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martes, 26 de agosto de 2014

La política argentina y el síndrome portorriqueño, por Roberto Caballero (para "Tiempo Argentino" del 24-08-14)



Un sector de los partidos políticos de la oposición insiste en darle la razón a un juez de Estados Unidos, que ordena trasladar la capital nacional de la Ciudad de Buenos Aires a Washington.

La política argentina y el síndrome portorriqueño
Juez - Para buena parte de la política argentina Griesa es una piedra en el zapato imposible de remover con sus habituales apelaciones al consenso.
La oposición política y mediática descansaba hasta no hace mucho en la idea de que el kirchnerismo había agotado su capacidad de sorpresa. Los astrólogos predecían un tiempo de concordia y moderación, donde todos serían felices y comerían perdices, porque las tensiones, la grieta, en fin, los problemas, eran parte de un clima que se iría evaporando junto con el mandato de Cristina Kirchner.
Estaban convencidos de que el ciclo agonizaba, a un ritmo veloz, después de la derrota oficial en las legislativas bonaerenses del año pasado, la operación de la presidenta, el incendio de las calles en diciembre y la corrida bancaria de enero que aceleró la devaluación. En rigor de verdad, los primeros anuncios post-crisis veraniega alimentaron parte del espejismo. En tiempo récord, se acordó con el Club de París, se arregló la indemnización a Repsol y se destrabaron los juicios en el CIADI.
Parecía que el kirchnerismo, golpeado por la realidad adversa reproducida una y mil veces desde los medios del poder económico, comenzaba a hacer buena letra para irse con algo de gloria en diciembre del 2015, despojado de cualquier ínfula ideológica, vocación transformadora o fantasía de retorno.
Muchos se frotaron las manos e, incluso, no faltó quien mandara a sus encuestadores sastre a confeccionar el traje de gala para su asunción presidencial anticipada. Pero, de todos los pecados capitales, el de la gula es el más desaconsejado en la política argentina. Porque en el medio de lo que era presentado como el suave tránsito a una agonía predestinada, la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos decidió no tomar la causa Griesa, y entonces el juez de condado que se arroga facultades imperiales con el tema de la deuda liberó una jauría buitre sobre las finanzas nacionales. Y puso al kirchnerismo contra la espada y la pared. Es decir, sólo en situación de pelear para conservar la dignidad. Y nunca hay que acorralar a nadie que tenga experiencia previa en combate.
Con la irrupción de Griesa en escena, el apresuramiento opositor, derivado de las ganas por sobre la inteligencia, del deseo por encima de la interpretación desapasionada de los protagonistas y la historia, dejó a los candidatos a suceder a Cristina –dentro del amplio espectro oficial, incluso– en un cono de sombras.
Por imperio de las circunstancias, en cualquiera de los casos, los aspirantes son menos que un estadista en condiciones de defender la soberanía nacional cuando esta peligra. Como si de golpe, todos se hubieran municipalizado en su oferta.
Hagan lo que hagan hoy, si conspiran de modo abierto contra la estrategia del gobierno frente a la amenaza de los buitres, quedan asociados con Griesa y Paul Singer. No hay modo de quedar bien con Dios y con el innombrable a la vez. No hay manera de humillar o torcerle el brazo al kirchnerismo cuando este hace lo correcto y reconecta con aspiraciones de firmeza en la defensa del país y su gente.
La municipalización de las figuras con pretensiones presidenciales en instancias así es de lógica pura, hasta elemental. Para terciar en la disputa, la mayoría de ellos debería endurecer su postura contra los buitres, y no mostrarse comprensivos o cediendo como lo hacen, tratando de mostrar matices. El kirchnerismo, guste más o menos, es materia autorizada en el tema de la deuda. Todos sus oponentes la hicieron crecer a volúmenes inmensos. Cuando fueron gobierno, convalidaron el remate del patrimonio público para pagar lo que nunca se terminó de pagar. En cambio, desde Néstor Kirchner en adelante, la deuda bajó en relación al PBI y tuvo una quita de dos tercios, que la tornaron manejable. O, por lo menos, si se quiere ser conservador, no tan lesiva del crecimiento. Quizá en cuestiones como la seguridad o la inflación, el oficialismo coseche críticas opinables. Pero en materia de deuda y acreedores, el manejo de los últimos años se parece bastante a lo preferible por una mayoría social transversal que pondría aprobado en su boletín de expectativas sin dudarlo demasiado. 
Mauricio Macri está cómodo negándose a avalar el proyecto enviado al Congreso por la presidenta. Al fin de cuentas, aún siendo el exponente de la derecha nacional con mayor sentido de la política y sus implicancias, capaz de gobernar –mal– un distrito rico como la Capital, tiene el comportamiento reflejo de un liberal minoritario. Si lo dice un juez de los Estados Unidos, para su forma de ver y entender el mundo, la decisión tiene formato divino. Las encuestas hoy no le sonríen a Macri. En alianza con el radicalismo en algunas provincias, sueña todavía con ingresar en el pelotón de los que no llegan por separado al 20% de la intención de voto presidencial. Está lejos.
Así y todo, su postura es la más genuina que surge en el firmamento. Detrás de su apoyo rebuscado –pero apoyo al fin– al fallo incumplible de Griesa, se advierte con algo de nitidez el afán histórico de un sector de la sociedad argentina a comportarse como un estado asociado de los EE UU. Macri expresa una anomalía latente: el síndrome de Puerto Rico en la política local.
Lo raro sería que, en un país que votó en dos oportunidades durante los '90 asociar la moneda local al dólar y el aval a las relaciones carnales con Washington, no hubiese un político como Macri entre los primeros cinco aspirantes, siempre según la encuestología dominante.
Para todos los demás integrantes de ese pelotón que encabeza por el lado del pejotismo tradicional Daniel Scioli e integran el arrepentido kirchnerista Sergio Massa y el radicalismo conservador –más conservador que Balbín- de los Sanz y los Cobos, el juez Griesa es una piedra en el zapato imposible de remover con sus habituales apelaciones al consenso y la falsa suavidad que le aconsejan sus consultores. Cuando está en juego el futuro de varias generaciones que quieren saber si van a vivir endeudados de por vida, ellos hablan con displicencia sobre el volumen de la música que suena sobre cubierta frente a un témpano de dimensiones enormes. ¿Quién les ofrecería el mando de capitán en la encrucijada?
Creían que el kirchnerismo se replegaba y los que ahora salen de la luz de los reflectores son ellos, en parte gracias a que un juez neoyorquino decretó con un fallo desopilante que la capital del país es Washington y no Buenos Aires. Frente a esta realidad, cualquiera que no diga que Griesa está equivocado pierde antes de jugar. Queda atrapado dentro del síndrome portorriqueño de la política. Lo dejan al kirchnerismo en soledad defendiendo la bandera celeste y blanca que, por fuera de los núcleos militantes y rudamente patrióticos, junto con el himno, el fútbol y quizá el asado resumen algo parecido a la nacionalidad.
La sentencia de Griesa y el revoloteo buitre sobre las finanzas argentinas empoderan al oficialismo del mismo modo que desapoderan a la oposición de sentido nacional en sus movimientos, cuando falta menos de un año para las elecciones. Si los abogados de los buitres consiguen que un juez de Nevada ordene humear en las cuentas de Lázaro Báez en un escrito donde llama "bandidos" a Néstor y Cristina Kirchner –es decir, nada que no se haya dicho antes en los medios del Grupo Clarín SA– y el propio juez dispensa a todos los argentinos en su última audiencia el trato de delincuentes que están "fuera de la ley" en una clara intromisión en asuntos internos del país y de una ley que fue enviada al Congreso, ¿qué puede hacer Massa para diferenciarse y, a la vez, llevar agua para su molino? ¿Proponer camaritas en el despacho de Griesa? Nada ¿Cómo Scioli no va a quedar como un tibio con sus declaraciones ecuménicas? Imposible que lo evite. ¿Y Binner, de qué modo elude aparecer como una mala imitación cómica de sí mismo hablando de "la mano invisible del mercado", cosa de que Alfredo Palacios se revuelque en la tumba? Y el presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, diciendo que los fallos (también los de Griesa) hay que cumplirlos siempre, ¿a quién se supone que le está hablando? Todos hacen lo que no debe hacerse. Están leyendo muy mal la coyuntura y, todo indica, jamás leyeron el fallo de Griesa y sus consecuencias reales sobre la vida de las personas a las que le piden el voto.
Quedan municipalizados sin querer, como actores menores de una trama que los excede, donde Cristina recupera su liderazgo. A veces, no hace falta hacer todo bien para destacarse, con que los otros se equivoquen tanto y todo el tiempo, basta. El antikirchnerismo político no está a la altura del antikirchnerismo social que engrosa el relato mediático. Su sistema puede construir mal humor, llevar al extremo las malas expectativas económicas y generar angustia e incertidumbre con noticias policiales hasta el hartazgo, pero sus candidatos tienen tenedores para recoger los litros de la espesa sopa que cocinan y hacen llover los popes del Foro de la Convergencia Empresarial, el espacio corporativo con más poder y fanatismo antikirchnerista.
Envueltos en vanidades militantes y convencidos de que con ir a panelear a tal o cual programa son ungidos dirigentes, cuando el kirchnerismo acierta en algo y vuelve a ser escuchado por más de un tercio de la sociedad en la relación de amor-odio que se entabló hace más de una década, muchos opositores se vuelven políticos amateurs que suponen que repetir lo que dice un juez de Nevada o Nueva York les da la razón en algo. Cayeron en la trampa de subestimar la política, entenderla apenas como un arte sencillo que funciona a tracción de egos.
Hay que admitir que Cristina tiene virtudes que van más allá de toda impostura. La intelectualidad anti-K le cae seguido por su presunto populismo y su extremo personalismo. Confunden adrede su vocación por la inclusión con categorías europeas pasadas de moda y donde hay conducción ven apenas megalomanía. Se cansaron de repetirlo desde sus diarios y terminaron creyéndolo. Pero lo que nunca dijeron es que el problema no reside en que haya una líder personalista, sino en la cantidad de dirigentes que son personalistas pero no tienen ningún liderazgo. Y ese es un problema que aqueja, fundamentalmente, al antikirchnerismo político.
Andar a los besos con Griesa para rodar por los pisos televisivos como estrella del rock puede sumar a la autoestima personal. Es más difícil que aporte a la construcción de un proyecto político que sea capaz de gobernar la Argentina futura. La sensación es que todos quedan en orsay, pero igual se los ve contentos. Quizá no sea la política, tal vez ayude más la psicología para comprenderlos.
Si quieren un espejo para verse retratados, allí está la foto de Hugo Moyano y Luis Barrionuevo que, alegres y sacando pecho, decretaron un paro general el día del cumpleaños del diario Clarín, casi en simultáneo a la decisión del gobierno argentino de denunciar al gobierno de los EE UU ante la Corte de la Haya por la intromisión de su justicia judicial en nuestra soberanía. No es la primera vez que el corporativismo sindical se equivoca tan fiero. Esta vez, quedaron del lado de Braden y el "Libro Azul". No salen de Ensenada y Berisso hacia la Plaza de Mayo, van hacia el toro de Wall Street. Lo insólito es que crean que les sirve para algo, cuando después se presentan a elecciones y sacan menos votos que el Frente de Izquierda y los Trabajadores. Lo dicho: dirigentes personalistas sin liderazgo sobran en todos lados.
Como ahora sobran, también, candidatos al sillón de Rivadavia, y este no es un dato menor. En 2001, hubo cinco presidentes en una semana, que asumían y renunciaban porque ninguno quería tomar el timón de un buque que se iba a pique. Hoy, con un país con problemas pero a flote, hay varios anotados para llegar a la secretaria, el auto blindado, el helicóptero, la alfombra roja, los granaderos y, en teoría, las otras delicias que tendría ocupar el despacho mayor de la Casa Rosada, con Griesas o sin Griesas a la vista. Es curioso. Ninguno quiere ser ministro, todos presidentes: Macri, Massa, Carrió, Solanas, Sanz, De la Sota, Cobos, Binner, Rodríguez Saá, Altamira, Ripoll y siguen las firmas. Están en su derecho, pero andan algo torcidos cuando replican lo que Griesa dice, y Griesa será muy poderoso e influyente en la Gran Manzana, pero en Cuartel Noveno o en Cutral-Có no gana aprecios ni la iglesia del Tío Sam tiene devotos dispuestos al sacrificio en el altar de su influencia geopolítica.
El personalismo sin liderazgo, ese mal tan extendido en la política, tampoco es exclusiva deficiencia atribuible a los opositores. También dentro del espacio oficial hay precandidatos lanzados a la carrera que se dividen entre los leales a Cristina que quieren ser ungidos por ella y los que dicen reconocerla como conductora, pero paradojalmente no les gusta ni cómo conduce ni hacia adónde lo hace.
Un tercer sector engloba a las voluntariosas micropymes que fueron menemistas, aliancistas, duhaldistas y kirchneristas y siempre ponen huevos en distintas canastas para vivir de los contratos, los concursos amañados, las licitaciones digitadas y el sueldo político eternizado.
Ninguno tiene vedado el deseo de llegar lo más lejos posible en sus pretensiones y de buscar estrategias que los arrimen al objetivo. Esa ambición es, en definitiva, el combustible de la construcción de poder, algo que seguro no entienden los que no tienen esa vocación de poder y, en el mejor de los casos, se meten en las aguas de la política hasta los tobillos del testimonialismo.
Pero la pregunta es para qué se quiere llegar al poder. En el caso de los opositores, inquieta saber si es para decirle sí a los buitres, para llamar a Héctor Magnetto y Luis Miguel Etchevehere, y jurarle al primero que lo necesita para crear gobernabilidad mediática y al segundo ofrecerle la quita de las retenciones, o para convocar al embajador de los Estados Unidos y darle las disculpas por haber llamado a Griesa "juez de condado". Entonces, es posible que no tengan nada de poder porque el poder va a volver a las manos de los que lo tuvieron siempre. Y, mucho menos, liderazgo. Carlos Menem, alguna vez, encarnó la delegación política de ese mismo poder económico permanente. Lo hicieron sentir caudillo. Un Roca, un Pellegrini, un Perón. Hoy sobrevive en una poltrona senatorial sin incidencia.
El asunto se complica un poco más cuando se incursiona en el deseo legítimo de los oficialistas que acompañaron la última década de transformaciones. Por lo pronto, los que asoman la cabeza no parecen tener más chances que los que no lo hacen, porque la conductora que reconocen aún no se expidió. Se harán más conocidos y eso cuenta a la hora de los votos, pero como el kirchnerismo ya contestó a la pregunta esencial de para qué se quiere el poder, las candidaturas para retenerlo dentro de un año parecieran ser secundarias.
La presidenta está ocupada, no en sostener candidatos, sino políticas desde el Estado como las que permitieron el hallazgo de la nieta 115, el encarcelamiento de los genocidas militares y civiles, la democratización de los medios, el desendeudamiento, el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, la recuperación de los fondos jubilatorios, Aerolíneas, el Correo, Aguas e YPF, y el límite a la voracidad de los sectores monopólicos y a la usura internacional.
Políticas con las que el país ganó y el kirchnerismo cosechó bastantes enemigos. De mínima, quien pretenda sucederlo debería tener los mismos o, incluso, algunos más grandes.
No por complejo y espinoso, el tiempo de definiciones por venir deja de ser apasionante.


Publicado en:
http://tiempo.infonews.com/nota/130830/la-politica-argentina-y-el-sindrome-portorriqueno

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