Por Luis Bruschtein
A Milagro Sala no la castigaron por luchar por una sociedad inclusiva, sino por corrupta. A los mapuches en Neuquén no los castigaron por luchar por sus tierras, sino por subversivos y ladrones de vacas. A los manteros de Once no los reprimieron y echaron por tratar de sobrevivir en una frágil informalidad, sino porque son una mafia. La oposición al gobierno kirchnerista nunca se centró en un planteo político tipo: neoliberalismo o libre mercado versus populismo. El único lenguaje que se usó fue el de la denuncia.
Es un esquema de propaganda de clase social poderosa, consciente del poder propio y del poder del campo popular. Son conscientes que desde la política tienen poco que ofrecer para crear mayorías. Entonces trabajan sobre los prejuicios. Compartir el prejuicio contra los cabecitas, por ejemplo, impacta en sectores de una clase media culturalmente ambigua y boyante, pero también en algunos trabajadores, que por el hecho de compartir ese pensamiento con el patrón se siente menos cabecita y más parecido al patrón.
Rodrigo, el muchacho al que le tocó dar la cara como vocero de los manteros, decía llorando por televisión que los medios publicaron que había estado preso por robo o que era conocido como traficante de drogas. “Yo nunca robé ni una mandarina”, decía el hombre destrozado, “ni soy mafia y menos narco”. La campaña mediática para estigmatizarlo fue de una ferocidad y de una crueldad inusitada. “Entiendo que el gobierno tiene que decir estas cosas de quienes no están de acuerdo, pero tiene que haber un límite”. “Mi hija me preguntó qué quería decir mafia y si yo era mafia” dijo Rodrigo en el programa de la tarde de Víctor Hugo Morales por C5N.
Con Milagro Sala fue igual: a despedazar y aniquilar. Sin piedad, sin escrúpulos, porque el prejuicio construye un valor superior de supervivencia de clase que justifica todo. La campaña de prejuicios arrastra a las buenas familias, a los republicanos impolutos y hasta algún grupo de oportunistas de izquierda que son sus aliados o que se ilusiona con ocupar el lugar que deje Milagro Sala. El prejuicio arrastra a aquellos que se consideran lo mejor de la sociedad junto con las peores lacras asumidas, como sucede siempre en los linchamientos.
El prejuicio acecha en los pliegues de la posverdad, o sea de ese relato propagandístico de la realidad que no se refiere a la realidad sino a lo que las personas desean escuchar sobre ella. Se trata, entonces de una sociedad que no se regula por valores directos, sino por los valores que se desprenden de esos prejuicios. Esa ilusión de posverdad se construye apelando a un deseo de la gente, pero no un deseo que surge del placer (el ascenso social por ejemplo), sino de un deseo que surge específicamente del miedo (no vamos a dejar que asciendan los de abajo). Es un deseo negativo, subliminal a veces y abierto otras. Se lo diagnostica, se lo ubica y se lo alimenta. El miedo central en este caso es al desplazamiento social que se siente ante los movimientos sociales o ante el progreso de otros grupos menos favorecidos. El miedo a ser atacados por chicos de las villas se centra en la sensación de invasión, en el rechazo a que otros grupos sociales estén compartiendo ahora los mismos espacios. La reacción supera a los hechos reales, que son pocos en relación a otros hechos de violencia. Aún así, una cosa es la reacción espontánea de los vecinos frente a un hecho puntual de este tipo como ocurrió con la muerte de Brian Aguinaco en Flores. Y otra cosa muy distinta es que el gobierno utilice esa muerte trágica para ofrecer como la respuesta más importante a un problema tan complejo como la inseguridad, una ley para bajar la imputabilidad, confirmando así que fueron la fuerza política y los grupos sociales que representa este gobierno quienes alimentaron este prejuicio y lo han usado políticamente.
Con el gobierno de Cambiemos se instaló un país que plantea como valores el castigo a los corruptos, a los terroristas y ladrones de vacas y a las mafias. Y castiga con esos argumentos a movimientos sociales que luchan por la inclusión, a pueblos originarios que luchan por sus tierras, a vendedores que sobreviven en la informalidad y a políticos opositores. Como si todos los corruptos, mafias y subversivos fueran personas que de alguna manera buscan una sociedad inclusiva. En esa lista no hay ninguna mafia millonaria y poderosa, no hay corruptos del sector empresario y los terroristas pertenecen a una comunidad históricamente marginada.
O es una casualidad que todos los penalizados por ese sistema de valores estén tan claramente recortados desde el punto de vista social y cultural, o ese sistema de valores es tan falso como la posverdad que lo sostiene. Se podría decir que para este sistema de valores la corrupción tiene un signo ideológico. Es más, actúa de tal manera que concibe que solamente son corruptos los que adoptan una ideología determinada. Y entonces no se persigue a la corrupción, sino a esa ideología, que ellos definen como populista: así todos los populistas son corruptos o cómplices por el hecho de ser populista, kirchnerista o peronista. Eso en cualquier lugar del planeta es persecución ideológica, no tiene nada que ver con la lucha contra la corrupción, con la que se quieren vestir muchos políticos, pero tiene que ver siempre con un sistema de valores corrupto.
Esa corrupción ideológica que se instala con Cambiemos no puede visualizar casos de corrupción reales como los denunciados en los Panamá Papers, a partir de los cuales se pudieron encontrar casi cincuenta sociedades offshore del grupo Macri, en muchas de las cuales, el Presidente Macri figura como miembro del directorio.
El país de Cambiemos ha perseguido dirigentes del anterior gobierno, pero no se inmutó por el escándalo de los Panamá papers y menos ahora por la denuncias que vincularon a la empresa brasileña Odebrecht con giros de centenares de miles de dólares dirigidos a la cuenta den Suiza del titular de los servicios de inteligencia del macrismo, Gustavo Arribas. Es cierto que el soterramiento del ferrocarril Sarmiento se anunció seis veces durante el kirchnerismo, en distintas etapas que se iban cumpliendo. El compromiso principal del gobierno era proveer la tuneladora, como lo hizo. Pero la crisis en Brasil determinó que la parte privada, en la que participa Calcaterra en sociedad con Odebrecht no consiguiera los tres mil millones de dólares que se habían comprometido a invertir. La fecha de los giros del cambista arrepentido brasileño Leonardo Meirelles coincide con uno de esos anuncios en 2013, aunque la crisis brasileña determinó otra postergación.
Pero lo que más llama la atención es que una de las primeras medidas del gobierno de Cambiemos, en febrero de 2016, fuera el anuncio del comienzo del soterramiento del ferrocarril Sarmiento. Un gobierno neoliberal que detesta el gasto público, que tiene un plan de ajuste estricto, lo primero que hace es liberar al sector privado del compromiso de aportar los 45 mil millones de pesos a los que se había comprometido en la licitación, para que los aporte el sector público. El ajuste vale mientras no perjudique a las viejas empresas de Macri que ahora lidera su primo Calcaterra. El gobierno pone la maquinaria y el financiamiento, que son los dos aspectos más complejos de la obra. A la parte privada el negocio le quedó demasiado fácil gracias a un presidente cuyas viejas empresas, ahora en manos de su primo, son parte de este acuerdo decidido por Macri rápidamente, pocos días después de asumir. Arribas fue cubierto por la Unidad de Información Financiera y la denuncia minimizada, pero su respuesta no explica nada. Hay cerca de 520 mil dólares que según él le aparecieron de la nada. Arribas es un amigo íntimo de Macri, es el que le cubre las espaldas en los servicios de inteligencia. Y al mismo tiempo es otra fisura, junto con el encarcelamiento ilegal de Milagro Sala y la represión desatada contra manteros y mapuches esta semana que pasó. Son fisuras que con el tiempo harán saltar el sistema de falsos valores y posverdades con los que Cambiemos asfaltó su camino para llegar al gobierno.
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