En horas argentinas históricas, como cabe definir al comienzo de un tercer período gubernamental consecutivo con el mismo signo político, entre las preguntas principales que a uno se le ocurren figura cuál componente es mayor. ¿El de las dudas? ¿O el de las certezas?
Contemplado lo sucedido, no hay vacilaciones. Obra pública por doquier. Aumento del empleo registrado. Jubilaciones masivas a los excluidos. Alto nivel de reservas monetarias. Despegue de la educación técnica. Asignación universal por hijo. Subvenciones al agro y la industria. Corte Suprema irreprochable. No al ALCA y creación de la Unasur. El orden es completamente aleatorio, en una nómina bastante más larga que ésa. Y en el lado de las dudas caben, poco menos que nada más, incertidumbres relacionadas con el próximo timón de la buenaventura. Los titubeos no pasan por el reproche a las medidas tomadas, sino por la solidez que pueda expandirlas. ¿Alcanza con el liderazgo de la Presidenta? ¿No se está en manos, acaso, de un esquema de poder que por debajo carece de un partido político hecho y derecho? ¿No hay atadura en exceso a lo que resuelva una sola persona? ¿No será que la fortaleza tan centralizada en esa figura conlleva una de las debilidades del proyecto? ¿Hay verdadera vocación de formar nuevos cuadros políticos? ¿No debe repararse en Cristina como última conducción indiscutida del peronismo, con plazo fijo a 2015, siendo que el peronismo es la única garantía de gobernabilidad de este país? Son interrogantes que se escuchan dentro del propio kirchnerismo.
Cuando en política se hacen balances y prospectivas, lo habitual –lo invariable, más bien– es que, tanto en el registro de lo ocurrido como en el pronóstico o incógnitas a futuro, el objeto de estudio pase casi en exclusividad por el oficialismo de turno. Como mucho, se incorpora a figuras de la oposición, algunos funcionarios, legisladores, ciertas áreas de alta sensibilidad pública. Clase dirigente, en una palabra. Se balancea y vaticina en función de un “otro” institucional. De un lugar donde el pueblo nunca cuenta. Se deja de lado lo que hizo, votó, piensa, protestó, apoyó y hará o quizás hagan la gente común, los laburantes, las organizaciones sociales sin inserción mediática, las diversas militancias. La sociedad en su conjunto es invisible en los arqueos analíticos del periodismo y de los presuntos especialistas sociológicos, llámense politólogos, economistas, técnicos de la especie que fuere, ensayistas. En primer lugar, ese tipo de observación no es fortuito. Que el pueblo cotice poco y nada en circunstancias de recuento y prognosis, en tanto “pueblo” como ingrediente totalizador sirve al objetivo de ningunearlo. Y que sea así cuando las urnas vienen de dictaminar un favoritismo tajante, es menos casual todavía. Responde a la lógica de la democracia como elemento decorativo, que en Europa encuentra su cénit por estos días. La realidad decisoria son “los mercados”. Y el escenógrafo, con formas alemanas o francesas, tiene la tarea de hacerle creer a la ciudadanía que su sufragio porta incidencia.
Por aquí ya conocimos eso, y así nos fue. No puede garantizarse que el todo o su mayor parte irán mejor por haber esquivado ese camino de “un mundo que nos respete”. Pero sí conviene fiar en que, por el logro de apartar a ese eje práctico y simbólico, hoy no tenemos las angustias de España, Grecia, Italia, Portugal. Todos bajo el mando de sus cínicos hermanos mayores. Podrá haber otras zozobras, naturalmente, y de hecho las habrá. Argentina no dejó de ser un país subdesarrollado, con índices de pobreza y de-sigualdad fortísimos. Haber elegido una ruta que prioriza el mercado interno, la integración regional, el plantarse con autoridad frente a (muchos de) los agentes concentrados de la economía, no significa inmunidad frente a la crisis del exterior. Sí, en cualquier caso, cabe resistir ante la extorsión académica de los sabios conocidos. Esa gente es la que nos recomendó los ’90. Frente a una oposición inexistente, como no sea la que –a los tumbos, no moribunda– continúan comandando dos o tres corporaciones mediáticas, lo que vaya a pasar depende de los aciertos y errores del kirchnerismo. Solamente de eso, si es por mirar a la punta de la pirámide. Pero también influye lo que se asimile como actitud necesaria por parte del sujeto colectivo. El sitio desde el cual plantarse para influir en lo que habrá de ser, desde el espacio que cada quien ocupe. Lo que se decide en los arribas es producto dialéctico de lo sucedido y a suceder en los abajos. Si suena a perogrullada mejor todavía, porque querría decir que se ganó conciencia en torno de ello en vez de creer que “pueblo” es una palabra vaciada de contenido. Anduvo por acá un Premio Nobel que es el economista más citado del mundo, y dijo que ese mundo debería aprender del camino adoptado en lo que supo ser su traste. Joseph Stiglitz no es precisamente un revolucionario, como tampoco lo son su colega Paul Krugman ni los estudiantes de Harvard que –sin reconocimiento mediático, de más está decir– se rebelan contra el “vacío intelectual y la corrupción” de gran parte de sus profesores. Sin embargo, al igual que el movimiento de los indignados y que otras varias manifestaciones populares concretadas o por venir, expresan un clima de malestar creciente contra la ideología del fin de las ideologías. Podrá no haber un motor de la historia, según lo concibe el clasicismo marxista; pero, mucho antes de lo previsto cuando hace apenas unos años se sentenció a la historia como “terminada”, viene a resultar que queda mucho por decir.
Para el caso argentino, el período abierto el sábado puede implicar avance o retroceso respecto de lo hecho desde 2003. Lo realizado desde entonces fue esa constatación de que aún se podía decir bastante, a contramano de aquello que se suponía inevitable. Y nos fue bien. Bien, o mejor de lo supuesto. No estaba en los cálculos de nadie que la economía habría de recuperarse, ni que mejoraría la distribución del ingreso aunque falten tocos para hablar de justicia social. Tampoco, si es por los intereses de minorías, se previó que Kirchner haría bajar el cuadro de Videla en el colegio militar. Ni que la legislación sobre derechos civiles, a través de aspectos como el matrimonio igualitario y la identidad de género, alcanzaría niveles de ejemplaridad mundial. Ni que la ley de medios de la dictadura sería reemplazada con sentido progresista, por fin. Esas son algunas de las cosas por las que muchos más de uno se plegaron a la afirmación de que el Gobierno está a la izquierda de esta sociedad. O de que el kirchnerismo podría no ser de izquierda, pero con la seguridad de que a su izquierda está la pared si es por condiciones objetivas de acceso y ejercicio de poder.
La perspectiva de que a propósito de todo eso se vaya para adelante o para atrás no depende en soledad del liderazgo de Cristina ni de lo que genéricamente se denomina kirchnerismo. Estriba también, cabe convencerse, en la decisión ejecutiva del sujeto pueblo. Hace diez años con exactitud, una porción decisiva de ese sujeto ganaba las calles al grito de que se vayan todos. Y renegaba histéricamente de “la política” como instrumento de cambio. Aunque sea, (se) demostró que tenía algo para decir. El hijo de esa actitud fue parido por esta experiencia imprevista, que les permitió a los argentinos, al sujeto pueblo, estar algo o mucho mejor. Pero nunca peor, se lo mire por donde se lo mire. Es el piso. Si se resquebraja o se afirma depende de la confianza popular, y de su predisposición en consecuencia, si es que el Gobierno se mantiene firme. Se puede cargar contra algunas formas que no son gustosas para el paladar oligarcón, dibujado como periodismo independiente. O como apuntes, insustanciales, de la dirigencia opositora (?) que ya no sabe a qué recurrir.
No se debe confundir a esas formas con el centro de la cuestión. O tal vez se trate de que esas formas son justamente lo que permitió saltar del infierno al purgatorio.
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