Miradas al Sur. Año 5. Edición número 195. Domingo 12 de febrero de 2012
Por
Enrique Martínez
La integración regional es hoy una prioridad general salvo para las pequeñas fracciones de nostálgicos que se mantienen en la dependencia cultural inglesa o aquellos que giran en derredor de la prepotencia global de los Estados Unidos. Sin embargo, falta precisión en cuanto a los actores de esa integración y de los instrumentos más necesarios.
Parece evidente que los actores centrales son los gobiernos de la región, especialmente los de mayor peso económico, como Brasil, Argentina y Venezuela. Pero también resulta claro que si se limita la iniciativa a un puñado de jefes de Estado es poco lo que se logrará. No sólo es necesario contar con la activa participación del resto de los gobiernos, que incluso suelen tener menos tensiones internas que los países más grandes, para señalar con fuerza los beneficios posibles del camino. También es crucial sumar a la ciudadanía a la conciencia del tema y a la prédica. Esto último plantea una tarea especialmente ardua, porque a nivel popular se agigantan los prejuicios, no sólo discriminatorios, sino también competitivos, que suelen bloquear los esfuerzos de cooperación, obviamente imprescindibles para superar los corsés de las fronteras.
Hay protagonistas clave para la integración –los empresarios– que se sumaron a la actividad económica casi embebidos en la idea de la competitividad, admitiendo como eje de su organización que su éxito puede –y, tal vez, debe– implicar el desplazamiento de algún otro actor. Por lo tanto, su acto reflejo cuando se los invita a esquemas de cooperación latinoamericanos es preguntar quién compra, quién paga y cómo se garantiza lo que vende. No sólo eso, que de algún modo es racionalidad básica del mercado, sino que además busca intervenir vendiendo los mismos productos que ubica en el mercado interno y en los mismos términos.
Es decir que la adaptación de los bienes a otros contextos productivos o de consumo, la capacitación para su uso y el servicio post-venta son conceptos que se incorporan con cuentagotas y siempre con la zanahoria de los buenos negocios delante y con el aval implícito que representan las negociaciones gobierno a gobierno. Ni que hablar de un elemento clave para la integración: la transferencia de tecnología.
En América latina hay dos países con muchas empresas locales que disponen de ciertos saberes productivos de manera autónoma y que los aplican de modo eficiente: Brasil y Argentina. En el resto, las empresas de esa condición son la excepción y no la regla. En consecuencia, con una política de transferir el saber cómo vender los bienes de capital necesarios, el resto del subcontinente puede construir tejido industrial para producir sus bienes básicos; alimentos, vestimenta, las cadenas de frío para distribución, los vehículos livianos y medianos de transporte.
Las dificultades objetivas son muchas. Hay que construir lazos culturales y diseñar atajos para acceder a algunas formaciones técnicas imprescindibles. Pero, además, hay que conseguir que funcionarios y empresarios de Brasil y Argentina entiendan que el bienestar de las comunidades que representan sólo se potenciará con una mayor autonomía productiva básica de los restantes países. No imaginando que podrán vender pollos o aceite a países que tienen condiciones naturales para producirlos.
La integración entre países de desarrollo desigual no puede limitarse al plano comercial. En realidad, no tiene entidad alguna en esa faceta. La integración auténtica requiere que las fuerzas productivas del país más débil se desarrollen. De tal modo, se puede poner en marcha una espiral virtuosa, por la cual los intercambios son de valor agregado creciente. Quien comenzó vendiendo pollos, luego puede vender la tecnología de toda la cadena de valor avícola y la asistencia para mejorar la genética, para industrializar la carne, para producir de manera eficiente los alimentos balanceados. Esto, que parece simple expresado desde fuera del protagonismo, es, sin embargo, un hecho contracultural para los empresarios competitivos y también para los funcionarios que miden el éxito del país sólo por su balanza comercial del año anterior, sin una mirada de mediano plazo.
Lo anterior no es un simple análisis teórico. Hay ya muchos años de experiencia de cooperación intra Mercosur y con los restantes países del continente. Todos los intentos importantes se frenaron o fracasaron cuando el país con conocimiento se encuadró en una lógica de mercado y, dentro de ella, sus empresarios –y, por inercia, sus funcionarios– se preguntaron cuánto se ganaba con la operación a realizar y cuánto se dejaría de vender a futuro si los interlocutores aprendían a producir alguna cosa nueva.
No se trata sólo de bajar restricciones al comercio o poner en marcha instrumentos financieros con control regional, como el proyectado Banco del Sur. Además de eso –tal vez de modo decisivo–, se trata de asociar la ganancia de un empresario a la mejora de la calidad de vida general. Ningún empresario del rubro alimenticio ignora que su mercado exterior principal está en Europa, Arabia o China. Ningún funcionario que articule una política comercial externa debiera ignorar, a su vez, que si esos empresarios –además de lo que hacen– vendieran tecnología para que los países más modestos produzcan sus propios alimentos, con ellos irían los fabricantes de bienes de capital primero y los fabricantes de bienes de consumo más sofisticados después, producto que esos países elevarían su nivel de consumo.
Se trata de dónde se pone la mirada. O en la punta de los propios zapatos o allá, donde el sol se oculta por el horizonte
Publicado en :
http://sur.infonews.com/notas/la-integracion-latinoamericana-y-la-tecnologia
No hay comentarios:
Publicar un comentario