En el marco de la progresiva tendencia a transferir servicios y actividades públicas al sector privado (Sanidad, Educación, Transportes, etc.), la última década ha experimentado la privatización de núcleos de soberanía estatal tan sensibles como los servicios militares y de seguridad. En efecto, la guerra también se privatiza y lo hace adaptada al siglo XXI, a través de empresas multinacionales.
Desde el fin de la Guerra Fría y, en particular, durante los conflictos de Afganistán (2001) e Iraq (2003), empresas militares y de seguridad privada (EMSP), o contratistas, sustituyen a los militares en cada vez más tareas y en mayor proporción que hasta ahora. Es decir, en la guerra se contrata más y para más funciones: desde el transporte, apoyo logístico o entrenamiento de tropas, hasta la protección de personas e instalaciones militares, el manejo de tecnología armamentística o la inteligencia. Pero el uso de empresas como Blackwater (actual Academi), G4S, Aegis, o KBR no se ha limitado a situaciones de conflicto armado, ni han sido los ejércitos occidentales los únicos que han hecho uso de sus servicios. Empresas privadas, agencias diplomáticas, ONG y organizaciones internacionales como las Naciones Unidas y la Unión Europea contratan a EMSP para garantizar su protección y seguridad en escenarios diversos de conflicto e inestabilidad. El resultado: una pujante industria transnacional que forma parte de la economía de guerra, pero también de los procesos de pacificación y reconstrucción.
La utilización de EMSP permite sostener misiones militares poco populares para la ciudadanía sin comprometer el envío de tropas (que requiere autorización parlamentaria) y con apenas debate público (las bajas de contratistas no cuentan como bajas militares). Y aunque no quede del todo claro por las cifras desorbitadas de algunos contratos y salarios, algunas voces también apelan a las posibles ventajas económicas, ya que pueden ser contratados y permanecer en el terreno temporalmente pero, a diferencia del personal militar, se puede prescindir de ellos en períodos de paz y no requieren una pensión post-servicio, programas de tratamiento médico, etc. En conjunto, estas ventajas han guiado hacia una política de contratación masiva por parte de ciertos Estados, como Estados Unidos y Reino Unido, que ha derivado incluso en grado de dependencia.
La prevalencia de las EMSP es tal que, aunque su uso no ha hecho desaparecer a los ejércitos, estas potencias occidentales han reconocido que no podrían sostener las operaciones militares sin su asistencia.
Se han documentado graves violaciones de derechos humanos protagonizadas por los contratistas, sobre todo relacionadas con el uso desproporcionado de la fuerza contra civiles, pero también se ha detectado la vulneración de derechos laborales de los propios empleados e incluso casos de tortura de prisioneros, procesos opacos de contratación y escándalos de corrupción y fraude, entre otros.
Las políticas internas de los Estados varían respecto a la legalidad de la privatización militar, aunque las ventajas parecen haber convencido a ciertos Estados y organizaciones que han venido aceptando cada vez más la utilización de estas empresas.
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