domingo, 18 de octubre de 2015
MAKRI: EL GRAN LEGADO DE CRISTINA, por Dante Augusto Palma (para "Revista 23" del 15-10-15)
(publicado el 15/10/15 en Veintitrés)
Días atrás, Iñigo Errejón, uno de los referentes del Podemos español, disertaba sobre la noción de “hegemonía” en el Centro Cultural Kirchner y mencionaba la siguiente anécdota que les contaré más o menos de memoria y con alguna licencia que exija la narración.
Se trata de lo que sucedió cuando, algunos años después de haber abandonado el poder, Margaret Thatcher acepta dar una entrevista. El contexto político era otro, el partido conservador de la “Dama de Hierro” había sido vencido y los laboristas habían logrado formar gobierno. Estamos en los últimos años de la década del noventa. La demencia senil que la llevaría a pasar los últimos años de su vida prácticamente sin salir de su casa no estaba presente aún y el entrevistador comienza preguntándole cuál es el mayor legado que ha dejado ella y el “thatcherismo” a Inglaterra. Sin pensarlo mucho, quien fuera Primer Ministro entre los años 1979 y 1990 y será recordada por su batalla contra los sindicatos, su neoliberalismo furioso y su criminalidad cuando, violando las normas del Derecho Internacional, decidió hundir el General Belgrano asesinando 323 soldados argentinos, respondió tajantemente: Mi mayor legado es Tony Blair.
El entrevistador no comprendió cómo Thatcher, máxima referente del partido conservador, podía ser capaz de afirmar que el que era, en ese momento, el Primer ministro inglés y provenía del partido laborista, es decir, el partido opositor al conservadurismo, podía ser su mayor legado. Interpretado el comentario como un equívoco, el entrevistador le pide a la entrevistada que explique esa afirmación y Thatcher, palabras más, palabras menos, y en tercera persona, indica que Tony Blair es su mayor legado porque para triunfar tuvo que dejar de ser lo que era; tuvo que abandonar el programa laborista para parecerse demasiado a Margaret Thatcher.
La justificación de la respuesta es interesantísima y se puede aplicar a muchos ejemplos de la historia política argentina reciente. Piénsese por ejemplo en el caso de la Alianza y el modo en que el discurso socialdemócrata de la campaña terminó sucumbiendo el día en que Domingo Cavallo es elegido como Ministro de Economía. La decisión de ubicar allí al máximo exponente del modelo que generó una deuda imposible de pagar mientras sumía en la pobreza a más de la mitad del país y hacía que más del 20% de la población se encuentre sin trabajo, no obedecía simplemente a las presiones de las corporaciones y del FMI sino a que una porción mayoritaria de la población seguía creyendo que, quitando la corrupción, el modelo podía sostenerse. En otras palabras, los principios neoliberales no solo tenían una expresión normativa en las leyes ordinarias y en la Constitución del 94 sino que también se habían hecho carne en el sentido común, se habían naturalizado. Se repudiaba a Menem y al menemismo pero no al neoliberalismo porque el neoliberalismo había hegemonizado a la sociedad argentina. Así, entonces, para ganar la elección y para tener legitimidad en las acciones de Gobierno, la Alianza tuvo que abandonar sus principios y parecerse demasiado a Menem.
Pero, claro está, las sociedades cambian, fluctúan y hoy, claramente, independientemente del resultado de la próxima elección, tras 12 años en el gobierno y con clara conciencia de que la batalla debía ser, ante todo, cultural, son los principios, llamemos, “nacionales y populares” los que hegemonizan la escena. Si usted simpatiza o no con estos principios poco importa, del mismo modo que poco importaba si simpatizaba con los principios neoliberales en la década del 90. Lo relevante es que oficialismo y oposición libran su disputa electoral en el marco del escenario político y cultural que construyó el kirchnerismo en estos años.
En ese contexto es que puede entenderse la patética pantomima de un antiperonista como Mauricio Macri inaugurando una estatua de Perón. Por supuesto que se han hecho cosas peores en nombre del General así que nadie debe escandalizarse pero no deja de ser llamativo que el referente del partido conservador en Argentina hable de justicia social cuando la justicia social es, para el peronismo, el principio por el cual el Bien Común le pone freno a la prepotencia usuraria individualista, esto es, el principio por el cual la Constitución peronista de 1949, dicho por su máximo ideólogo, Arturo Sampay, “es anticapitalista”.
Un “hombre del mercado” defendiendo un principio que ataca la base del capitalismo es, como mínimo, una paradoja y alcanza para no dedicar demasiado espacio a la necesidad de analizar el modo en que el conservadurismo argentino reivindica un Perón pasteurizado cuyo único legado parece haber sido que, hacia el final de su vida, en vez de hablar de “peronistas” habló de “argentinos”. Menos sentido aún tiene explorar a los exponentes del peronismo residual que se hicieron presentes en la velada pero que ni siquiera se atreven a decir públicamente que votarían al hijo de Franco. Han perdido todos los pudores pero siempre un nuevo pudor asoma o un espejo incómodo los refleja.
Retomando el eje, decir que la inauguración de esta estatua responde al oportunismo electoral es una obviedad si no se explica, además, el contexto en el cual reivindicar a Perón, a la justicia social y a los derechos de los trabajadores se transforma en una oportunidad electoral. Porque no siempre fue así. Pero hoy existe un horizonte cultural en que kirchneristas, pero también muchos no kirchneristas, entienden que dejar la economía a merced del mercado es un camino equivocado; que el principal enemigo del ciudadano no es el Estado sino la ausencia del mismo; que las multinacionales, los organismos de crédito internacional y los Fondos Buitre presionan para instaurar en Argentina un modelo de exclusión; que YPF, Aerolíneas y los fondos jubilatorios deben ser del Estado, etc. Y cabe repetirlo: se trata de convicciones que exceden al votante kirchnerista, de aquí que el kirchnerismo pueda entenderse como hegemonizando la escena.
Dicho por la “vía negativa”: ¿Cómo, Mauricio Macri, el candidato conservador que habla de achicamiento del Estado va a proponer en su campaña un Ingreso Universal a la niñez (más amplio que la AUH), un millón de créditos hipotecarios (que, como se comentaba en esta revista la semana pasada, supondría unos 300.000 millones de pesos, esto es, la totalidad de las reservas) o “Pobreza cero”, si una porción mayoritaria de la población no entendiera que ese tipo de propuestas (llevadas a la práctica en esta última década, claro está) son las correctas? ¿Cómo puede haber un spot de campaña en el que el máximo referente del PRO, partido que consecuentemente votó en contra todas las leyes medulares de esta última larga década, afirme que “vamos a continuar con todo lo que se hizo bien”, si no gracias a la evidencia de que oponiéndose a los principios que sustentaron las políticas kirchneristas va a perder la elección?
Resulta claro que una vez en el gobierno poco importan las promesas que se hayan hecho y que hay decenas de justificaciones harto transitadas para exponer frente a la sociedad un cambio de rumbo. Incluso, como sucedió con el kirchnerismo, podría darse que Macri gobierne la Argentina más de 4 años y que en ese lapso su mirada neoliberal vuelva a penetrar en la sociedad hasta transformarse en hegemónica. Pero hoy por hoy, el mayor legado de Cristina no es Scioli sino Makri, esto es, el Makri que se escribe con “K”, el que, para ganar la elección, sabe que tiene que dejar de ser Mauricio para parecerse cada vez más a Cristina.
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