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miércoles, 21 de septiembre de 2011

El regreso de la historia y la ceguera de la oposición , por Ricardo Forster (para “Veintitrés” y “El Argentino” 16-09-11)


16.09.2011
por Ricardo Forster, para “Veintitrés”.

Resulta extraño recordar, en estos tiempos de crisis, convulsiones, conflictos y novedades sorprendentes los vaticinios mundialmente famosos que hiciera a finales de la década del ’80 Francis Fukuyama.
En esos días dominados por la práctica y la retórica del neoliberalismo se anunció, con una seguridad digna de mejor causa, que habíamos llegado al fin de la historia y a la muerte de las ideologías en un mundo en el que la expansión del capital-liberalismo había alcanzado sus cotas máximas arrojando más allá de las geografías civilizadas los últimos restos de conflictos menores que, de eso no había dudas, también serían finalmente resueltos allí donde la matriz civilizatoria del mercado global y de la democracia liberal triunfantes alcanzarían su definitiva y decisiva mundialización.
Sin historia y sin ideologías los seres humanos se dedicarían, eso escribió suelto de cuerpo el investigador estadounidense de ascendencia japonesa, a vivir vidas sin sobresaltos, un tanto aburridas y ocupándose los fines de semana, entre muchos otros entretenimientos de la industria del espectáculo, en visitar los museos temáticos en los que podrían observar, no sin cierta nostalgia, las imágenes y los restos ya arqueológicos de aquellas épocas en las que existía la historia y los conflictos estaban a la orden del día. Por aquí y por allá, como excrecencias de un pasado ominoso, quedarían, como extravagantes vestigios y en la periferia del planeta, los últimos restos de una barbarie lista para ser abandonada definitivamente.
En las zonas ricas, bien amuralladas contra el intento de invasión de los últimos bárbaros, los ciudadanos satisfechos podrían dedicarle algún gesto de piedad y un resto de dadivosidad filantrópica a esas escenas de una historia clausurada que parecía recordarles que la miseria, la injusticia y la opresión estaban allí simplemente como testigos mudos de otra época del mundo.
Bien pertrechado con su Hegel reinterpretado de acuerdo con las necesidades de la sociedad global de mercado, Fukuyama empezó primero con un artículo al que luego convirtió en un voluminoso libro en el que pontificó, urbi et orbi, lo que el neoliberalismo parecía realizar en el escenario real de sociedades que caían, una tras otra y con resignadas resistencias, en la órbita de la consagración definitiva de un capitalismo invicto.
En América latina, y en particular en nuestro país, la virulencia de ese discurso alcanzó sus cotas máximas y lo hizo, por esas paradojas de nuestro itinerario zigzagueante y anómalo, de la mano de la inversión de antiguas tradiciones populares travestidas en instrumentos de la reconversión neoliberal.
El menemismo, la forma prostibularia del peronismo, asumió, con astucia e impudicia, la tarea de “adaptar” a los nuevos tiempos un país que venía de horrores, desilusiones y fragmentaciones de diverso tipo. Se iniciaba, entre nosotros, la década del shopping center y de las relaciones carnales que acabaría por transformar a Miami en la meca soñada por una generación de argentinos que no tendría otro impulso existencial que el consumismo desenfrenado mientras una parte sustancial de sus conciudadanos entraban en la noche de la catástrofe social.
En esta geografía sureña los anuncios proféticos de Fukuyama encontraron una tierra fértil y no sólo entre los dueños del capital o los tilingos de última hora, también alcanzaron a fascinar y convencer a muchos progresistas que estaban dispuestos a renunciar a los antiguos ideales igualitaristas en nombre de “lo políticamente correcto”, una agenda bien posmoderna que había borrado de sus acciones y proyectos la imposible cuestión de lo social irresuelto, de la desigualdad estructural y de la injusticia material y simbólica del sistema.
Del menemismo pasamos al gobierno de la Alianza sin estaciones intermedias y sin ningún cambio ostensible. Las huestes de progresistas republicanos, adherentes al discurso del fin de la historia y la muerte de las ideologías, se dirigieron inconsciente y festivamente a su propio abismo.
Casi tres décadas de neoliberalismo produjeron un imaginario social que no podía sino plegarse ante los anuncios de los ideólogos del sistema que entremezclaban con entusiasmo las diferentes perspectivas del nihilismo consumado (diversos neonietzscheanismos proliferaron en aquellos días del agotamiento del sentido y del fin de los grandes relatos modernos), el descubrimiento alborozado de una posmodernidad decapitadora sistemática de verdades, valores y morales represivas consideradas como absolutas que inauguraba el tiempo del más allá de toda certeza y festejaba la llegada de “la era del vacío” en la que los seres humanos podrían finalmente liberarse de los antiguos sometimientos heredados tanto del cristianismo como del imperativo categórico kantiano y, acompañando todo este jolgorio, el dominio abrumador de los medios de comunicación, el hiperindividualismo, la expansión ilimitada de la sociedad del espectáculo y la despolitización generalizada. Una alquimia de pesimismo, escepticismo y cinismo reemplazó a los ideales emancipatorios y a las utopías sociales que iniciaron lo que se declaraba como su irreversible marcha hacia el museo de la historia.
Claro que los cultores del fin de las ideologías no alcanzarían a comprender que ese discurso unidireccional encontraría, al girar el siglo, su propia crisis abriendo, como lo vemos hoy, ahora, entre nosotros, una nueva y compleja etapa de esa misma vida histórica que había sido arrojada a los últimos estantes de bibliotecas en desuso.
Mientras en el mundo se interrogan si, a la distancia de una década, aquel demoledor acontecimiento que perturbó de manera inexorable el curso de las cosas fue efectivamente el punto de partida de la decadencia del imperio; mientras en Chile recuerdan aquel otro 11 de septiembre, pero de 1973, como el punto de partida de un proyecto que asoló social, política y culturalmente al país trasandino pero lo hacen en un momento de extraordinaria movilización contra uno de los núcleos más duros y perversos del modelo neoliberal: la privatización de la educación; mientras el sur de América profundiza su unidad amplificando los países que se adhieren al Banco del Sur; mientras las economías europeas siguen apelando a recetas de ajuste que no hacen otra cosa que tirar más nafta al incendio; mientras el mundo árabe es sacudido por exigencias de democracia y equidad a las que se suman los “indignados” israelíes que exigen el regreso al Estado de Bienestar; mientras estas y otras cosas suceden en un mundo en movimiento, entre nosotros el espectáculo de una oposición tartamuda, ciega e inconsistente parece corresponderse más con una escena de vodevil que con una época de extraordinarios desafíos que colocan al país en un momento clave de su historia contemporánea.
Se cansaron de afirmar que una democracia sólo es consistente allí donde existe una oposición seria y con capacidad de interpelación; se dedicaron con insistencia digna de mejor causa a denunciar el peligro hegemónico que emanaba del Gobierno apelando a la sensibilidad del votante para impedir tamaño riesgo para la democracia; convocaron a las mejores plumas de la corporación mediática para atacar al mismo tiempo todos los frentes posibles abriendo el grifo de las denuncias permanentes que no se detuvieron ante ningún límite. Quisieron ir por las Madres de Plaza de Mayo a través de la figura de Hebe de Bonafini; buscaron enlodar a Raúl Zaffaroni y, con eso, deslegitimar a la propia Corte Suprema de la Nación; trataron de enturbiar el trabajo infatigable de las Abuelas de Plaza de Mayo y hasta quisieron transformar la muerte de Néstor Kirchner en una maniobra maquiavélica del oficialismo para, bajo el impacto trágico de la viudez, darle a Cristina un envión indetenible hacia el triunfo de octubre.
Esas plumas, que suelen rasgarse las vestiduras ante lo que han llamado “la crispación”, “la violencia retórica” y la multiplicación de la lógica del conflicto como patrimonio del kirchnerismo, no han hecho otra cosa, en la mayoría de los casos, que multiplicar un discurso de una belicosidad extrema unido a una impudicia adjetivante única en su estilo tratando de hacer centro en la figura presidencial.
Se han cansado de anunciar catástrofes por venir, han vociferado a los cuatro vientos que la economía ha llegado a su extenuación y que el tiempo del “viento de cola” ha concluido y nos espera, por lo tanto, el Armagedón de una crisis terminal que, eso desean con fervor indisimulado, nos permitirá abandonar, ¡por fin!, la lacra populista.
Se han equivocado y lo siguen haciendo sin siquiera sonrojarse. Anunciaron resplandecientes después del voto no positivo del ya invisible pequeño señor Cobos que el Gobierno tendría que replegarse a cuarteles de invierno; lo volvieron a hacer después de las elecciones de junio de 2009 cuando, junto al surgimiento del autoproclamado grupo A, anunciaron exultantes que en diciembre de ese mismo año, cuando se modificase la composición parlamentaria, quedaría inhabilitado el Gobierno y tendría, finalmente, que dejar su proyecto para aceptar que los “virtuosos republicanos” se hicieran cargo de devolverle la seriedad a un país de dudosa moral pública que no hacía más que espantar a los inversores.
Se equivocaron y se volvieron a equivocar una y otra vez: desde el affaire Redrado hasta la ruindad de los Schoklender, desde la violencia retórica de Biolcati que tuvo que tragarse sus palabras ante la avalancha de votos de las primarias hasta el reiterado y deseado desequilibrio fiscal que debería llevar a un colapso del dólar y que simplemente demuestra la enorme capacidad de intervención del Banco Central a través de esas mismas reservas que, precisamente, son la garantía para frenar a la especulación destituyente.
Sus reiteradas equivocaciones no los han llevado al sano ejercicio de la autocrítica aunque sí los ha transformado en un grupo de plañideros que no saben sobre qué o quiénes descargar su furia ante tanto descalabro.
Para ellos, los escribas del poder, la oposición se ha convertido en un puñado de personajes incapaces e impresentables. Lo que no dicen ni hacen es exponer su propia responsabilidad. Mientras Cristina sigue desplegando una actividad febril que atraviesa los distintos ámbitos de la vida nacional (la tecnología, la educación, los derechos humanos, la inversión productiva, el plan agroganadero para los próximos veinte años, la multiplicación de los beneficios de la asignación universal y el anuncio de aumentos a sus beneficiarios, la consolidación de las jubilaciones, etcétera, etcétera), un sector de la oposición, quizás el más bizarro, hace gala de una histriónica denuncia de fraude que ni ellos mismos alcanzan a creer. Ya no les funciona la lógica de la impostura ni la apelación a garantizar la calidad institucional amenazada por el oficialismo. Su capacidad para impedir busca continuarse en el Congreso pero su daño ha quedado acotado a la renovación de diciembre y al aluvión de votos que sobrevendrá previamente en octubre.
Nuestra pequeña oposición parece vivir aislada del mundo farfullando un resentimiento que la aleja cada vez más de los potenciales votantes. Su analfabetismo político es proporcional a su incoherencia y a su incapacidad para enfrentar la complejidad de un tiempo histórico atravesado de extraordinarios desafíos.
La democracia necesita una oposición que esté a la altura de esos desafíos, de una oposición que movilice recursos genuinos que le den envergadura a los grandes debates nacionales. Tal vez el colapso que se anuncia permita reformular profunda y decisivamente el mapa político argentino. Mapa que también señalará la marcha y el destino de un oficialismo que al carecer de una oposición dinámica e interpeladora seguramente dirigirá sus interrogaciones y sus debates hacia el interior de su propio espacio.
Al ir licuándose la oposición, el propio kirchnerismo, hinchado por multitud de aliados de última hora, deberá, por las vías del discurso y de los hechos, enriquecer la vida democrática argentina a la espera de una oposición que deberá refundarse. Es ahí, entonces, donde se encuentra el desafío de una nueva etapa en un proyecto que ha hecho girar la taba de la historia reconstruyendo la trama de una tradición popular y emancipatoria que estaba a la deriva y sin horizontes propios.
Lo nuevo exigirá audacia para profundizar lo hecho y más audacia para ampliar la geografía de la distribución, del mismo modo que tendrá que encontrar las palabras y las ideas para convocar a los diversos sujetos sin los cuales el camino de la transformación se volverá más arduo. Al sellarse lo que se abrió en mayo de 2003 con lo que será una extraordinaria relegitimación de Cristina en octubre se abre un nuevo tiempo argentino en el que serán sacudidas las estructuras económicas junto con la indispensable ampliación de los derechos y de la potencialidad democrática.
Mucho, demasiado está en juego como para carecer de una oposición capaz de integrarse, con inteligencia y propuestas, al inmenso flujo de las transformaciones en marcha y aquellas que tendrán que venir.
Y el kirchnerismo ha mostrado que se vuelve más intenso y virtuoso cuando tiene con quien dirimir hegemonía.


Publicado en :
http://www.elargentino.com/nota-158044-El-regreso-de-la-historia-y-la-ceguera-de-la-oposicion.html

1 comentario:

KOLINA COMUNA 8 dijo...

no sé si lo subí pero en verdad está muy bueno, por otro lado cuando forster habla de imaginario social (FRASE QUE ME GUSTA)yo lo hago de cultura, en esto se basa mi accionar jejejeje

un abrazo!