Unión Cívica Radical 2015
por Oscar Valdovinos *
El radicalismo, siempre se dijo, es el partido más estrechamente
ligado a la clase media argentina. Ese es un primer problema, no menor.
La clase media, ya se sabe, se define por lo que no es. Está claro que
en el capitalismo la clase dirigente es la burguesía (usando el término
clásico en Marx, que podríamos reemplazar por cualquiera de los mil
otros modos existentes para denominar a los que cortan el bacalao). Y
que la bur-guesía tiene un conflicto histórico, natural e insuperable
con los trabajadores. Ese conflicto puede sustanciarse de manera más o
menos civilizada (“institucionalizando el antagonismo de clase”, decía
Dahrendorf en tiempos del Estado de Bienestar, con un entusiasmo digno
de Fucuyama, pues el también creía que eso era definitivo) o
exteriorizarse en la plenitud de su virulencia, porque lo que disputan
los patrones y los obreros es quién se queda con el mayor valor creado.
Está claro que se lo quedan los ricos, porque en eso se funda el
capitalismo. Pero cuando los trabajadores se organizan y suman fuerzas y
la coyuntura les es propicia, obtienen mejores salarios y modifican los
grados de participación relativa de cada sector en la distribución de
la riqueza. Y la clase media es, justamente, lo que queda en el medio. A
veces aparenta ser una franja muy ancha y otras –cuando los intereses
polarizan– se adelgaza. En ciertos momentos se torna casi inasible, a
tal punto que quien más y mejor la ha estudiado entre nosotros
(Ada-movsky) a veces pareciera dudar de su existencia.
Le gusta pensarse cercana a la burguesía, porque recibe parecida
educación, comparte gustos, modismos y prejuicios. En realidad suele
asumir como propias las posturas de la burguesía sin advertir que lo que
le “venden” quienes imponen los gustos, los modismos y los prejuicios
no tiene mucho que ver con sus propios intereses (y, lamentablemente,
nada que ver con sus menguadas posibilidades). Y le cuesta entender que,
en realidad, la mayoría de sus integrantes comparten intereses con los
obreros y, en general, con los pobres, en tanto también dependen de su
trabajo –salario, sueldo– o de rentas fijas, acotadas y, por lo general,
exiguas.
El origen de la clase media argentina radica, principalmente, en la
descendencia de la inmigración europea. “Tanos”, “gallegos”, “turcos”,
“rusos” y decenas de etcéteras, sufridos laburantes, genuinos
proletarios, sacrificaron la posibilidad de una vida menos dura en aras
del progreso de sus hijos que –¡por fin!– lograron, los hijos o los
nietos, devenir clase media. Claro, esa clase media que venía de abajo,
con un pasado obrero aún fresco, necesitaba ensanchar su espacio,
alcanzar posiciones, conquistar poder y respetabilidad, en un país en el
que las posiciones y la respetabilidad, así como el dinero y el poder,
eran patrimonio exclusivo de la oligarquía. Tuvo que pugnar fuertemente
hasta lograr un ámbito propicio para su propio desarrollo y no fue ajena
a esa lucha la etapa en que el radicalismo enfrentó a la oligarquía
hasta con las armas, como tampoco lo fue la Reforma Universitaria de
1918 (las transiciones sociales y culturales de las primeras décadas del
siglo XX se reflejan, entre muchas otras expresiones artísticas y
populares de la época, en
M’hijo el dotor, la obra de Florencio Sánchez de 1903, y en el tango de Guillermo del Ciancio, de 1930, “Giuseppe el zapatero”).
Lo cierto es que esa clase media luchó para abrirse camino y,
paradójicamente, al ascender se alejó del origen familiar proletario,
por una parte, y se acercó al modo de vida de la oligarquía, lo
suficiente como para desearlo, pero no lo bastante como para
“pertenecer”. Quizá esa suerte de condena a la ambigüedad, ese destino
paradojal y autocontradictorio, ese frustrante querer y no poder, ayuden
a explicar mucho de los vaivenes y berrinches en principio
incomprensibles de vastos sectores de esas capas medias y de su más
entrañable organización política, la UCR. Es preciso recordar, claro
está, que en aquellos tiempos la Argentina no era el país con mayor
cantidad de psicólogos en proporción a sus habitantes y los argentinos
no éramos todavía el pueblo más psicoanalizado del mundo.
Aquellos orígenes explican que don Leandro Alem, que sí fue un
contestario irreductible, preocupado por los desposeídos y por el
destino de la Patria y deseoso de forjar un instrumento para luchar por
ellos, dejara a sus seguidores, como parte de su legado polí-tico, la
consigna que titula esta nota y que reconoce una vieja raigambre criolla
y, antes, hispana.
Y también justifican que Hipólito Irigoyen arrojara su desprecio a la
oligarquía –como simbiosis de clase terrateniente y aparato político
gobernante– calificándola como “el régimen más falaz y descreído de que
haya mención en los anales de las naciones”. Ese radicalismo luchó hasta
obtener el sufragio universal, propició un nuevo trato de los problemas
laborales y con los representantes sindicales y defendió la soberanía
nacional.
Pero también se entiende, a fuerza de contradicciones y paradojas, que
cuando llegó al gobierno la UCR no haya sido capaz de impedir la
represión más sangrienta del movi-miento obrero, que dejó como hitos
sombríos –todos en ese preciso período– la Semana Trágica de 1919, la
masacre de La Forestal entre 1919 a 1921 (en una provincia también
gobernada por radicales) y la matanza masiva de peones rurales en la
Patagonia en 1921 y 1922 que tan vívidamente recreara Osvaldo Bayer en
la narración histórica, en una pieza teatral y hasta en el cine, dando
letra a la inolvidable película dirigida por Héctor Olivera (1974).
Y que cuando la oligarquía y un general fascista quebrantaron por
primera vez la institucionalidad democrática, despojando a Irigoyen de
la investidura presidencial, otros radicales usufructuaran el llamado
“fraude patriótico” y aceptaran cogobernar.
Y que cuando la clase obrera, en 1945, encabezó una lucha decisiva para
transformar una realidad social signada por la explotación y la
opresión, se aliaran con la oligarquía fraudulenta, marcharan del brazo
con el hombre-símbolo que fue Robustiano Patrón Costas y prestaran sus
nombres –Tamborini/Mosca– para enfrentar a Perón y subordinarse a
Braden.
Y que luego decoraran con hombres propios, como ministros y embajadores,
las sucesivas dictaduras militares hasta llegar a Sanz, que puso al
viejo partido al servicio de la nueva derecha, convirtiendo a quienes
alguna vez elaboraron el Programa de Avellaneda en plataforma
territorial del proyecto de relanzamiento del neoliberalismo.
En el medio, como un recuerdo borroso, va quedando Illia, argentino
digno al que hicieron candidato porque creyeron que perdían y al que
dejaron sólo cuando lo voltearon los monopolios a los que trató de
enfrentar. Y hasta el propio Alfonsín, hombre de buenas intenciones al
que, pese a no concretarlas, prefirieron liquidar con un golpe de
mercado. Tienta la posibilidad de imaginarlos juntándose con Gabriel
del Mazo, Crisólogo Larralde y Moisés Lebenshon para tratar de entender
entre todos, como fantasmas incrédulos y desconcertados, qué es lo que
están haciendo sus correligionarios. Y con Leandro Alem, que debe haber
sido un visionario, pues es más racional pensar que no se suicidó por el
pasado trágico de su familia sino por el futuro innoble del partido que
él creo en el fragor de la batalla.
Sin embargo, al final, las cuentas se pagan. Y, por eso, es probable
que, en el cuarto os-curo, cada mujer y cada hombre radicales de verdad,
salden cuentas con el alvearismo, el antipersonalismo, el unionismo, la
complicidad con las dictaduras, el gorilismo patológico y con tantos
Sanz como han habido y contribuyan a que sus grandes muertos descansen
en paz.
* Abogado laboralista, especializado en derecho colectivo del trabajo
Publicado en:
http://www.miradasalsur.com.ar/nota/10864/que-se-rompa-pero-que-no-se-doble