Decía Buenaventura Luna que él creía, hondamente, en “la superioridad de la palabra”: “Si no fuera por la palabra, el hombre no hubiera experimentado jamás la necesidad de pensar (…) Sólo la palabra es capaz de dar a la inteligencia y a los sentidos la exacta dimensión satisfactoria de todos los valores del espíritu”. Estos párrafos -en los que Buenaventura se expresaba como poeta y letrista pero también como periodista y militante nacional-, son apenas una excusa para acercarnos, en la medida de lo posible, al corazón del discurso que permanentemente elabora la Presidenta. Un pretexto para decir que a través de la oratoria de Cristina todos accedemos a -y nos embebemos de- “la superioridad de la palabra”. Un compañero me ha señalado que no se trata de “cualquier palabra y dicha por cualquiera, sino de la palabra que expresa acciones y voluntad de proseguirlas”. Es verdad. Otros podrían señalarme que es necesario precisar el sentido último de esa palabra, su significado y a la vez su “para quién”. Y también tendrían razón, porque todas estas cosas están en juego cada vez que habla Cristina. Ella, como se suele decir, le pone el cuerpo a las palabras y las frases no quedan suspendidas en el limbo de las cosas dichas porque sí: todos sabemos que, una vez pronunciadas, tienen principio de realización. Por otra parte, la Presidenta no se cansa de disputarle a quien sea que corresponda el significado profundo de los términos. De tal suerte, de su boca hemos escuchado nacer nuevas nociones (“anarco-capitalismo”, por citar la primera que me viene a la mente) que amplían el horizonte de la política tal y como hasta ahora la conocíamos. ¿Habría que incluir aquí su ya antiguo pedido para que cesen los bombos y se le preste la debida atención? Sí, y que nadie se enoje porque todos sabemos lo mucho que le convenía aquel “folklore” a los que no tenían nada para decir. Quiero decir que Cristina “construyó” a su audiencia, nos volvió atentos, nos hizo conscientes del valor de las palabras y de la necesidad de seguir la evolución de un pensamiento hasta sus últimas consecuencias. Desde que esta escucha se consolidó, nadie se mueve ni habla (como sea para arrojar una de esas puteadas admirativas tan nuestras) porque nadie se quiere quedar con el concepto sin terminar, ni sin el remate de la ocasión. En esta seducción que ejerce la Presidenta a través del verbo, se ancla una parte importante del odio que le profesa el país liberal. Ante semejante elocuencia, el pauperizado arco opositor se encuentra desamparado de oradores, huérfano de retórica. No fue casual aquel dibujo de Sábat que la caricaturizaba amordazada. Pese a ello, como en una pesadilla recurrente, ella vuelve a poner en circulación aquellas ideas que el conservadurismo y las dictaduras creyeron desterrar cuando decretaron apresurados finales. El kirchnerismo son sus obras, qué duda cabe, pero son también los miles de millares de oídos que esperan ansiosos la palabra presidencial. Ese “cristinismo” se acrecienta en cada arenga, en cada presentación en la que surge, imprevisto, el destello de un latigazo largamente esperado. Las tres horas y pico ante la Asamblea Legislativa hablan de ese crecimiento: estamos todos más pendientes de su palabra acaso porque la creciente complejidad del panorama político nos hace experimentar como nunca antes “la necesidad de pensar”. Es un pensamiento colectivo que, para nutrirse, bucea y se enraiza; y que, para nutrir y sembrar, se escribe y se expande mientras busca las palabras que, aún contradiciéndolo, lo completen y mejoren. Finalmente, y parafraseando a Buenaventura Luna, la palabra de Cristina “es capaz de darle a la inteligencia y a los sentidos la exacta dimensión satisfactoria de todos los valores del espíritu”. Por eso andamos tan entusiasmados, y hasta nos permitimos la esperanza. Porque una de aquellas voraces lectoras de los años 70, sigue leyendo la realidad y dándonos motivos para creer en “la superioridad de la palabra”.
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