Leí la nota de Dante en Veintitrés y por una vez rompo mi hábito –deformación de microbloggera- de escribir corto y a los bifes. Así que aviso: el artículo de hoy es largo.
Entre otras consideraciones la nota expresa:
‘(…) “el auge de las redes sociales con la explosión de voces diversas ha puesto en crisis al periodismo tradicional y acabará reemplazando a la principales usinas de información, en particular, los diarios de papel y luego la misma televisión”. Analicemos tal enunciado pues contiene verdades a medias.’
¿Cuáles son esas verdades a medias?
¿Qué hay un evidente auge de las redes sociales? ¿Qué hay una explosión de voces diversas? ¿Qué hay una crisis del periodismo tradicional debido a dichos auge y explosión? ¿Qué acabará reemplazando a las usinas de información, en particular los diarios de papel y luego la misma televisión?
Las dos primeras afirmaciones no pueden ser puestas en duda; en cuanto a la crisis del periodismo, es aceptable relativizar la profundidad de tal crisis o, mejor aún, proponer una definición del asunto: si por “crisis” entendemos lo que entendería cualquier señora que llama al programa de Magdalena Ruiz Guiñazú, es claro que no hay tal, que el periodismo no agoniza frente a la fuerza incontenible de las redes, es claro que @fulanito no puede empardarle a la visibilidad de cualquier figura recién llegada a la tele, y es claro que todos hablamos de lo que la tele dice.
Si, por el contrario, hablamos de crisis en términos de crítica de la lectura oficial, establecida, unívoca y estandarizada de un mensaje, no cabe duda de que las redes han permitido una interacción con el periodismo que a éste le provoca un escozor evidente.
Es curioso que esa molesta urticaria no se ponga en evidencia de manera tan clara en los grandes medios dominantes como en los contra hegemónicos; son precisamente los comunicadores más alineados con el pensamiento nacional, popular y latinoamericano quienes se ven, de tanto en tanto, en la necesidad de recordarnos que las redes no tienen el alcance, la fuerza y la capacidad de imponer temas que sí poseen los medios tradicionales.
Pues, amiguísimos: no es necesario pregonar lo incuestionable.
Tampoco la universidad ni la Corte Suprema tienen la capacidad de generar climas sociales que se arroga el periodismo, así como no tiene ese poder el fútbol, ni el cine, ni la familia ni el sexo. Sería necio sugerir que dado que ningún hombre de por estos barrios alcanza las proezas sexuales que se aprecian en las películas pornográficas, el sexo cotidiano es poco menos que una pérdida de tiempo.
El periodismo es el relato amplificado de una porción de la realidad social; un relato de alto poder performativo, sin duda, porque más de una vez realiza lo mismo que anuncia, pero con un anclaje en la realidad que le impide separarse definitivamente de ella.
Traducido: el periodismo puede hacer mucho, pero no todo, y se alimenta de lo que las otras instituciones realizan en función de modificar la realidad dada.
La afirmación –reiterada sin necesidad- de que hay una decisión de un Poder Ejecutivo de ponerle límites a la connivencia del periodismo con las grandes corporaciones económicas –connivencia que le otorgó al mismo periodismo un poder similar al de tales corporaciones-, suena a tirón de orejas, chas chas en la manito o llamadito de atención a los cibernautas ensoberbecidos que creen que pueden cambiar el mundo desde la comodidad de su living, al ritmo del aporreo más o menos ocurrente de su teclado. Pareciera olvidar, quien esto afirma, que los poderes ejecutivos representan –es su obligación- al pueblo que lo vota; pareciera olvidar, quien así se expresa, que en esa representación el poder ejecutivo, tanto como el legislativo, no surgen del voto de tablas rasas de arcilla, sino de sujetos históricos que en un momento de esa historia que los modela encuentran en un proyecto político su verdadera forma proyectada como posible.
Acaso ignoran, quienes se ven en la necesidad de “bajar las expectativas”, que la mayoría de los votantes ya pensaba antes de que las redes existieran. Es más, muchos logramos pensar a pesar de la televisión, la radio y los diarios.
En cuanto a la desaparición del diario de papel, más que un deseo o una expectativa, es una cuestión de tiempo y lógica: en términos económicos, cuando el acceso a internet sea de la misma magnitud que el acceso al diario tradicional, no habrá ninguna razón para mantener ambas ediciones, dado que los diarios como es por todos conocido, no se sostiene con la venta sino con la publicidad. Basta recordar que el diario La Nación dejó de venderse durante un buen tiempo, pero no de publicarse. No estaría de más mencionar que el acceso a la compra diaria de la edición en papel –por distintas razones- no es masiva.
A la hora de referirnos a la televisión, quién puede negar que se encuentra en la plenitud de su madurez, que está presente en todos los hogares y que ocupa buena parte no sólo de nuestro tiempo de espectadores sino de nuestras conversaciones, deseos, consumos y, en definitiva, de percepción del mundo. La mayor parte de los espectadores conocen las jirafas, el monte Everest y las caminatas lunares por haberlas visto en la tele. Pero el nuevo componente interactivo de la tele no puede eludirse en el análisis, y mucho menos puede negarse que –exceptuando unos pocos programas que evitan religiosamente leer sus propios muros de Facebook- la voz del público ha sido incorporada como dato relevante.
Afirma el amigo Dante Palma que “el crecimiento de las horas que cualquiera de nosotros pasa delante de una computadora no ha disminuido el espacio que se le dedica a la televisión”, de lo que se deduce que ha cambiado el modo de “ver televisión”. O bien la gente ha dejado de vivir su vida cotidiana, es decir, trabaja menos, tiene menos tiempo familiar, come menos, tiene menos sexo y entretenimento y duerme menos, o bien ha modificado sus hábitos respecto de la tele, otorgando una atención flotante y a la vez específica a la programación televisiva, mientras busca en ella aquello que pueda ser discutido en las redes. Más a favor de la afirmación de que las redes “ponen en crisis” el discurso hegemónico.
La cuestión, creo yo, y el error conceptual, es hacer de este análisis un tema casi deportivo, en el que imperan los números y las estadísticas por sobre la verdadera cuestión de fondo: detrás de la herramienta hay gente.
La falacia cruel de distinguir entre “militantes de carne y hueso” y “militantes virtuales” desprecia –en el sentido de despojar de su verdadero valor- al tipo que se sienta detrás del teclado, que también tiene una vida, una batalla cotidiana en busca de su sustento, una posición política y un cuerpo que está poniendo al servicio de sus ideas. Con el mismo criterio, podría decirse que el cambio cultural no se hace desde un panel en un programa de la tele, sino desde “la calle”, y sería igualmente falso y retrógrado. Podría afirmarse, y de hecho muchos lo hacen, que en la tele “se pone la carita”, y en las redes no. La pregunta es a quién le importa, por ejemplo, mi cara, si no soy nadie. La cara de los nadie nunca tuvo rasgos particulares. La diferencia es que hoy aparece, con cierta intensidad, su voz. O, lo que es más fuerte aún: su escritura.
La escritura de las redes es performativa: hace cosas. No tantas cosas como la tele, pero no se trata de eso; se trata de que antes la escritura de los nadie no hacía nada.
Pongámoslo sencillo: las plazas no se llenan de periodistas, actores y políticos, sino de nadies que se dan cita a la voz de un proyecto que los incluye: “que se vayan todos” o “soy soldado del pingüino”. La plaza de la despedida de Néstor la llenaron los nadie, y hasta los alguien eran anónimos en semejante muestra de afecto. Ni las redes ni la tele llenan plazas: las llena la gente. Ese pueblo que busca apropiarse del relato, ese pueblo que insiste en hacerse dueño de la Historia, porque siempre puso el lomo y lo seguirá poniendo, para apoyar lo que lo representa y para repudiar lo que lo indigna.
En esa permanente gestión de la Historia, el conflicto no cesa, porque no todos los nadie coinciden en el diagnóstico, en el hacer y en los caminos; el conflicto persiste en la dialéctica permanente entre poder y podido, que las redes ponen en cuestión desde un lugar un poco más complejo que el tuit o el posteo en Face. Ejércitos enteros de programadores ponen gratuitamente a disposición de todos nosotros sus horas de trabajo, miles de personas tipean libros y los suben a la web, o suben tutoriales para enseñar cualquier cosa. Esas horas de trabajo son aprovechadas por muchos parásitos que se sirven de ellas sin dejar nada a cambio, y sin embargo, la economía de la red no se ve afectada por ellos. La idea del egoísmo ciego como motor y reaseguro de la economía es puesta en crisis, con todas las letras, por una nueva forma de intercambio gratuito y libre que da forma a la web. Uno se sirve lo que quiere, y si quiere deja algo y si no, no.
Preveo la objeción sobre la masividad de esta economía, la respuesta cae de madura: es más fácil imaginar el impacto de “un día sin mexicanos” que el de un día sin red. Preguntale a los bancos si prefieren un día sin red global o un incendio en una de sus sucursales.
No mencionaré el menosprecio evidente que implica la frase “a no ponerse eufóricos, twitteros y facebookeros amigos”, tan parecida a una cargada de un hincha de Independiente a uno de Racing. Evitaré escribir que la euforia y el pensamiento rara vez van de la mano. Si lo hiciera, me alejaría de mi objetivo que es reafirmar mi confianza en las inconmensurables posibilidades que nos ofrecen las redes y entraría en el juego de los números, que poco me interesan.
Hoy no charlo con Dante Palma, a quien le agradezco su nota disparadora de pensamiento: charlo con otro, a quien nunca vi pero me lee, y con quien nunca, si no hubiera sido por la falla en la Matrix, podría haberme comunicado. Charlo con uno de esos que llenan las plazas.
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1 comentario:
Pensar que el uso de las redes mitiga la influencia de los grandes medios es ingenuo, por ahora. Sin embargo, en las redes hay una difusión de cosas que en el medio de la batalla cultural, a veces pasan desapercibidas. Las desmentidas a los informes de La mala Nata se hacen primero en las redes, y después en la tele o en los diarios. Simplemente, las redes constituyen una herramienta más de participación ciudadana y muy efectiva.
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