Tras estabilizar el dólar en 8 pesos, la administración
kirchnerista considera que están dadas las condiciones para la
recuperación de la competitividad en diferentes sectores y que hay
buenas razones para proseguir con el proceso de sustitución de
importaciones. Asimismo, el Gobierno espera dar una señal clara para
incentivar la liquidación de granos hacia aquellos exportadores “con
espaldas” suficientes para especular con una tendencia alcista del
dólar. Dado que aun los economistas más críticos reconocen que el
problema del Gobierno no es macroeconómico sino una coyuntural carencia
de liquidez, todas las miradas se han posado sobre aquellos sectores
claramente beneficiados con la última devaluación y que, a pesar de
ello, quizá por razones ideológicas y políticas más que económicas,
siguen reticentes a volcar sus dólares al mercado.
Quien leyó esta misma columna la semana anterior habrá notado que llamé la atención sobre esta particular dependencia (circunstancial, pero dependencia al fin) del Gobierno hacia sectores de la cadena productiva altamente concentrados. Para ponerlo en números, se calcula que el 70% de las exportaciones de soja, maíz y trigo está en manos de 8 empresas siendo la más importante Cargill.
Pero si hablamos de concentración, esta llega a otros eslabones de la cadena de valor. Tómense por ejemplo los datos que recoge en una nota del diario Tiempo Argentino el diputado Carlos Raimundi a partir de un estudio del Centro de Investigaciones CIGES: “Una sola empresa concentra el 80% de la producción de panificados; 3 empresas producen el 78% de las galletitas; 2 empresas concentran el 82% de la producción de cervezas; 2 empresas elaboran el 79% de los fertilizantes; 1 sola firma fabrica el 85% del acero; 1 sola firma monopoliza el 100% del aluminio; 1 sola firma concentra el 93% de la producción de etileno; 3 empresas dominan el 97% del mercado del cemento”.
En este contexto resulta
claro que cualquier medida del Gobierno tendiente a presionar a los
exportadores para que liquiden sus dólares, y a las distintas empresas
para que no lleven los costos de la devaluación a los precios de manera
usuraria, chocará con límites estructurales y actores económicos
enormemente fuertes. Ahora bien, en este contexto no pude más que
recordar las palabras de Arturo Sampay en la fundamentación de la
“Constitución peronista” del año 1949. Pues allí Sampay se pregunta cómo
puede la justicia social, ese principio tan caro al peronismo, mediar
entre la renta individual (propia del capitalismo desregulado) y el bien
común, pilar del justicialismo heredado de la Doctrina Social de la
Iglesia. Y la respuesta es asombrosamente actual pues para que el
desarrollo económico individual no afecte el acceso a bienes materiales
básicos de los sectores mayoritarios de la comunidad, hace falta atacar
dos aspectos: los monopolios y la usura.
Sobre la cuestión monopólica se ha hablado mucho en los últimos años en nuestro país pero bastante poco se ha hablado de la usura. Por ello viene bien recordar la definición que da Sampay: “El concepto genérico de usura en los precios está dado por la exacción abusiva que se pretende de la venta de un bien o de la prestación de un servicio, incluidos los negocios industriales en amplio sentido, ya sean estrictamente económicos, agrícolas, manufactureros o comerciales”.
Pero lo más interesante es que desde la perspectiva justicialista, la usura es aquello que define al capitalismo moderno. De aquí que Sampay presente a la Constitución de 1949 como anticapitalista en tanto pone límites a la renta individual ilimitada. Esto, claro está, ayuda a comprender aquel pasaje de la marcha peronista que tanta perplejidad nos generaba cuando la oíamos (y la oímos) entonada por un ala neoliberal promercado que se denomina justicialista.
Pero la Constitución del ’49 no se quedaba en el diagnóstico dado que suponía, como toda constitución, un sistema económico con medidas específicas tendientes a garantizar el bien común siempre bajo el criterio de la justicia social. Por mencionar algunas de estas medidas: reforma del Código Penal castigando al usurero y a los delitos económicos; nacionalización de las instituciones bancarias incluyendo el Banco Central; estatización del comercio exterior; nacionalización de los recursos naturales; permiso de expropiación (aunque no de confiscación) y fomento del mercado interno con la mira puesta en la integración regional.
Como usted notará, muchas de estas medidas tienen vigencia en la actualidad: existen figuras donde encuadrar lo que aquí llamamos usura (o agiotaje) como ser el caso del artículo 300 del Código Penal que castiga con una pena de 6 meses a 2 años a quien “hiciere alzar o bajar el precio de las mercaderías por medio de noticias falsas, negociaciones fingidas o por reunión o coalición entre los principales tenedores de una mercancía o género, con el fin de no venderla o de no venderla sino a un precio determinado”; el Banco Central no está en manos de los ingleses desde 1946; pervive la figura de la expropiación y ha crecido enormemente el mercado interno y el comercio en el bloque latinoamericano. Con todo, los recursos naturales están manos de las provincias y es una cuenta pendiente generar los mecanismos para que estos bienes estratégicos no sean saqueados por los inversores privados extranjeros. Asimismo el comercio exterior no está estatizado y en esa línea vienen las exigencias de algunos sectores afines al kirchnerismo que exigen el regreso de una Junta Nacional de Granos que, desde mi punto de vista, podría circunscribirse a garantizar el abastecimiento del mercado interno para liberar todo excedente y, como se sigue de las palabras del ministro Capitanich, tendría que tomar en cuenta que las condiciones logísticas para el control deberían tener una mayor capacidad imaginativa que la que se necesitaba allá por los años ’30, ’40 y ’50.
Por último, para cerrar con Sampay, la Constitución derogada por el gobierno de facto en el año 1957 tenía también un programa dedicado al campo. Allí indicaba que “el Estado [tiene el derecho a] fiscalizar la distribución y la utilización del suelo, interviniendo con el fin de desarrollar su rendimiento en interés de todo el pueblo y de garantizar a cada labriego, o familia labriega que demuestre aptitudes para ello, la posibilidad de convertirse en dueño de la tierra que trabaja (…) Se justifica, entonces, que el Estado pueda expropiar sus tierras a quienes no las hacen rendir por abandono, desidia o incapacidad, y que las distribuya entre los aptos para trabajarlas como propietarios (…) El campo no debe ser bien de renta sino instrumento de trabajo”.
Ni los actores son los mismos, ni las circunstancias son similares, ni el equilibrio de fuerzas es comparable. Pero siempre viene bien indagar en la historia reciente cuando pretendemos ir un paso más allá de lo posible.
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