Por Norberto Galasso
En el aniversario del nacimiento de Manuel Ugarte [27 de febrero de 1875]
LA NACIÓN LATINOAMERICANA, de MANUEL UGARTE. Prólogo NORBERTO GALASSO.
BIBLIOTECA AYACUCHO
MANUEL BALDOMERO UGARTE pertenece a la sacrificada “generación argentina del 900″, es decir, a ese núcleo de intelectuales nacidos entre 1874 y 1882 que conformaban al despuntar el siglo, una brillantísima “juventud dorada”. Sus integrantes eran
Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Ricardo Rojas, Macedonio Fernández, Alfredo L. Palacios, Alberto Ghiraldo, Manuel Gálvez y el propio Ugarte.
Habían nacido y crecido en ese tan curioso período de transición que cubre el último cuarto de siglo en la Argentina, cuando la vieja provincia latinoamericana parece hundirse para siempre, con sus gauchos y sus caudillos, sus costumbres austeras y su antiguo aroma español, sus sueños heroicos y su fraternidad latinoamericana. En su reemplazo, esos años ven brotar una Argentina cosmopolita, con aires europeizados, cuyo rostro sólo mira al Atlántico, ajena al destino del resto de las provincias hermanas, con una clase dominante derrochadora, de jacqué y galera de felpa, que soslaya el frío de los inviernos marchándose a disfrutar el verano parisino y un aparato cultural que difunde al día las últimas novedades de la cultura europea. Influenciados por esas dos Argentinas, la que parecía morir irremisiblemente y la que reclamaba el futuro con pretenciosa arrogancia, estos poetas, escritores, ensayistas, sufrieron en carne propia el drama del país y sus promisorias inteligencias, en vez de desarrollarse al cobijo de un clima favorable, se desgarraron tironeadas por dos mundos contradictorios. La tarea intelectual no fue entonces fructífera labor creativa, ni menos simple divertimento como en otros núcleos de pensadores, sino un penoso calvario frente al cual sólo cabía hincar la rodilla en tierra abandonando la cruz, trampear a los demás y a sí mismos con maniobras oportunistas o recorrerlo hasta el final costare lo que costare.
Hasta ellos llegaba la tradición democrática y hasta jacobina de un Manuel Dorrego o un Mariano Moreno y también la pueblada tumultuosa de la montonera mientras frente a ellos se alzaban las nuevas ideologías que recorrían Europa atizando el fuego de la Revolución: el socialismo, el anarquismo.
A su vez, detrás, en el pasado inmediato, percibían una nación en germen, una patria caliente que se estaba amasando en las guerras civiles y delante, sólo veían la sombra de los símbolos porque la Patria Grande había sido despedazada y las patrias chicas encadenadas colonialmente a las grandes potencias. La cuestión nacional y la cuestión social se enredaban en una compleja ecuación con que la Historia parecía complacerse en desafiarlos.
Ricardo Rojas clamará entonces por una “Restauración nacionalista”, reivindicará “La Argentinidad” y buscando un vínculo de cohesión latinoamericana se desplazará al callejón sin salida del indigenismo en Eurindia. Una y otra vez las fuerzas dominantes de esa Argentina “granero del mundo” cerrarán el paso a sus ideas y una y otra vez se verá forzado a claudicar, elogiando a Sarmiento -él que de joven se vanagloriaba de su origen federal-, otorgándole sólo contenido moral a la gesta de San Martín -él, en cuyo “país de la selva” estaban vivos aún los ecos de la gran campaña libertadora- para terminar sus días en los bastiones reaccionarios enfrentando al pueblo jubiloso del 17 de Octubre.
Leopoldo Lugones también indagará desesperadamente la suerte de su patria pero, con igual fuerza, intentará enraizar en estas tierras ese socialismo que conmueve a la Europa de la segunda mitad del siglo XIX.
Su militancia juvenil en el Partido Socialista va dirigida a lograr ese entronque: una patria cuya transformación no puede tener otro destino que el socialismo, una ideología socialista cuya única posibilidad de fructificar reside en impregnarse profundamente de las especificidades nacionales. La frustración de esa experiencia lo llevará al liberalismo reaccionario y luego al fascismo (de propagandista del presidente Quintana, liberal pro inglés, a redactor de los discursos del presidente Uriburu, corporativista admirador de los Estados Unidos).
¡Singularmente trágica fue la suerte del pobre Lugones! Fascista y anticlerical, enemigo de la inmigración pero partidario del desarrollo industrial, su suicidio resultó la confesión de que había fracasado en la búsqueda de su “Grande Argentina”. También él, como Ricardo Rojas, desfiló en la vereda antipopular pero, al igual que a éste lo rescatan parcialmente sus mejores libros, a Lugones lo protege del juicio lapidario de la izquierda infantil una obra literaria nacional, la reivindicación del “Martín Fierro”. El libro de los paisajes, los Romances y esa dramática desesperación por encontrar una patria que le habían escamoteado.
También
Alberto Ghiraldo -amigo íntimo de Ugarte desde la adolescencia- intentó asumir las nuevas ideas del siglo sin dejar, por eso, de nutrir su literatura en la sangre y la carne de su propio pueblo. Anarquista desde joven, cultivó también los cuentos criollos y en sus obras de teatro reflejó la realidad nacional. También él, como Ugarte, denostó al monstruo devorador de pequeños países en Yanquilandia bárbara, pero las fuerzas a combatir eran tantas y tan poderosas que, en plena edad madura, optó por el exilio. Desde España o desde Chile, Ghiraldo era ya apenas una sombra de aquel joven que tantas esperanzas hacía brotar en el novecientos. Y el poeta que hizo vibrar a una generación con Triunfos nuevos, el implacable crítico de Carne doliente y La tiranía del frac murió solo, pobre y olvidado.
Macedonio Fernández y
Manuel Gálvez también compartieron las mismas inquietudes. Después de una juvenil experiencia anárquica, Macedonio se retrajo y si bien no cesó de reivindicar lo nacional en su largo discurrir de décadas en hoteles y pensiones para el reducido grupo de discípulos, el humorismo se convirtió en su coraza contra esa sociedad hostil donde prevalecían los abogados de compañías inglesas y los estancieros entregadores. Su admiración por el obispo Berkeley, en el camino del solipsismo, constituye una respuesta, como el suicidio de Lugones, al orden semicolonial que aherrojó su pensamiento. Gálvez, por su parte, optó por recluirse y crear en silencio. Abandonado el socialismo de su juventud, se aproximó a la Iglesia Católica y encontró en ella el respaldo suficiente para no sucumbir. Se convirtió en uno de sus “Hombres en soledad” y en ese ambiente intelectual árido donde sólo valían los que traducían a Proust o analizaban a Joyce desde todos los costados, Gálvez pudo dar prueba de la posibilidad de una literatura nacional. Si bien mediatizado por la atmósfera cultural en que debía respirar, si bien cayendo a menudo en posiciones aristocratizantes, logró dejar varias novelas y biografías realmente importantes.
También
Alfredo Lorenzo Palacios -como Ricardo Rojas- era de extracción federal. Su padre, Aurelio Palacios, había militado en el Partido Blanco uruguayo y era, pues, un hijo de la patria vieja, aquellas de los gauchos levantados en ambas orillas del Plata contra las burguesías comerciales de Montevideo y Buenos Aires tan proclives siempre a abrazarse con los comerciantes ingleses. También Palacios -como Lugones, como Gálvez, como Macedonio, como Ghiraldo- percibió desde joven la atracción de las banderas rojas a cuyo derredor debía nuclearse el proletariado para alcanzar su liberación. No es casualidad por ello que ingresase al Partido Socialista y que allí discutiese en favor de la patria, ni que fuera expulsado por su “nacionalismo criollo”, ni que fundase luego un Partido Socialista “Argentino”, ni que más tarde se convirtiese en el orientador de la Unión Latinoamericana. ¿Cómo no iba a saber el hijo de Aurelio Palacios -antimitrista, amigo de José Hernández y opositor a la Triple Alianza- que la América Latina era una sola patria? ¿Cómo no iba a saber Palacios que el socialismo debía tomar en consideración la cuestión nacional en los “pueblos desamparados” como el nuestro? Sin embargo, aquel joven socialista de ostentoso chaleco rojo de principios de siglo se transformó con el correr de los años en personaje respetado y aun querido por los grandes popes de la semicolonia, su nombre alternó demasiado con los apellidos permitidos en los grandes matutinos y finalmente, aquel que había iniciado la marcha tras una patria y un ideal socialista, coronó su “carrera” política con el cargo de embajador de uno de los gobiernos más antinacionales y antipopulares que tuvo la Argentina (1956).
Distinta era la extracción de
José Ingenieros quien, incluso, no nació en la Argentina sino en Palermo, Italia. Sin embargo, intuyó siempre, aunque de una manera confusa y a veces cayendo en gruesos errores, como el del imperialismo argentino en Sudamérica, que la reivindicación nacional era uno de los problemas claves en nuestra lucha política. El socialismo, a su vez, le venía desde la cuna pues su padre, Salvador Ingenieros, había sido uno de los dirigentes de la I Internacional. Desengañado del socialismo en 1902, Ingenieros abandonó la arena política y se sumergió de lleno en los congresos psiquiátricos, en las salas de hospital, en sus libros. Pero pocos años antes de su temprana muerte entregó sus mejores esfuerzos a la Unión Latinoamericana, a la defensa de la Revolución Mexicana, al asesoramiento al caudillo de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, a quien aconsejaba adoptar un “socialismo nacional” y al elogio de la Revolución Rusa en un teatro de Buenos Aires. Es decir, socialismo y latinoamericanismo. Tampoco Ingenieros vio colmados sus anhelos juveniles, ni los argentinos recibieron todo lo que su inteligencia podía dar. Aquí también las fuerzas predominantes en la superestructura ideológica, montadas sobre el final del siglo y cuya consolidación se expresó simbólicamente en 1904 en la llegada al poder de un abogado de una empresa británica, cortaron el vuelo del pensamiento de Ingenieros, lo embretaron en disciplinas menos peligrosas que la sociología y la política y lo silenciaron resueltamente en su último intento por gritar su verdad, en ese su canto del cisne cuando reivindicaba al unísono la bandera de la Unión Latinoamericana y del Socialismo Revolucionario.
Si se observa con detenimiento, todos estos representantes de la generación del 900, a pesar de las enormes presiones, los silencios y los acorralamientos, han logrado hacerse conocer en la Argentina y en América Latina desde hace años. De un modo u otro, esterilizándolos o deformándolos, tomando sus aspectos más baladíes o resaltando sus obras menos valiosas, han sido incorporados a los libros de enseñanza, los suplementos literarios, las antologías, las bibliotecas públicas, las sociedades de escritores, las aburridas conferencias de los sábados, los anaqueles de cualquier biblioteca con pretensiones. Sólo Manuel Ugarte ha corrido un destino diverso: un silencio total ha rodeado su vida y su obra durante décadas convirtiéndolo en un verdadero “madito”, en alguien absolutamente desconocido para el argentino medianamente culto que ambula por los pasillos de las Facultades. No es casualidad, por supuesto. La causa reside en que, de aquel brillante núcleo intelectual, sólo Ugarte consiguió dar respuesta al enigma con que los desafiaba la historia y fue luego leal a esa verdad hasta su muerte. Sólo él recogió la influencia, nacional-latinoamericana que venía del pasado inmediato y la ensambló con las nuevas ideas socialistas que llegaban de Europa, articulando los dos problemas políticos centrales de la semicolonia Argentina y de toda la América Latina: cuestión social y cuestión nacional. No lo hizo de una manera total, tampoco con una consecuencia nítida, pero a través de toda su vida se continúa, como un hilo de oro, la presencia
viva de esos dos planteos, la fusión de las dos banderas: la reconstrucción de la nación latinoamericana y la liberación social de sus masas trabajadoras. De ahí la singular actualidad del pensamiento de Ugarte y por ende su condena por parte de los grandes poderes defensores del viejo orden. De ahí la utilidad de rescatar su pensamiento creador y analizar detenidamente las formulaciones de este solitario socialista en un país semicolonial -del Tercer Mundo, diríamos hoy- enfrentado ya al problema de la cuestión nacional cuando aún Lenin no ha escrito El imperialismo, etapa superior del capitalismo, ni Trotski ha dado a conocer su teoría de “la revolución permanente”.
En la época en que transcurre la infancia de
Manuel Ugarte aún resuenan en la Argentina los ecos de la heroica gesta libertadora y unificadora que encabezaron San Martín y Bolívar, medio siglo atrás.
La lucha común de las ex colonias contra el absolutismo español, cruzándose sus caudillos de una provincia a otra en medio de la batalla, se encuentra aún fresca en las conversaciones de los mayores a cuyo lado se modela el carácter y el pensamiento de la criatura. Más reciente aún, apenas una década atrás, está vivo el recuerdo de Felipe Varela, desde la cordillera de los Andes, convocando a la Unión Americana o la similar proclama insurreccional del entrerriano Ricardo López Jordán exaltando “la indisoluble y santa confraternidad americana”. Asimismo -como para certificar que no sólo los caudillos se consideraban latinoamericanos- ahí no más en el tiempo, Juan B. Alberdi había levantado su voz contra la guerra de la Triple Alianza, juzgándola “guerra civil” y había tomado partido por la causa de los blancos uruguayos, el pueblo paraguayo y los federales argentinos contra la entente de las burguesías portuarias del Plata y el Imperio del Brasil. Además, los hombres del 80, con los cuales dialogará el Ugarte adolescente, son consecuentes con la vieja tradición sanmartiniana: Carlos Guido y Spano, otro defensor del Paraguay destrozado, Eduardo Wilde, cuyo escepticismo no le impide sostener con entusiasmo que hay “que hacer de Sudamérica una sola nación”, José Hernández que designa habitualmente a la Argentina como “esta sección americana” e incluso el propio presidente Julio A. Roca quien, por esa época, da uno de los pocos ejemplos de latinoamericanismo oficial al rechazar las presiones belicistas contra Chile, intercambiar visitas con el presidente del Brasil y lanzar la Doctrina Drago para el conflicto venezolano. Es verdad que también resulta poderosa la influencia antilatinoamericana preconizada por los distintos órganos de difusión de la clase dominante, en especial, la escuela, la historia de Mitre con su odio a Bolívar y los grandes matutinos. Pero el joven Ugarte madura su pensamiento bajo la influencia de esa cultura nacional en germen que asoma ya en el Martín Fierro de José Hernández o en La excursión a los indios ranqueles de su conocido Lucio V. Mansilla, en la vertiente del nacionalismo democrático que tuvo sus exponentes en Moreno, Dorrego, Alberdi y los caudillos federales, especialmente los del noroeste como El Chacho y Varela. Su avidez por aprender, su sed de libros nuevos, de ideas distintas, es satisfecha gradualmente sin romper por eso los lazos con esa Argentina en gestación que recién cuando él ha cumplido cinco años -en 1880- logra realmente su unificación al federalizarse Buenos Aires y convertirse en Capital. Por eso, cuando el joven poeta de 19 años, busca una bandera para su Revista Literaria la encuentra en una convocatoria al acercamiento de todos los jóvenes escritores de América Latina. Su primer paso en la literatura se convierte, pues, en su primera experiencia latinoamericana. José E. Rodó, en el mismo camino, le dirá entonces: “Grabemos como lema de nuestra divisa literaria esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: Por la unidad intelectual y moral hispanoamericana”.
Al tiempo que esa experiencia de la Revista Literaria lo acerca al resto de América Latina -colaboran desde Ricardo Palma hasta Rufino Blanco Fombona y desde José Santos Chocano hasta José E. Rodó- lo aleja de la influencia singularmente cosmopolita que va ganando a la mayoría de los jóvenes escritores argentinos. El fracaso de su Revista -resistida por el ambiente de Buenos Aires- resulta, desde el punto de vista latinoamericano, un verdadero triunfo. Y cuando poco después -huyendo de Buenos Aires “porque me faltaba oxígeno”- se instala en Europa, su conciencia latinoamericana se profundiza. “Desde París, ¿cómo hablar de una literatura hondureña o de una literatura costarricense?” pregunta. La lejanía lo acerca entonces y aquella realidad tan enorme que era difícil de divisar de cerca, resulta clara a los ojos, tomando distancia. La vieja broma de que un francés considera a Río de Janeiro capital de la Argentina, adquiere en cierto sentido veracidad porque desde París, las fronteras artificiales se disuelven, las divisiones políticas se esfuman y la Patria Grande va apareciendo como una unidad indiscutible desde Tierra del Fuego hasta el Río Grande. “Urgía interpretar por encima de las divergencias lugareñas, en una síntesis aplicable a todos, la nueva emoción. La distancia borraba las líneas secundarias, destacando lo esencial”.
Cuanto más lejos de la Patria Chica más cerca de la Patria Grande. Quizá entonces analiza cuidadosamente esas influencias recibidas en su niñez y en su adolescencia, confusas y empalidecidas a veces, que su pensamiento no había logrado asimilar como verdades propias y que ahora vienen a reafirmarle su nueva convicción. Si Latinoamérica no es una sola patria, ¿qué significa ese oriental Artigas ejerciendo enorme influencia sobre varias provincias argentinas y teniendo por lugartenientes al entrerriano Ramírez y al santafesino López? Y junto a ellos, ¿qué papel desempeña ese chileno Carrera? ¿Qué sentido tiene entonces la gesta de San Martín al frente de un ejército que ha cortado vínculos de obediencia con el gobierno argentino, llevando como objetivo la independencia del Perú con ayuda chilena? ¿Quién es, pues, ese venezolano Bolívar, que se propone liberar a Cuba, que proyecta derrocar al emperador del Brasil y que lucha además por dar libertad a Ecuador y Perú, al frente de otro ejército latinoamericano en el cual militan soldados y oficiales argentinos? ¿Son acaso traidores a la Argentina José Hernández, Guido y Spano, Juan B. Alberdi, Olegario Andrade, y tantos otros que toman partido por el Paraguay en la Guerra de la Triple Alianza? E incluso, ¿traicionan a la patria, esos pueblos enteros de nuestro noroeste que festejan la derrota argentina de Curupaytí en esa misma guerra?
Sus estudios de sociología e historia le otorgan ya las armas para preguntarse qué es una nación y para plantearse la gran disyuntiva: ¿Cada uno de los pequeños países latinoamericanos puede erigirse en una nación o la nación es la Patria Grande fragmentada a la que hay que reconstruir como tarea esencial? En esos años de fin de siglo el interrogante es formulado una y otra vez y la respuesta va resultando cada vez más satisfactoria, cada vez más sólida, abundante en argumentos ya irrefutables. El mismo idioma, la comunidad de territorio, un mismo origen colonizador, héroes comunes, viejos vínculos económicos ahora debilitados pero que pueden restablecerse, fundamentan su convicción de que la América Latina es una sola patria, convicción que ya no abandonará hasta su muerte. Por eso sostiene en 1901: “A todos éstos países no los separa ningún antagonismo fundamental. Nuestro territorio fraccionado presenta, a pesar de todo, más unidad que muchas naciones de Europa. Entre las dos repúblicas más opuestas de la América Latina hay menos diferencia y menos hostilidad que entre dos provincias de España o dos estados de Austria.
Nuestras divisiones son puramente políticas y por tanto convencionales. Los antagonismos, si los hay, datan apenas de algunos años y más que entre los pueblos son entre los gobiernos. De modo que no habría obstáculos serios para la fraternidad y coordinación de países que marchan por el mismo camino hacia el mismo ideal…
Otras comarcas más opuestas y separadas por el tiempo y las costumbres se han reunido en bloques poderosos y durables. Bastaría recordar como se consumó hace pocos años la unidad de Alemania y de Italia”. Poco tiempo después insiste en otro artículo: “La primera medida de defensa sería el establecimiento de comunicaciones entre los diferentes países de la América Latina. Actualmente los grandes diarios nos dan, día a día, detalles a menudo insignificantes de lo que pasa en París, Londres o Viena y nos dejan, casi siempre, ignorar las evoluciones del espíritu en Quito, Bogotá o Méjico. Entre una noticia sobre la salud del emperador de Austria y otra sobre la renovación del ministerio en Ecuador, nuestro interés real reside naturalmente en la última. Estamos al cabo de la política europea, pero ignoramos el nombre del presidente de Guatemala”… Y este reproche lanzado en 1901 conserva todavía vigencia en 1976, no obstante los pasos que se han dado para consolidar una conciencia latinoamericana.
Ugarte retoma sí el ideal unificador que inspiró a Bolívar la reunión del Congreso de Panamá en 1824, granjeándose desde entonces la furiosa antipatía de los mitristas de Buenos Aires, discípulos del localista Rivadavia que torpedeó aquel Congreso. Mientras los argentinos de la nueva generación abandonan las últimas inquietudes latinoamericanas -sólo Palacios, Ingenieros y algunos pocos mantendrán de uno u otro modo la vieja bandera- Ugarte recuesta su pensamiento y sus esfuerzos en el trabajo paralelo de otros hombres de la Patria Grande que ansían continuar la lucha del libertador: las enseñanzas de Martí, las arengas de Vargas Vila, incluso el mismo Darío que militó en el partido unionista de Nicaragua y muy especialmente, un gran amigo de Ugarte y defensor a ultranza de Bolívar: Rufino Blanco Fombona.
En 1903 ya revela en germen su proyecto de construir una entidad dirigida a estrechar vínculos latinoamericanos en pro de la reconstrucción de la Patria Grande: “Después de lo que vemos y leemos, será difícil que queden todavía gentes pacientes que hablen de la Federación de los Estados Sudamericanos, del ensueño de Bolívar, como de una fantasía revolucionaria. La iniciativa popular puede adelantarse en muchos casos a las autoridades. Nada seria más hermoso que crear bajo el nombre de Liga de la Solidaridad Hispanoamericana o Sociedad Bolívar una vasta agrupación de americanos conscientes que difundiesen la luz de su propaganda por las quince repúblicas. Esa poderosa Liga tendría por objeto debilitar lo que nos separa, robustecer lo que nos une y trabajar sin tregua por el acercamiento de nuestros países. ¿Es imposible acaso realizar ese proyecto?” Once años más tarde constituirá en Buenos Aires la Asociación Latinoamericana que “realizará una intensa actividad durante tres años en favor de la unión de nuestros países. Y al promediar la década del veinte será también presidente honorario de la segunda entidad fundada en Buenos Aires con el mismo propósito: la Unión Latinoamericana.
Norberto Galasso
[Texto gentileza de la Lista Reconquista Popular]
Texto tomado de:
http://www.agendadereflexion.com.ar/2010/02/27/604-prologo-a-la-nacion-latinoamericana/