial o total de dicho
financiamiento. A consecuencia de esa presión, el 25 de septiembre la
Sedena dio a conocer la consignación ante un juez militar de ocho
participantes en la acción, un teniente y siete soldados, acusados de
“desobediencia” e “indisciplina”, así como de “infracciones a deberes
militares” en lo que atañe al teniente.
No obstante, el hermetismo y la incertidumbre siguen
nublando los hechos de Tlatlaya, al tiempo que aumenta la justificada
sospecha de que hubo un intento del gobierno del presidente Enrique Peña
Nieto por “enfriar” los hechos para condenarlos al olvido. Para ello,
el Ejecutivo dispone del control de las instancias judiciales, y cuenta
con la sumisión cómplice de la mayoría de los medios informativos,
empeñados en minimizar lo que las evidencias muestran como una
despiadada masacre perpetrada por militares, en clara violación de los
derechos humanos.
La desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas
ocurrida la noche del 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, representa
una continuación de la barbarie cotidiana que nos oprime. A diferencia
del caso Tlatlaya –un acontecimiento de orden federal que pone bajo
sospecha la integridad del Ejército–, el de Ayotzinapa involucra
autoridades estatales y municipales coludidas con el crimen organizado.
Ambas atrocidades exigen investigaciones y condenas justas y
transparentes, no encubrimiento e impunidad, como empieza a ocurrir en
el primer caso.
Es innegable la gravedad de lo ocurrido en Iguala, e
indispensable que se determine si los 28 cadáveres calcinados y
fragmentados hallados en fosas clandestinas corresponden a los 43
normalistas desaparecidos. Las autoridades se niegan a dar cualquier
información mientras no terminen los peritajes, que podrían durar varias
semanas. También es forzoso encontrar y castigar a los culpables, así
como investigar a fondo los nexos entre los presuntos responsables, que
ocupen cargos públicos tanto en el municipio de Iguala como en el
gobierno de Guerrero, con el crimen organizado. Lo que no es admisible
es que una barbarie sirva para ocultar la otra.
Como lo ha denunciado el director para las Américas de
Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, en lo que respecta a Tlatlaya
hay dos delitos por investigar: el de la masacre y el del encubrimiento
de los responsables.
Todas las evidencias confirman que miembros del Ejército
fueron los autores materiales de las ejecuciones extrajudiciales. Siete
soldados y un teniente ya fueron consignados por un tribunal militar.
Sin embargo, la PGR tiene la obligación de investigar la existencia de
una responsabilidad jurídica e intelectual entre los mandos superiores
del Batallón 102, cuyo historial criminal ha sido documentado en la
edición 1979 de Proceso. Ya no estamos para batallones de la muerte,
pero la PGR sigue dependiendo de la Presidencia de la República, lo que
hace improbable que dicha investigación prospere.
Es ahí donde empieza el encubrimiento: primero al interior
de las Fuerzas Armadas y, de manera paralela, con la evidente
estrategia de Los Pinos de minimizar la gravedad de los hechos al punto
de ocultarlos al máximo aprovechando el impacto mediático de los
suscitados en Iguala, que parecen haber venido como anillo al dedo al gobierno de Peña Nieto para distraer la atención sobre Tlatlaya.
Ello no sólo es inadmisible desde el punto de vista
jurídico, político y ético, sino que además es contrario al interés y a
la buena imagen de las Fuerzas Armadas que supuestamente se quiere
resguardar. El Ejército sigue siendo la institución de mayor respeto y
credibilidad en México, pero al mismo tiempo es la que ostenta el mayor
hermetismo, lo cual ha propiciado abusos e impunidad y mina la
respetabilidad que exige su alta responsabilidad constitucional.
Ante un hecho de tal gravedad como el ocurrido en Tlatlaya
no basta con anunciar que el Ejército Mexicano se va a integrar a las
fuerzas de Paz de Naciones Unidas. Tampoco resulta satisfactorio para la
opinión pública nacional e internacional tratar de borrar el asesinato
de 22 jóvenes, sin juicio ni piedad alguna, mediante la detención de
ocho militares de bajo rango. El caso Tlatlaya reclama que la justicia
militar y la civil cumplan cabalmente con la responsabilidad que les
confiere la Constitución.
La inercia autoritaria está actuando en contra del interés
del Ejército, del Ejecutivo y de la nación. Es preciso rectificar para
poner fin a la vesania del poder.
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