En una democracia las autoridades son elegidas por el pueblo. En Argentina es así al menos con las autoridades ejecutivas y legislativas. En cambio los funcionarios judiciales son nombrados con un procedimiento muy complejo en el que intervienen, en forma indirecta, las autoridades elegidas por el pueblo.
La designación de los jueces no sólo se vincula de una manera indirecta al voto popular sino que, por su continuidad en el cargo hasta su jubilación a los 75 años, representan al voto popular de otra época, a veces muy alejada.
La Corte Suprema de Justicia de hoy está integrada por dos jueces nombrados en tiempos de Macri (Rosenkrantz y Rosatti), dos en tiempos del kirchnerismo (Highton y Lorenzetti) y uno en tiempos de Duhalde (Maqueda). Esta pervivencia de los jueces en el cargo es a veces más dramática: el 1 de febrero de 1918 nació en Salta Carlos S. Fayt, jurista que fue nombrado Juez de la Suprema Corte en diciembre de 1983 en tiempos del Presidente Alfonsín. Permaneció en su cargo hasta su muerte, ocurrida el 22 de noviembre de 2016, a sus jóvenes 98 años. La permanencia de Fayt en el cargo 23 años más allá de su fecha de jubilación obligatoria fue producto de una decisión judicial, como lo es hoy la permanencia en el cargo de la jueza Elena Highton de Nolasco, que cumple en estos días (el 7 de diciembre) 78 añitos. Las causas son dispares, pero lo interesante es que ambos no han cumplido con la norma que los obligaba a jubilarse.
La Corte decidió hace pocos días la permanencia en sus cargos, hasta que se designen otros por concurso, de tres jueces designados en tiempos de Macri con un procedimiento que la propia Corte reconoce, en su fallo, como irregular. Pero pese a esta irregularidad los supremos han decidido que estos magistrados no sean reintegrados de inmediato a su lugar de origen (otros tribunales de menor jerarquía), como habían decidido el Senado, el Consejo de la Magistratura, el Presidente, y algunos jueces ante los cuales los afectados presentaron recursos. Se mantienen en una suerte de subrogancia informal, manteniendo un cargo para el cual la propia Corte reconoce que no fueron correctamente designados.
La misma Corte ha decidido en estos días no pronunciarse sobre los recursos presentados por los abogados del ex vicepresidente Amado Boudou, quienes denuncian enormes irregularidades en una causa donde le aplicaron una condena de cinco años y medio de prisión. Tomemos nota de que la Corte no se digna analizar si la condena contra un ex vicepresidente se hizo o no conforme a derecho. Que queda para los simples mortales.
Por último, y podríamos citar más casos, la Cámara de Casación ha dado por válidas las actuaciones judiciales en la causa llamada “Cuadernos”, pese a que se utilizó en ella la llamada “Ley de arrepentidos” –posterior a los hechos de la causa- . Se la utilizó aunque no se la cumplió plenamente, ya que se tomaron declaraciones sin registro audiovisual de los testimonios. Hubo además insistentes denuncias de prácticas extorsivas sobre los empresarios “arrepentidos”, los cuales, extrañamente, si decían que eran culpables se iban a su casa, pero si afirmaban ser inocentes permanecían presos. Práctica que, como mínimo, resulta curiosa.
De irregularidades como éstas, que se encadenan unas con otras, nace el lawfare, la criminalización de los opositores a partir de la acción de un bloque de poder que incluye políticos, periodistas, jueces y el poder económico. Algún dirigente político hace una denuncia, los medios la difunden, la justicia inicia una causa, y luego, con pruebas débiles o inexistentes, se llega a un juicio y, a veces, incluso a condenas. Como dijo con pasmosa sinceridad el juez brasileño Sergio Moro, él condenó al ex presidente Lula no por las pruebas recogidas (nulas) sino por su “íntima convicción” en la culpabilidad del dirigente del PT. El juez asume un rol divino, se entroniza en el Olimpo de los juristas.
El lawfare, la persecución judicial sistemática de los opositores, se entrelaza simbióticamente con el control de la constitucionalidad de las leyes y con la judicialización de la política. Son fenómenos distintos pero paralelos, distintas caras de una misma moneda, que la derecha maneja de forma diversa según se encuentre en el gobierno o en la oposición.
La situación del Judicial es, por lo tanto, la de un poder que no depende del voto popular, un poder casi monárquico cuyos cargos son virtualmente eternos, que es el encargado de interpretar las reglas del juego, pero no las aplica para sí mismo. Un poder que interpreta las leyes pero se considera por encima de ellas. Y se autocontrola.
Ya lo dijo, en 1886, Domingo Faustino Sarmiento: “Una Constitución pública no es una regla de conducta para todos los hombres. La Constitución de las masas populares son las leyes ordinarias, los jueces que las aplican y la policía de seguridad. No queremos exigir a la democracia más igualdad que la que consienten la diferencia de raza y posiciones sociales.”
Esta situación tan poco democrática debería ser resuelta desde la política. El tema es que no resulta tan sencillo hacerlo, en las actuales circunstancias.
Uno escucha y lee a votantes del FdT quejarse del accionar del actual gobierno con el argumento de que en tiempos de Néstor Kirchner, que había sacado 22% de los votos, se pudo cambiar a la Corte Suprema, y que hoy, habiendo sacado 48%, parece no poderse. Estos ciudadanos encuentran la causa en la falta de capacidad y voluntad política de las actuales autoridades, que son una coalición de sectores afines pero con diferencias, unos más radicales y otros más moderados.
El Frente de Todos recuerda en muy alto grado a los Frentes Populares que en los años ’30 se formaron tratando de frenar el crecimiento de los fascismos. El FdT es una alianza de todos los que no querían que siguiera gobernando una derecha de principios democráticos entre débiles e inexistentes, y de políticas económicas parecidas a un tsunami eterno.
El tema es, en realidad, más complejo que la supuesta falta de decisión política de los dirigentes de esta alianza que derrotó a la derecha: sucede que la situación es muy distinta a la de comienzos de siglo.
En 2003 la derecha venía de un fracaso estrepitoso. Estaba atomizada, no tenía dirigentes capaces de mostrarse competitivos en una elección presidencial, y no tenía ni la más mínima posibilidad de llegar al poder por el voto.
La derecha actual ganó las elecciones de 2015 y logró, tras cuatro años de gobierno realmente espantoso, mejorar su performance electoral respecto a cuatro años atrás, aunque haya perdido las elecciones. No debemos olvidar que Macri había obtenido en 2015 sólo un 34% de los votos, mientras que el año pasado llegó al 40%. Este bloque monolítico de la derecha controla un poco más de un tercio de ambas cámaras, lo que le permite bloquear decisiones que requieren de una mayoría de los dos tercios, como ser el nombramiento del procurador, de jueces de la corte o la realización de juicios políticos.
Controla además la Capital Federal y, por decisión del entonces presidente Macri, también a las fuerzas de seguridad de la misma, lo cual ya generó varios conflictos con el gobierno central, el último durante el sepelio de Diego Armando Maradona. La autonomía porteña, decidida por los constituyentes de 1994, y la transferencia de la Policía Federal a la ciudad, decidida por el macrismo en 2016, ha generado un regreso al pasado. Como pasaba hasta 1880, el Presidente es “huésped” en un distrito que no gobierna, que le pertenece a otro. La federalización de Buenos Aires, por la que tanto se luchó, por la que tanta sangre se vertió, ha sido anulada en la práctica por decisiones irresponsables o malintencionadas.
La derecha cuenta también con un vínculo muy sólido con el poder judicial, que se hace patente en dos cuestiones muy transparentes: En primer lugar, lo fácil que es bloquear decisiones de gobiernos peronistas apelando a la justicia, y lo difícil que es lograr lo mismo cuando gobiernan los liberales. La otra prueba es el desarrollo tan dispar de los juicios contra ex funcionarios de uno y otro bando, que en un caso suben por una escalera –cuando suben-, y en el otro en una nave espacial que avanza arrasando con leyes y principios constitucionales.
Finalmente, mientras que en los primeros años del siglo el neoliberalismo estaba en retroceso en América Latina, y en muchos países surgieron fuerzas populares progresistas y de centro izquierda que terminaron aliándose contra los conservadores, hoy vemos a nivel regional y mundial la emergencia de una derecha fanática y violenta con fuertes rasgos neofascistas, y con una tendencia a combinar internacionalmente sus fuerzas para apoyarse unos a otros.
En definitiva, cuando un gobierno popular pierde, pierde. Cuando la derecha pierde empata, porque conserva una cuota de poder enorme en diversas instancias. Por el contrario, cuando la derecha gana, se acerca a la Suma del Poder Público, mientras que cuando los ganadores son fuerzas peronistas o de centroizquierda, la victoria tiene sabor a empate, ya que existen mecanismos institucionales muy aceitados para neutralizar esta victoria entregando a los vencedores el gobierno, pero no el poder.
La democracia está en riesgo en la medida en que existen mecanismos institucionalizados que tuercen esa voluntad popular. Mecanismos que impiden que las autoridades elegidas por los ciudadanos realicen transformaciones estructurales que afecten los intereses de los más poderosos, pero permiten estas transformaciones cuando los afectados son los sectores populares.
Por eso parece poco apropiado comparar el 2003 con el 2020. Estamos en otro mundo, más violento, más fanático, menos democrático, más peligroso. Será necesario encontrar estrategias nuevas para resolver problemas nuevos.
Puede que el gobierno que preside Alberto Fernández, que enfrenta además la situación inédita de la pandemia, no las esté encontrando. Pero, suponer que puede hacerse lo mismo que en 2003 sin tener en cuenta todas estas diferencias, es hacer un análisis que presenta muchas debilidades.
Adrián Corbella
5 de diciembre de 2020
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