Periodista y dirigente político.
Burlarse de los que menos tienen, reírse desde sus estómagos saciados hasta el hartazgo o desde sus dietas exclusivas para mantenerse a la moda, es de una perversión estructural sin límites.
El jueves pasado leí una excelente nota de Demetrio Iramain en Tiempo Argentino titulada “La Revolución era esto”. Bien acostumbrado a sus reflexiones me interné en su lectura sin adivinar que me iba a conmover. No fue solamente por el relato preciso del significado profundo del plan “Milanesas para todos” y su incidencia en la vida de los más humildes. O por el reportaje que Hebe de Bonafini le hizo a Diego Maradona donde cuenta que de chico solamente comían carne los días cuatro de cada mes cuando su padre don Diego cobraba el magro sueldo y Doña Tota se las arreglaba para que sus hijos se criaran de la mejor manera disponible.
Lo que realmente me movilizó fue la reacción racista, discriminatoria y brutal de sectores de la clase media porteña –el medio pelo que tan bien describió don Arturo Jauretche– y de los escribas y fariseos del diario La Nación y otros medios afines. Burlarse de los que menos tienen, reírse desde sus estómagos saciados hasta el hartazgo o desde sus dietas exclusivas para mantenerse a la moda, es de una perversión estructural sin límites.
Recordé mi primera aproximación al peronismo y a la militancia. No había cumplido 20 años y era un “cristianuchi” que había crecido sin privaciones, con todos los gustos y oportunidades de una familia acomodada.
Crecí oyendo comentarios parecidos a los actuales. Desde “viven en villas pero tienen antenas de televisión” u “ojo con las mucamas y los porteros que son todos peronistas”, hasta insultos a Evita o bromas descalificadoras y gorilas sobre los que se identificaban con el peronismo. Mientras tanto buscaba en los mensajes de los sacerdotes tercermundistas alguna respuesta, algún camino que me liberara de tanta esquizofrenia entre el mensaje evangélico y el discurso de la gente “bien”.
Cayó en mis manos un librito del Centro Editor de América Latina que se llamaba El 17 de Octubre. Y entre tantas anécdotas e informaciones había un diálogo con un conductor de tranvías –cuando la empresa era de capitales ingleses y de empresarios argentinos– donde el hombre contestaba a la pregunta sobre el significado que tenía para él aquel 17 de octubre de 1945. Sencillo y directo el hombre contestaba: “Desde aquel día no tuve que sacarme más la gorra para hablar con el capataz o los patrones y pude por primera vez mirarlos a los ojos.”
La dimensión de este hondo cambio socio cultural que se inicia en aquellas jornadas de octubre y que distingue a la Argentina aun en el contexto de la Patria Grande, se vuelve inaceptable y reaviva los fuegos de la ira de los dueños de la Argentina. Y como eterno furgón de cola, sectores de la clase media se enganchan queriendo pertenecer a una clase que –sépanlo– los sigue despreciando aunque golpeen cacerolas defendiendo a los agro patrones de estancias que sólo conocen cuando circulan por las rutas.
El peronismo fundacional permite y promociona en el pueblo su derecho al disfrute. Al trabajador le devuelve la dignidad de mirar de igual a igual a sus empleadores, lo vuelve a erguir. Les regala a los que necesitan dentaduras postizas que entregan en una cajita con una leyenda: “En la Argentina de Perón y Evita, los humildes sonríen sin complejos de pobreza” y les restituye la risa y, lo que es mejor, la carcajada. Conocen el mar y las sierras y gozan las vacaciones en temporada. Hay pan dulce y sidra en todas las mesas navideñas.
Es la irrupción aluvional de los trabajadores y cabecitas negras en todas las esferas, lo que introduce definitivamente en la sociedad la multiplicidad de colores, músicas y voces que espantan a los discretos y pacatos sectores del medio pelo y les inocula un odio sin fin. Es el subsuelo que asciende para quedarse en la Patria de los iguales.
He ahí el huevo de la serpiente que venía incubándose y destilando veneno desde siempre y que, como relata Hernán Brienza en su imprescindible El loco Dorrego, está en la génesis de nuestra Nación. Y de pronto aparecen Néstor y Cristina y se vuelve a exacerbar ese resentimiento que estaba larvado porque las dictaduras y los gobiernos civiles, por decisión, ineptitud o directamente por la traición neoliberal de Menem, construyeron siempre para las minorías o no se animaron a modificar el status quo.
Y entonces se resignificó y potenció el rol del Estado, se incluyó, se creó trabajo, recuperamos los instrumentos y los símbolos de nuestra soberanía y la pasión por participar y militar por el proyecto nacional y popular. Y los beneficiados de siempre aborrecen que se persiga el trabajo indecente o que haya Fútbol para todos o Milanesas para todos o cualquier cosa que no resalte las diferencias con los más pobres.
A pesar del inconmensurable dolor por la muerte de Néstor Kirchner, hay alegría y esperanza en el pueblo. Gran cantidad de jóvenes se quitan de encima prejuicios y mandatos familiares. Lejos están de los “sushi boys” de Lopérfido o de los vacuos yuppies noventosos. Se reconocen –nos reconocemos también los más grandes– en esa sudestada arrasadora que nos identifica como kirchneristas, peronistas o no peronistas. Recuperamos y multiplicamos la pasión.
Es saludable citar nuevamente a Jauretche: “El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente. Nada grande se puede hacer con la tristeza.”
Y tiene razón, como la tuvo León Gieco cuando cantó “La cultura es la sonrisa”.
Este año será inolvidable.
Que cada día podamos mejorar la vida de nuestros compatriotas y asegurar el triunfo de Cristina en octubre.
Así será, con alegría y una sonrisa.
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