Muchos países del mundo, sobre todo los que tienen un territorio no demasiado extenso, tienen su capital en la ciudad más importante, la más grande y poblada. Eso es muy común en Europa, en países como el Reino Unido, Francia, Alemania o Portugal. En América también se da en varios países, entre ellos México, Argentina o Uruguay.
Por el contrario, en países territorialmente extensos, suele haber varias grandes ciudades, que han competido históricamente por ser la sede de la capital nacional. En esos países se llegó muchas veces a una solución de compromiso consistente en establecer el gobierno central en una ciudad pequeña: en Estados Unidos hay muchísimas ciudades más grandes que Washington D.C.; Australia construyó Canberra para evitar la rivalidad entre Sydney y Melbourne, y lo mismo hizo Brasil, construyendo una ciudad nueva en medio de la selva, para evitar las disputas entre Río de Janeiro y Sao Paulo.
En países federales, donde las provincias o estados que lo integran tienen grados importantes de autonomía, la situación jurídica de la capital reviste especial importancia. Washington D.C. se erigió en un territorio cedido al gobierno federal por el Estado de Maryland. Los habitantes de D.C. eligen un alcalde y a consejeros de la ciudad –que actúan como poder legislativo-, pero, ante cualquier diferencia de criterio con el gobierno central, prevalece la opinión del Congreso Federal. La ciudad de Washington no elige diputados ni senadores ante el gobierno central, envía sólo un representante con voz pero sin voto.
En los últimos años ha crecido en la capital norteamericana un movimiento que pide la transformación del Distrito de Columbia en un Estado que pueda elegir un Gobernador, una legislatura, y enviar diputados y senadores al Congreso Federal. Incluso se ha incorporado a las patentes de los autos de la ciudad la leyenda “taxation without representation” (impuestos sin representación), lema que fue el eje de la rebelión de los colonos norteamericanos contra Inglaterra en el siglo XVIII. La frase no está mal elegida porque la ciudad de Washington tiene una dependencia casi colonial respecto al gobierno central.
Los gobiernos federales se han negado sistemáticamente a permitir que D.C se convierta en el estado 51 de la Unión, considerando que la administración y seguridad de las instituciones del gobierno federal no deben depender de ningún estado en concreto, sino directamente del gobierno central.
En Argentina, la transformación de la ciudad de Buenos Aires en Capital Federal fue un proceso largo y extremadamente conflictivo. En una fecha tan temprana como 1813, los representantes de la Banda Oriental ante la Asamblea convocada en ese año, concurrieron con la instrucción de no aceptar a Buenos Aires como capital del país. El caudillo oriental José Gervasio Artigas consideraba que la ciudad porteña era demasiado importante por sí sola, por lo que en el caso de que se transformara en capital terminaría dominando todo.
Durante la breve presidencia de Bernardino Rivadavia (1826-27) la provincia de Buenos Aires fue desmembrada. La ciudad y su zona aledaña se transformó en capital del país, mientras que con el resto del territorio se organizaron dos nuevos estados provinciales: al norte Paraná, y al sur la Provincia del Salado. Esta solución fue tan efímera como el gobierno de Rivadavia, ya que luego de su caída Manuel Dorrego fue Gobernador de una Provincia reunificada.
Cuando Justo José de Urquiza se transformó en Presidente tras la caída de Rosas, debió instalar la capital en la ciudad entrerriana de Paraná, ya que los porteños rechazaban someterse a un gobierno central.
Cuando en 1860, el gobernador bonaerense Bartolomé Mitre se transformó en Presidente tras derrotar a las fuerzas federales de Urquiza y Derqui, intentó federalizar la ciudad de Buenos Aires. La Provincia se opuso a ceder su ciudad capital, que concentraba más o menos la mitad de la población bonaerense. Mitre barajó incluso la idea de transformar a toda la Provincia en territorio federal pero, ante la resistencia que encontró, debió contentarse con un acuerdo de compromiso que permitía a los presidentes gobernar desde la ciudad de Buenos Aires, pero en la condición de “huéspedes”.
Entre 1862 y 1880 los presidentes argentinos gobernaron en casa prestada, en una ciudad que pertenecía a una provincia que era la que la administraba.
En 1880, durante la Presidencia de Avellaneda, el Congreso nacional decidió la federalización de Buenos Aires. La provincia se opuso por la armas a esta decisión. El gobierno central debió abandonar la ciudad y refugiarse en el pueblo de Belgrano –el actual barrio porteño de ese nombre-. La lucha entre las fuerzas federales y las porteñas registra varias batallas particularmente cruentas en Olivera, Puente Alsina, Barracas y en los Corrales (actual Parque Patricios).
Las tropas nacionales triunfaron, e impusieron la federalización. Fue la última de las guerras civiles argentinas.
La solución argentina fue similar a la norteamericana. La Capital Federal estuvo, desde 1880 hasta la reforma constitucional de 1994, gobernada por un Intendente que era designado por el Presidente de la Nación, mientras que la seguridad quedaba a cargo de la Policía Federal, también dependiente del gobierno central.
En la década de 1990, el entonces presidente, Carlos Menem deseaba reformar la Constitución para introducir la posibilidad de que el Presidente sea reelegido –en esa época los primeros mandatarios gobernaban seis años, pero sin posibilidad de reelección-. El riojano negoció entonces con el principal referente de la oposición, el ex Presidente Alfonsín.
Menem concedió en ese acuerdo dos cosas a los radicales: la elección de un tercer senador por provincia -que quedaría en manos de la minoría-, y la autonomía porteña. Surgiría así la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, o CABA, gobernada por un funcionario de elección popular llamado Jefe de Gobierno. Lo que no se hizo –aunque había una promesa al respecto- fue transferir la Policía Federal al control local porteño. Ni Menem, ni De La Rúa, ni Adolfo, ni Duhalde, ni Néstor, ni Cristina cometieron ese desatino, que haría volver al gobierno central a la situación de la etapa 1862-80. Esa transferencia fue una de las primeras medidas tomadas por el Presidente Macri. Aquella desafortunada frase de “cambiar futuro por pasado”, pronunciada en su momento por María Eugenia Vidal, parece una marca de fábrica de la derecha neoliberal. Macri no sufrió las consecuencias de la decisión que tomó porque CABA es el distrito de origen del PRO, y el jefe de gobierno porteño un firme aliado político del entonces presidente.
Alberto Fernández es el primer presidente desde 1880 que se encuentra gobernando desde una ciudad que no le pertenece ni controla, y que le es hostil. Si el Presidente de la Nación –el que hay ahora y todos los que vengan en el futuro- se asoma a un balcón de la Casa Rosada, observa la presencia de fuerzas de la Policía de la Ciudad sobre las que no tiene ninguna autoridad: lo mismo que le pasaba a Avellaneda.
El problema de la coexistencia de dos gobiernos que comparten una ciudad es real y concreto, y viene generando problemas desde hace tiempo. Cuando Cristina era presidenta y Macri jefe de gobierno, hubo dos problemas bastante importantes. Una fue la discrepancia acerca de la estatua de Cristóbal Colón aledaña a la Casa Rosada, que Cristina reemplazó por una de la heroína de la independencia, la Teniente Coronel Juana Azurduy de Padilla. El gobierno de CABA no aceptó la decisión, y fue a la justicia.
El otro conflicto se vinculó al emplazamiento de Tecnópolis, pensado originalmente en el barrio porteño de Palermo, pero que se terminó mudando a Provincia por las discrepancias entre Cristina y Macri. En apenas un año de gobierno de Alberto Fernández, ya ha habido incidentes: el más reciente en torno a la actuación policial en el velorio de Diego Armando Maradona, y el otro a comienzos del 2020, cuando el Presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, pidió a la policía de la ciudad que retirara las vallas que rodeaban al Congreso, y esta se negó a hacerlo.
Parece evidente que el control de la seguridad de las áreas aledañas a los edificios desde los que funciona el gobierno central debería ser de exclusiva competencia federal. Anular la autonomía porteña es imposible sin una reforma constitucional, pero podría llegarse a un compromiso entre los gobierno de Nación, CABA y PBA que ponga esas áreas (Casa Rosada, Congreso, Tribunales, Ministerios, Quinta de Olivos y Chapadmalal) bajo exclusiva jurisdicción federal, con un régimen similar al que funciona para el puerto de Buenos Aires y los aeropuertos. En CABA esa zona debería comprender las comunas 1 y 3, y en provincia, un área de un kilómetro alrededor de la Quinta de Olivos y el complejo presidencial de Chapadmalal. La seguridad de esas áreas debería ser de competencia exclusiva de fuerzas federales como Policía Federal o Gendarmería, o de una fuerza nueva creada al efecto.
La federalización de Buenos Aires, que fue un proceso largo y cruento para los argentinos, ha sido en la práctica anulada por dos decisiones de presidentes muy alejados de la visión de un estadista. Este volver al pasado debería ser revertido: cambiemos pasado por futuro.
Buenos Aires, 16 de diciembre de 2020
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