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Le Monde Diplomatique. Edición Nro
178 - Abril de 2014
Explorador N° 1: Estados Unidos
El secretario de Defensa estadounidense, Robert
Gates, anunció el 6 de enero de 2011 que la “oscura situación financiera de la
nación” repercutirá sobre los efectivos y el equipamiento del ejército. No
obstante, con 553 mil millones de dólares previstos para 2012, el presupuesto
militar seguirá aumentando, lo que lleva implícito el paralelo incremento de
las tensiones internacionales.
El principio que consiste en desplegar bases militares por
todo el planeta se topa con objeciones a la vez políticas y prácticas. Este
sistema incrementa la hostilidad de numerosas poblaciones hacia Estados Unidos,
alimenta guerras inútiles y perdidas de antemano en Afganistán e Irak, y
podría, en un futuro cercano, facilitar otras incursiones estadounidenses en
Pakistán, Yemen, el Cuerno de África y el Magreb. Osama Ben Laden justificó los
atentados del 11 de Septiembre en nombre de la “blasfemia” que constituye a los
ojos de algunos musulmanes la presencia de bases estadounidenses en el
territorio sagrado de Arabia Saudita. Claramente, estas bases agravan la
inseguridad en vez de hacer que disminuya.
Una imagen poderosa
Desde luego, el despliegue actual de las fuerzas
estadounidenses no es fruto de la inconsciencia, pero tampoco es el resultado
de un esquema estratégico pensado con detenimiento. La responsabilidad incumbe
primero a una burocracia mal controlada. A fines de la Segunda Guerra
Mundial, la opinión pública estadounidense exigía la rápida repatriación de los
contingentes establecidos en el extranjero y el desmantelamiento de un ejército
cuyo número de efectivos correspondía a un período de guerra. Este proceso se
vio interrumpido por las incipientes tensiones de lo que se convertiría en la Guerra Fría.
Poco más de una década más tarde, la intervención en
Vietnam se tradujo en la expansión de las bases militares en el Sudeste
Asiático, pero, tras su fracaso, las tropas estadounidenses abandonaron esa
parte del mundo para concentrarse en lo que consideraban entonces su misión
principal: garantizar la seguridad de Europa ante una eventual invasión
soviética. Una nueva doctrina militar se planteó entonces: una Blitzkrieg
basada en medios militares aplastantes, objetivos precisos y una rápida
retirada que supuestamente aseguraría el apoyo popular que faltó en Vietnam. El
ejército estadounidense se opuso a la idea de un despliegue en la ex Yugoslavia
hasta que la incapacidad de Europa para reaccionar ante las atrocidades
cometidas en Bosnia y Kosovo lo obligara a ponerse a la cabeza de una
intervención de la
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Tal como lo muestra Dana Priest en su libro The Mission
(1),
la multiplicación de bases estadounidenses en el extranjero que comenzó en esa
época se desarrolló prácticamente a espaldas de la prensa y la población.
Refleja la creciente influencia ejercida sobre la Casa Blanca por un
ejército con un presupuesto colosal, en detrimento de la diplomacia y la CIA, menos favorecidas y
desprovistas de ideas para hacer frente a las crisis internacionales. Los
militares presentan la ventaja de ofrecer soluciones simples y rápidas, cuya
implementación no requiere de largos conciliábulos. Transmiten por añadidura la
imagen –útil, tanto en el interior como en el exterior– de un Estados Unidos
poderoso y bien plantado en su liderazgo.
El sistema inaugurado por el ejército estadounidense de
comandos regionales diseminados a través del mundo, dotados cada uno de un
comandante, una organización autónoma y medios operativos considerables
permitió a las Fuerzas Armadas desempeñar un papel cada vez más influyente en
la dirección de la política exterior estadounidense. La influencia de estos
comandantes en jefe regionales (“CinCs”), que disponen de medios considerables
y tratan directamente con las autoridades políticas y militares de los países
agrupados en su zona de comando, superó rápidamente a la de los embajadores.
Con la llegada al poder de George W. Bush, el nuevo
secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, quiso restablecer el “control civil de
los militares” y poner en vereda a la burocracia del Pentágono, que consideraba
demasiado pesada e ineficaz. La invasión estadounidense a Afganistán en 2001 le
daría la ocasión de concretar la idea que se hacía de las guerras del futuro: envío
de unidades especiales sobreequipadas con alta tecnología, ataques aéreos y
búsqueda de apoyos locales, encarnados en este caso por la Alianza del Norte,
dirigida –hasta su muerte– por el comandante Ahmed Shah Masud.
Bajo la batuta del secretario de Defensa, los militares
ganarían mayor poder. Inspirada en la doctrina “conmoción y espanto”, la
operación militar de 2003 en Irak permitió al Pentágono tener bajo su control
la administración del país, lo que trajo como consecuencia –imprevista en esa
época– precipitarla al caos. Hubo que esperar hasta marzo de 2010 para que la
estrategia de contrainsurgencia del general David Petraeus, sumada a la
distribución de subsidios a las tribus “aliadas” –en su mayoría sunnitas–
condujera a la celebración de elecciones legislativas. Sin embargo, los
iraquíes no recuperaron la estabilidad, lejos de ello. El programa del general
Petraeus se aplica actualmente en Afganistán, con el moderado éxito que se
conoce.
Postulados erróneos
La multiplicación de bases en el extranjero apunta a
defender los intereses de Estados Unidos en el mundo y facilitar sus futuras
intervenciones militares. Refleja la ideología de la “promoción de la
democracia” que domina la política exterior estadounidense desde las
presidencias de Woodrow Wilson [de 1913 a 1921]. Este sistema resultó en los
hechos una poderosa incitación a que las tropas norteamericanas combatieran
lejos de sus fronteras.
En 1993, Samuel Huntington llamaba la atención afirmando en
la revista Foreign Affairs que la “próxima guerra mundial” tendría la
forma no de un enfrentamiento entre Estados sino de un “choque de
civilizaciones” (2).
Para demostrar su teoría, se valió del escenario de una guerra entre Occidente
y los países musulmanes por el control del mundo. Conjeturaba además que China
–la “civilización de Confucio”– se pondría del lado del bloque árabe-musulmán.
La profecía resultó falsa, tan falsa como la teoría
enarbolada en 2001 por Bush según la cual el islamismo se explicaría por el
odio de los musulmanes a las libertades occidentales. De hecho, el crecimiento
del fundamentalismo musulmán proviene de una crisis interna del Islam. El
objetivo de los islamistas consiste en purificar las prácticas religiosas de
los musulmanes y rechazar la influencia de Occidente, no en invadirlo.
El surgimiento de Al Qaeda se explica por varios factores
convergentes: el potente retorno del fundamentalismo religioso, el fracaso de
los países árabes en reemplazar el Imperio Otomano –cuya caída fue provocada
por la Primera Guerra
Mundial– por una nación árabe unida, la división colonial de Medio Oriente
entre Francia y Gran Bretaña, y finalmente la partición de Palestina y la
creación de Israel.
La política estadounidense después de la Segunda Guerra
Mundial consistió en sellar alianzas con Arabia Saudita y el Sha de Irán. En
Washington, pocos eran los que dudaban de que el Islam era una práctica
anticuada tendiente a desaparecer para ceder progresivamente el lugar a la
modernidad occidental. Esta visión se basaba en el postulado erróneo según el
cual todas las civilizaciones evolucionan necesariamente hacia un mismo destino
y que Estados Unidos y sus aliados disponen al respecto de una confortable
ventaja. La ciencia, la tecnología, la cultura y los sistemas políticos ¿acaso
no tomaron ese camino radiante? Pero significa olvidar que Roma impuso su
hegemonía en detrimento de Atenas, que a su vez fue precedida por las
civilizaciones egipcia, mesopotámica y persa. Fue la Biblia la que inventó la
noción de historia en tanto proceso rectilíneo que conduce a un fin redentor,
que le da sentido a todo lo precedente. Y fue con este telón de fondo que
prosperó el milenarismo de la
Ilustración, incluso en sus versiones modernas y
totalitarias, el marxismo-leninismo y el nacionalsocialismo. La utopía que
impregna la política exterior estadounidense abreva en las mismas fuentes,
sobre todo desde las presidencias de Woodrow Wilson: constituye la herencia
secular de la visión de los Padres Peregrinos de la colonia de la Bahía de Massachusetts, del
Nuevo Mundo como materialización de un territorio bañado por la gracia de un
dios todopoderoso. Una visión aún arraigada en la cultura política
estadounidense.
Para el historiador Andrew Bacevich, el nuevo militarismo
estadounidense no es más que una derivación de su milenarismo político: la idea
de que las buenas intenciones y los ideales democráticos de Washington
terminarían siendo evidentes para el mundo entero.
Al iniciarse la guerra de Vietnam, señala Bacevich, los
estadounidenses “estaban persuadidos de que su seguridad y su salvación se
ganarían con las armas” (3).
Convencidos de que “el mundo en el cual vivían era más peligroso que nunca y
que era necesario pues redoblar los esfuerzos”. El escenario de una extensión
del poder militar en varias partes del globo se convertía en consecuencia en
“una práctica estándar, una condición normal que no parecía admitir ninguna
alternativa plausible”.
¿Nuevo rumbo?
Estados Unidos presenta hoy las características de una
sociedad militarista, donde la demanda de seguridad interna y externa se impone
sobre cualquier otra consideración, y cuyo imaginario político está obsesionado
por hipotéticas amenazas. Con un optimismo incongruente, Washington asegura que
Irak se encuentra en el camino de la democracia. La administración Obama parece
tentada también a retirar las tropas estadounidenses de Afganistán, una opción
sin embargo rechazada por el Pentágono, que está construyendo allí un complejo
militar “duradero” destinado a servir de centro de comando estratégico para
toda la región. Ahora bien, los talibanes descartan toda negociación de paz
mientras las fuerzas aliadas no hayan abandonado el país. Barack Obama deberá
pues tomar una decisión difícil. Si se decide en favor de la retirada, la
opción que plantea un informe sobre la estrategia estadounidense en Afganistán
publicado en diciembre de 2010, corre el riesgo de ganarse la ira de la
oposición republicana pero también, probablemente, del Pentágono (que vería en
esa retirada una derrota humillante). El sistema de las bases militares
constituye de hecho un obstáculo fundamental para cualquier solución en la
región.
Estados Unidos, que actualmente dispone de una potencia de
fuego superior a la de todos sus rivales y aliados juntos, no siempre veneró la
fuerza militar. La
Declaración de Derechos (Bill of Rights), incorporada en 1787 a la Constitución, establece
en su Segunda Enmienda que “es necesaria para la seguridad de un Estado libre
una milicia bien organizada”. Pero la existencia de un ejército federal sólo se
menciona en la sección 8 del artículo 1 de la Constitución. La
cláusula que se refiere a ello otorga facultades al Congreso “para reclutar y
mantener ejércitos; bajo reserva de que ninguna asignación de fondos para este
fin podrá extenderse por más de dos años”. El artículo 2 de la Constitución,
dedicado al Poder Ejecutivo, precisa simplemente que “el Presidente será
Comandante en Jefe del Ejército y de la Marina de Estados Unidos, y de la Milicia de los distintos
Estados cuando ésta sea llamada al servicio activo de Estados Unidos”.
Hasta mediados del siglo XX, la opinión pública
estadounidense se mantuvo hostil al ejército. Al desatarse la Segunda Guerra
Mundial, las tropas de Estados Unidos sólo contaban con 175.000 hombres. La
rápida desmovilización iniciada en 1945 sólo se suspendió debido a la Guerra Fría, y el
principio de un ejército de conscripción recién fue abandonado después de la
intervención en Vietnam. Así, hasta la década de 1970, el ejército de Estados
Unidos era un ejército “ciudadano”, cuyo cuerpo de oficiales provenía de la
reserva o de la conscripción.
Al reemplazarlo por un ejército profesional, el poder
político se adjudicó un instrumento de poder sobre el cual la población ya no
tiene incidencia. Al mismo tiempo, la influencia del complejo
militar-industrial creció considerablemente. La industria de la defensa y la
seguridad constituye actualmente el sector más importante de la economía
manufacturera estadounidense. Sus intereses son tan colosales que se imponen
tanto al Congreso como al Gobierno. Hace dos siglos y medio, Mirabeau escribía
a propósito del país por entonces más poderoso de Europa: “Prusia no es un
Estado que posee un ejército, es un ejército que conquistó una nación”. Esta
sentencia podría muy bien aplicarse al Estados Unidos de hoy.
Entre el inicio de la Guerra Fría y la
actual guerra en Afganistán, a Estados Unidos no le faltaron ocasiones para
hacer tronar los cañones: guerra de Corea, guerra de Vietnam, invasión a
Camboya, operaciones militares en El Líbano, Granada, Panamá, República
Dominicana, El Salvador (indirectamente), Somalia (primero, bajo el mandato de la ONU, luego a través de
Etiopía), dos invasiones a Irak y una a Afganistán. A excepción de la primera
guerra del Golfo Pérsico, ninguna de estas expediciones merece el título de
victoria.
Dentro de sus propias fronteras, Estados Unidos sigue
siendo invulnerable a cualquier ataque convencional. No podría decirse lo mismo
de sus tropas desplegadas por los cuatro puntos cardinales. La seguridad del
país estaría sin duda mejor garantizada si su política exterior diera
finalmente una vuelta de página a cincuenta años de intervencionismo, si
negociara la retirada de Afganistán e Irak sin dejar allí bases militares y
dejara de inmiscuirse agresivamente en los asuntos ajenos.
NOTAS:
NOTAS:
EXPLORADOR N° 1: Estados Unidos
Este artículo forma parte de la segunda serie de la colección de revistas de EXPLORADOR
Este número está enteramente dedicado a Estados Unidos.
¿Dónde se consigue?
Explorador se consigue en kioscos y librerías, o por
suscripción aquí, tanto en
formato impreso como online.
Los números de la primera serie, dedicada a China, Brasil,
India, Rusia y África se consiguen en librerías y por suscripción.
También podrá suscribirse personalmente en el stand de
Capital Intelectual de la Feria
del Libro de Buenos Aires, desde el 24 de abril hasta el 12 de mayo de
2014.
* Colaborador de The New York Review of Books y autor de The
Irony of Manifest Destiny. The Tragedy of America’s Foreign Policy, Walker
Books, Nueva York, 2010.
Traducción: Gustavo Recalde
Publicado en:
http://www.eldiplo.org/notas-web/el-militarismo-estadounidense/
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