(Imagen: Leandro Teysseire)
Por Jorge Halperín
Expongo mis ideas en los micrófonos de la radio y, con
alguna frecuencia, en las páginas de este diario, pero vuelco cuando discuto
con un votante de Maurizio, como si se desmoronaran mis modestas habilidades
retóricas
Me informo con esfuerzo –y no sólo porque ese es mi oficio–,
y me siento preparado para argumentar y respaldar mis opiniones con datos
surgidos de fuentes confiables, que colecciono obsesivamente. Pero caigo en la
trampa de mis interlocutores, que le hacen pito catalán a la discusión racional
lanzando al aire dos o tres frases que podrían ser títulos de tapa de Crónica:
“Se robaron todo”; “Dejaron al país en estado terminal”; “Ella mandó a matar al
fiscal”
Les muestro lo equivocados que están citando una docena de
medidas de fondo de la década pasada que reconstruyeron al país y ampliaron
derechos, y les describo cada una de las flaquezas de las denuncias de Nisman y
de quienes buscan instalar la idea de un crimen. Les reclamo que discutamos de
lo relevante, es decir de políticas que impulsan o destruyen al país, porque no
se puede debatir en base a denuncias seriales que no están comprobadas y porque
ningún período de la Argentina, bueno o malo, es explicable por la corrupción,
ni siquiera por mafia alguna.
Pero alegan que las fuentes de mis datos no son confiables
(“Indec, etc.”; por supuesto que no aportan otras), y se muestran irreductibles
en sus certezas de que ha sido derrotado un gobierno corrupto y criminal. Por
supuesto que también están indignados, con un enojo republicano que no percibí
en los años en que Menem fue reelecto y que tampoco les noto cuando se habla de
las 214 denuncias que hay contra Mauricio Macri.
Llegado a este punto, empiezo a entender que un gran truco
del ciudadano antipopulista es su analfabetismo político y su sobreactuación
del republicano indignado. En tiempos de la posverdad parece inútil respaldar
un juicio con información veraz. Paga mejor la certeza ciega y la sospecha
sobre el político, sobre todo del que no pertenece al elenco de los
republicanos indignados.
No estoy afirmando que el universo antipopulista carezca de
cuadros capaces de sostener una discusión inteligente sobre políticas. No. Más
bien hablo de las expresiones más comunes en los medios y de infinidad de
sobremesas entre familia y amigos, muchos de ellos graduados universitarios.
Entablar una discusión seria en este caso es tan productivo
como intentar que acepte que efectivamente el hombre llegó a la Luna uno de
esos conspirativos que no dudan de que se trató de una filmación en un set del
desierto de Nevada. No hay argumento que lo saque de su certeza porque una
premisa de la creencia es no confrontarse con la realidad.
Así planteadas las cosas, es el populismo, esa “enfermedad
de la república que tiene como síntoma pueblos ciegamente obedientes a un líder
autoritario”, el que dispone en realidad de políticas y argumentos racionales,
mientras que desde la vereda de los civilizados se responde con chicanas,
mentiras (“Hace 5 años que no crecemos”) y exabruptos de barrabrava.
Es fácil pensar que este es el efecto conseguido por los
medios hegemónicos, que fogonean como nunca antes. Sin embargo, el impacto de
los medios consiste en reforzar prejuicios, no en inventarlos.
Olvidemos por un instante a los medios. ¿Por qué el
ciudadano anti K fingiría su certeza de que ha derrotado con el voto a un
gobierno corrupto y criminal y ha hecho posible que gobierne el cambio? ¿Por
qué sobreactuaría una indignación republicana que, sin embargo, no se ceba con
las muchas causas contra su presidente y sus colaboradores?
A esta altura sólo puedo proponer algunas hipótesis:
El mundo de los K es demasiado revulsivo para muchos.
No les gusta el populismo, los liderazgos personales
fuertes, la costumbre de las movilizaciones masivas, las denuncias contra el
poder económico, y judicial, contra los diarios, canales y radios que consume
la clase media, el papel protagónico reclamado para el Estado, la confrontación
con Estados Unidos.
Rechazan a los gobiernos latinoamericanos con los cuales los
Kirchner han hecho sociedades, empezando por Venezuela. Les parece intolerable
la amplísima libertad otorgada a piqueteros y sectores carenciados para cortar
calles y rutas. No les gusta el lugar destacadísimo asignado a personajes como
Hebe Bonafini, que cuestiona como una topadora los silencios cómplices frente a
la dictadura, ni aceptan los beneficios concedidos a viejos que no tenían los
aportes jubilatorios en regla ni a las embarazadas de los sectores humildes.
Cuando pagan sus impuestos pensando en que una parte grande va destinada a esos
sectores, sienten que les roban todo. No toleran el “garantismo” que protege a
los menores pobres ni la hospitalidad ofrecida a los bolivianos, paraguayos y
peruanos. Odian que se cuestione a los patrones.
Estos rasgos de las políticas K, gran parte de ellos
inherentes a un modelo de inclusión, violentan una idea tradicional de país
donde imperan las jerarquías. Las iniciativas igualitarias se dan de patadas
con las jerarquías. Y muchos creen que las jerarquías preservan un orden, sean
por presuntos merecimientos o por patrimonio. Por ejemplo, la riqueza provoca
en muchos ciudadanos una idea de superioridad, si no moral, al menos de
espíritu de progreso.
Si estas hipótesis dan cuenta de parte de la realidad, el
“Se robaron todo”, el asimilar el populismo a una mafia criminal, expresan
un profundo choque cultural. En lo que
el kirchnerismo llamó la “Década ganada” ha sido puesto en cuestión un orden
cultural, un sistema de valores que una parte considerable de la población
sintió que se le estaba arrebatando, y que confió en aquellos que en 2015
invocaron “El cambio” para que procedieran a reinstalar.
No en vano se juzga este tiempo que nos toca vivir como el
de una restauración conservadora. Su punto débil, por suerte, es que se viene
ejecutando contra la voluntad de la mitad de los argentinos.
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