Argentina sufrió, a lo largo de su historia,
infinidad de golpes de Estado, de golpes cívico-militares que sacaban por la
fuerza del poder a las autoridades elegidas por el pueblo. Los que primero
vienen a la mente son los tres más trascendentes, 1930, 1955 y 1976. Pero hubo
otros, los de 1943, 1962, y 1966, así como infinidad de intentos frustrados, e
incluso golpes dentro de los golpes, como fue el desplazamiento de Eduardo
Lonardi por parte de Pedro Aramburu.
Estos golpes cívico-militares tuvieron muchos
puntos en común: se suspendieron derechos de los ciudadanos, como el derecho al
voto; se disolvió el poder legislativo; se ocupó por la fuerza el poder
ejecutivo con un personaje, habitualmente un general, autoproclamado
“Presidente”. El único poder que se adaptó siempre sin ningún problema a los
cambios fue el Poder Judicial, que convalidaba el golpe y seguía adelante. Y si
bien esta actitud compromete a la
Justicia como poder y no a toda persona que haya sido juez o
abogado por esos años (siempre se pueden encontrar excepciones notables), no es
algo que pueda enorgullecer a los integrantes del “gremio” de los juristas. Los
golpistas no podían con el legislativo y el ejecutivo, y se veían obligados a disolverlos…
con el Poder Judicial siempre llegaban a un arreglo.
Pero, si el Poder Judicial ha sido siempre
funcional a los golpes de estado, si ha jugado siempre a favor de las
restauraciones conservadoras, se ha dado históricamente lo contrario en
relación a los procesos de cambio democráticos. Todos los gobiernos que han
intentado emprender reformas democráticas, que han procurado ampliar derechos
de las personas, que se han puesto como objetivo afectar intereses de poderes
corporativos de la sociedad, han encontrado en el poder judicial un escollo
casi infranqueable, muchas veces imposible de superar. El Poder Judicial ha
sido muy activo como freno a los procesos democratizadores, importando poco que
los colores partidarios del gobierno de turno fueran el celeste y blanco o el
rojo y blanco.
Esta condición de reaseguro conservador frente
a votos reformistas de la ciudadanía, es posible también por el carácter
fuertemente corporativo de la “familia judicial”, que se rige en muchas cosas por
reglas distintas al resto de la sociedad. No sólo los jueces no pagan el impuesto a las ganancias
-lo que sería a la postre un detalle intrascendente- sino que no se ven
obligados a retirarse por exceso de edad –tenemos un juez de la Corte Suprema de 95 años, y no
es el único caso-, no se someten a ningún mecanismo de elección popular –sólo a
elecciones entre pares-, y permanecen en el cargo más allá de los cambios
políticos, sociales y culturales que afectan al resto de la ciudadanía.
Por supuesto que, cuando se intenta cambiar
esto reformando algunos de los aspectos más corporativos de la organización
judicial, el sistema reacciona casi como un virus informático, y se protege a sí mismo. Contradiciendo un
principio jurídico básico, la justicia falla sobre su propia reforma,
transformándose en juez y parte.
Quizás el mejor ejemplo de esta condición de
“juez y parte” sea el hecho, que no deja de resultar bastante ilógico, de que
integrantes del “gremio” de los abogados hayan pedido medidas cautelares para
frenar la vigencia de la ley que limita… a las medidas cautelares. Más allá de
un análisis jurídico de la cuestión, lo que resulta políticamente evidente es
que el Poder Judicial ha estado utilizando en estos últimos años las medidas
cautelares de manera tal que invade las jurisdicciones de los otros dos
poderes, ya que legisla y ejecuta. Y esa no es su función específica.
No se pretende aquí realizar un análisis
profundamente jurídico, que dejo a los especialistas en esos temas, sino
señalar algunas cuestiones básicas desde el ámbito de otras ciencias sociales.
La crítica que acusa a esta reforma de
“politizar” al sistema judicial es insostenible. Abogados y jueces tienen sus
ideas e ideologías políticas, sus simpatías y antipatías por unas u otras
fuerzas políticas. De hecho, la
inmensa mayoría de los políticos argentinos, de cualquier partido político que
uno quiera analizar, son abogados. Por lo tanto
los abogados no son (y los abogados que son jueces tampoco) personajes
políticamente neutros. Sostener esto es simplemente afirmar una falacia.
Muchas personas de pensamiento liberal en
Argentina, las más opuestas a esta reforma judicial, ponen todo el tiempo como
ejemplo de acción a los Estados Unidos de América. Bueno, en ese país, en la
mayoría de los Estados, los jueces se designan por elección popular. Y uno debe
optar entre el candidato a juez del Partido Demócrata, y el candidato del
Partido Republicano. Los jueces norteamericanos llegan a su cargo con una
camiseta partidaria puesta y a la vista. Nuestra reforma judicial no llega a
tanto: apenas se pretende la elección popular de los integrantes del Consejo de
la Magistratura,
organismo controlador del poder judicial.
Quisiera cerrar estas consideraciones con un
comentario acerca de este último asunto. El Consejo de la Magistratura es un
organismo que se creó con la Reforma
Constitucional de 1994. Uno puede leer en la Constitución
Nacional cómo se organizan, cómo se eligen, y que atribuciones
tienen todos los poderes del Estado… todos menos este Consejo.
Al respecto, el artículo 114 de nuestra carta
magna dice:
“El Consejo de la Magistratura,
regulado por una ley especial sancionada por la mayoría absoluta de la
totalidad de los miembros de cada Cámara, tendrá a su cargo la selección de los
magistrados y la administración del Poder Judicial.
El Consejo será integrado periódicamente de
modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la
elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la
matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito
académico y científico, en el número
y la forma que indique la ley,”
(Art.114 de la C.N., el subrayado es nuestro)
Luego el artículo 114 continúa con 6 incisos
que marcan las atribuciones del organismo: el primero es la selección por
concurso de los magistrados, el tercero administrar los recursos de todo el
poder judicial (cosa que jamás se cumplió, que se contemplaba en el proyecto
original del ejecutivo, y se retiró a pedido de la Suprema Corte), y el cuarto y
quinto vinculados a cuestiones disciplinarias y remoción de jueces.
Es difícil encontrar en la Constitución otro
artículo con tantas vaguedades, con tantos puntos oscuros. No se dice cuántos
integrantes de cada uno de los tres grupos representados lo integran, ni como
se eligen, y deja eso a una ley posterior (como la que promueve hoy el gobierno
de CFK). Sólo se habla de “equilibrio”, sin precisar con claridad cuál sería concretamente
dicho equilibrio.
“En el número y forma que indique la ley”…
En realidad, todo el artículo 114 es una
“puerta abierta” para que cada gobierno de turno organice el Consejo de la Magistratura a su
gusto, lo cual es inaceptable si tenemos en cuenta la importancia de este
organismo.
Se ha hablado mucho acerca de una reforma
constitucional sobre la que el kirchnerismo jamás dijo una sola palabra. Pero,
en rigor, si hay un buen argumento para pedir una reforma de la carta magna, es
justamente la necesidad de precisar las vaguedades y omisiones del artículo 114.
No es posible que la organización de un organismo tan importante sea tan
imprecisa en nuestra ley máxima.
Adrián Corbella, 8 de junio de 2013.
NOTA:
Puede consultarse el texto completo de la Constitución Nacional argentina presionando AQUÍ.
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