Unión Cívica Radical 2015
El radicalismo, siempre se dijo, es el partido más estrechamente ligado a la clase media argentina. Ese es un primer problema, no menor. La clase media, ya se sabe, se define por lo que no es. Está claro que en el capitalismo la clase dirigente es la burguesía (usando el término clásico en Marx, que podríamos reemplazar por cualquiera de los mil otros modos existentes para denominar a los que cortan el bacalao). Y que la bur-guesía tiene un conflicto histórico, natural e insuperable con los trabajadores. Ese conflicto puede sustanciarse de manera más o menos civilizada (“institucionalizando el antagonismo de clase”, decía Dahrendorf en tiempos del Estado de Bienestar, con un entusiasmo digno de Fucuyama, pues el también creía que eso era definitivo) o exteriorizarse en la plenitud de su virulencia, porque lo que disputan los patrones y los obreros es quién se queda con el mayor valor creado. Está claro que se lo quedan los ricos, porque en eso se funda el capitalismo. Pero cuando los trabajadores se organizan y suman fuerzas y la coyuntura les es propicia, obtienen mejores salarios y modifican los grados de participación relativa de cada sector en la distribución de la riqueza. Y la clase media es, justamente, lo que queda en el medio. A veces aparenta ser una franja muy ancha y otras –cuando los intereses polarizan– se adelgaza. En ciertos momentos se torna casi inasible, a tal punto que quien más y mejor la ha estudiado entre nosotros (Ada-movsky) a veces pareciera dudar de su existencia.
Le gusta pensarse cercana a la burguesía, porque recibe parecida educación, comparte gustos, modismos y prejuicios. En realidad suele asumir como propias las posturas de la burguesía sin advertir que lo que le “venden” quienes imponen los gustos, los modismos y los prejuicios no tiene mucho que ver con sus propios intereses (y, lamentablemente, nada que ver con sus menguadas posibilidades). Y le cuesta entender que, en realidad, la mayoría de sus integrantes comparten intereses con los obreros y, en general, con los pobres, en tanto también dependen de su trabajo –salario, sueldo– o de rentas fijas, acotadas y, por lo general, exiguas.
El origen de la clase media argentina radica, principalmente, en la descendencia de la inmigración europea. “Tanos”, “gallegos”, “turcos”, “rusos” y decenas de etcéteras, sufridos laburantes, genuinos proletarios, sacrificaron la posibilidad de una vida menos dura en aras del progreso de sus hijos que –¡por fin!– lograron, los hijos o los nietos, devenir clase media. Claro, esa clase media que venía de abajo, con un pasado obrero aún fresco, necesitaba ensanchar su espacio, alcanzar posiciones, conquistar poder y respetabilidad, en un país en el que las posiciones y la respetabilidad, así como el dinero y el poder, eran patrimonio exclusivo de la oligarquía. Tuvo que pugnar fuertemente hasta lograr un ámbito propicio para su propio desarrollo y no fue ajena a esa lucha la etapa en que el radicalismo enfrentó a la oligarquía hasta con las armas, como tampoco lo fue la Reforma Universitaria de 1918 (las transiciones sociales y culturales de las primeras décadas del siglo XX se reflejan, entre muchas otras expresiones artísticas y populares de la época, en M’hijo el dotor, la obra de Florencio Sánchez de 1903, y en el tango de Guillermo del Ciancio, de 1930, “Giuseppe el zapatero”).
Lo cierto es que esa clase media luchó para abrirse camino y, paradójicamente, al ascender se alejó del origen familiar proletario, por una parte, y se acercó al modo de vida de la oligarquía, lo suficiente como para desearlo, pero no lo bastante como para “pertenecer”. Quizá esa suerte de condena a la ambigüedad, ese destino paradojal y autocontradictorio, ese frustrante querer y no poder, ayuden a explicar mucho de los vaivenes y berrinches en principio incomprensibles de vastos sectores de esas capas medias y de su más entrañable organización política, la UCR. Es preciso recordar, claro está, que en aquellos tiempos la Argentina no era el país con mayor cantidad de psicólogos en proporción a sus habitantes y los argentinos no éramos todavía el pueblo más psicoanalizado del mundo.
Aquellos orígenes explican que don Leandro Alem, que sí fue un contestario irreductible, preocupado por los desposeídos y por el destino de la Patria y deseoso de forjar un instrumento para luchar por ellos, dejara a sus seguidores, como parte de su legado polí-tico, la consigna que titula esta nota y que reconoce una vieja raigambre criolla y, antes, hispana.
Y también justifican que Hipólito Irigoyen arrojara su desprecio a la oligarquía –como simbiosis de clase terrateniente y aparato político gobernante– calificándola como “el régimen más falaz y descreído de que haya mención en los anales de las naciones”. Ese radicalismo luchó hasta obtener el sufragio universal, propició un nuevo trato de los problemas laborales y con los representantes sindicales y defendió la soberanía nacional.
Pero también se entiende, a fuerza de contradicciones y paradojas, que cuando llegó al gobierno la UCR no haya sido capaz de impedir la represión más sangrienta del movi-miento obrero, que dejó como hitos sombríos –todos en ese preciso período– la Semana Trágica de 1919, la masacre de La Forestal entre 1919 a 1921 (en una provincia también gobernada por radicales) y la matanza masiva de peones rurales en la Patagonia en 1921 y 1922 que tan vívidamente recreara Osvaldo Bayer en la narración histórica, en una pieza teatral y hasta en el cine, dando letra a la inolvidable película dirigida por Héctor Olivera (1974).
Y que cuando la oligarquía y un general fascista quebrantaron por primera vez la institucionalidad democrática, despojando a Irigoyen de la investidura presidencial, otros radicales usufructuaran el llamado “fraude patriótico” y aceptaran cogobernar.
Y que cuando la clase obrera, en 1945, encabezó una lucha decisiva para transformar una realidad social signada por la explotación y la opresión, se aliaran con la oligarquía fraudulenta, marcharan del brazo con el hombre-símbolo que fue Robustiano Patrón Costas y prestaran sus nombres –Tamborini/Mosca– para enfrentar a Perón y subordinarse a Braden.
Y que luego decoraran con hombres propios, como ministros y embajadores, las sucesivas dictaduras militares hasta llegar a Sanz, que puso al viejo partido al servicio de la nueva derecha, convirtiendo a quienes alguna vez elaboraron el Programa de Avellaneda en plataforma territorial del proyecto de relanzamiento del neoliberalismo.
En el medio, como un recuerdo borroso, va quedando Illia, argentino digno al que hicieron candidato porque creyeron que perdían y al que dejaron sólo cuando lo voltearon los monopolios a los que trató de enfrentar. Y hasta el propio Alfonsín, hombre de buenas intenciones al que, pese a no concretarlas, prefirieron liquidar con un golpe de mercado. Tienta la posibilidad de imaginarlos juntándose con Gabriel del Mazo, Crisólogo Larralde y Moisés Lebenshon para tratar de entender entre todos, como fantasmas incrédulos y desconcertados, qué es lo que están haciendo sus correligionarios. Y con Leandro Alem, que debe haber sido un visionario, pues es más racional pensar que no se suicidó por el pasado trágico de su familia sino por el futuro innoble del partido que él creo en el fragor de la batalla.
Sin embargo, al final, las cuentas se pagan. Y, por eso, es probable que, en el cuarto os-curo, cada mujer y cada hombre radicales de verdad, salden cuentas con el alvearismo, el antipersonalismo, el unionismo, la complicidad con las dictaduras, el gorilismo patológico y con tantos Sanz como han habido y contribuyan a que sus grandes muertos descansen en paz.
* Abogado laboralista, especializado en derecho colectivo del trabajo
Publicado en:
http://www.miradasalsur.com.ar/nota/10864/que-se-rompa-pero-que-no-se-doble
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