Hace apenas unas semanas atrás, en España, decenas de militares y policías varones han aprovechado la denominada “ley trans” para cambiar su sexo. La particularidad es que lo han hecho sin alterar su apariencia física, ni sus nombres ni su vida familiar, digamos, “heteronormativa”. La, ahora, Cabo Roberto Perdigones afirmó, por ejemplo, “nací como varón, pero por dentro me siento mujer lesbiana”.
Sin embargo, la presencia de la cuestión trans en el debate público no se limita a España. De hecho, en estos días, Escocia se ve envuelta en una polémica nacional a propósito de la entrada en vigencia de una ley sobre los denominados “delitos de odio”; las principales portadas de los diarios ingleses dan cuenta de la publicación del “Informe Cass”, impulsado por el gobierno británico, cuyas conclusiones son lapidarias respecto a las consecuencias de los tratamientos de hormonización sobre menores que manifiestan disforia de género; y las más importantes publicaciones del mundo dedican sus páginas a reseñas a favor y en contra de Who’s Afraid of Gender?, el nuevo libro de Judith Butler, probablemente, una de las máximas referentes de la teoría de género abrazada por los nuevos feminismos.
Es imposible resumir en pocas líneas toda la riqueza del debate, pero cabe preguntarse por qué el feminismo, originalmente circunscripto a reivindicar la igualdad de las mujeres, digamos, “biológicas”, abraza la causa trans. Y allí puede haber muchas respuestas, pero lo que no se puede pasar por alto es que “lo trans” es consustancial a cierto feminismo constructivista en su cruzada antibiologicista. ¿Por qué? Porque si el género (y, para algunos, el sexo mismo) son construcciones sociales, la biología solo puede ser un límite material a ser superado tras el proceso de deconstrucción cultural.
Pero, claro, si no hay una base material/biológica, si todo es una construcción social, aparece el problema de la definición, es decir, qué es, al fin de cuentas, una mujer (la misma pregunta valdría para los varones, claro está). Y en este punto es que nos enfrentamos a episodios risueños. Como aquel joven que, interpelado por un periodista en una manifestación, dijo que una mujer es una “comunidad política”; o la propia Irene Montero, exministro de Igualdad, que definió a la mujer como “una persona que sufre de más violencia, de más pobreza y de más discriminación”, pero luego se quedó sin palabras cuando el entrevistador advirtió que, según esa definición, la propia Montero no podría ser considerada una mujer. Es más, según esta perspectiva, todos los varones que sufren más violencia, más discriminación y más pobreza que la propia Montero, probablemente una importante cantidad de los varones españoles, serían mujeres.
Una perplejidad similar encontramos en ese documental del activista Matt Walsh, What is a Woman?, que interroga a diversas personalidades, intelectuales, etc., acerca de qué es una mujer. Más allá del evidente sesgo que tiene Walsh y de los valores de la familia tradicional que pretende defender, el documental es esclarecedor porque muestra que, al intentar eludir la respuesta “biológica”, nadie puede dar una explicación satisfactoria a la pregunta, aparentemente simple, de qué es lo que define a una mujer.
Así observamos que la mujer está en el centro del debate público, pero quienes dicen reivindicar sus derechos, no pueden ofrecer una definición básica de qué entienden por tal, y lo hacen por intentar evitar un presunto esencialismo y, sobre todo, por rechazar algún tipo de conexión material/biológica con el género/sexo. Este punto es curioso porque no son pocos los trans, gays y lesbianas que acuden a la biología y/o a razones innatas para dar cuenta de su identidad. De hecho, son mayoría los relatos de los miembros de la comunidad LGBT afirmando “ya desde niño/a yo me sentía diferente… jugaba a vestirme de… sentía atracción por …, etc.” En esos relatos, entonces, aparece el elemento “precultural” como una potencia que los mandatos y las imposiciones de la sociedad no pudieron dominar.
Asimismo, el constructivismo social que, desde la academia, ha irradiado a la agenda pública y a la legislación, ofrece una serie de inconsistencias de cara a una mayoría de la sociedad que va bastante más allá de los sectores ultraconservadores. Dicho en otras palabras, no hace falta ser misógino, homofóbico o transfóbico para advertir que algunas consecuencias de la legislación trans son problemáticas, paradójicamente, en especial, para las mujeres.
El mejor ejemplo de esto se da en el modo en que las mujeres trans obtienen una ostensible ventaja sobre las mujeres biológicas en determinados deportes. No hay que ser un experto para observar que, evidentemente, en determinadas disciplinas, la biología de quienes nacieron varones corre con ventaja.
Una manera más indirecta en la que las mujeres se ven afectadas, es cuando se producen casos que, podría sospecharse, son fraudulentos, en el sentido de que son realizados por varones que en el cambio de sexo a nivel legal obtienen algún privilegio. ¿En qué sentido las afecta? En el hecho de que expone que hoy en día ser mujer supone también algunas ventajas de discriminación positiva, lo cual contradice el discurso oficial. Pero esto se vio claramente en el caso de los militares mencionados y en otro sinnúmero de ejemplos donde, dependiendo el país, una mujer puede jubilarse antes que un varón, o tener un trato preferencial respecto de la tenencia de los hijos en caso de un divorcio conflictivo, por citar solo algunos.
En este mismo sentido, si la autopercepción deviene criterio suficiente para un reconocimiento estatal, lo que puede aparecer como privilegio es todo aquello vinculado a la agenda de género porque rápidamente alguien podría preguntarse por qué el Estado debe aceptar mi autopercepción de género, pero no la autopercepción de mi edad, mi nacionalidad o mi etnia. Al fin de cuentas, todas serían categorías políticas, constructos sociales que, como diría Butler respecto del género, se van confirmando performativamente en cada acto que realizamos.
Asimismo, si bien es evidente que hay fraudes, el hecho de una legislación cuyo único criterio es la autopercepción, elimina la posibilidad de determinar cuándo se producen los mismos. Si no importa la palabra de terceros, ni especialistas; si no hay determinados hechos contra los que contrastar, y lo único a ser tenido en cuenta es lo que la persona dice de sí misma y de lo que siente, ¿cómo es posible determinar su mala fe?
Por último, aunque resulte más inasible, probablemente el elemento más nocivo es que la discusión acerca de “lo trans” ha llevado al feminismo a quedar preso de cierta endogamia academicista y lo ha alejado de las reivindicaciones más concretas de los feminismos clásicos.
Lamentablemente, frente a esas inconsistencias, en vez de dar un paso atrás para repensar otras opciones, (porque entre el determinismo biológico más burdo y el constructivismo social más radical habría muchos puntos intermedios donde acordar), se avanza hacia legislaciones punitivistas. El ejemplo de la nueva ley contra los delitos de odio que ha entrado recientemente en vigencia en Escocia y que mencionamos al principio, es una muestra. Por ésta, J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, podría ir a la cárcel tras insistir en su posición de que una mujer trans no es una mujer.
Para finalizar, soy de los que cree que los Estados deben dar alguna respuesta a la cuestión trans y que la solución no puede ser un regreso al estadio existente apenas algunos años atrás, donde asumirse como tal suponía sufrir discriminación, violencia y/o estar condenado a la prostitución. Pero esconder o, peor aún, intentar censurar o cancelar a quienes exponen algunos de los problemas a los que están llevando algunas teorizaciones que se han encarnado en legislaciones, no parece el más adecuado de los caminos.
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