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Por Eduardo Aliverti
Las enormes diferencias entre los problemas que aquejan a oficialismo y oposición van quedando expresadas con contundencia.
El Gobierno afronta otra vez, debido a las expectativas que pintan el año y la discusión paritaria consecuente, el acecho de la inflación. No le encuentra la vuelta al combate contra los formadores de costos, y encima de eso sigue perdiendo la batalla discursiva porque está instalado que los precios suben porque los precios suben o, peor aún, que la responsabilidad o culpa final es del Estado. Y en lo que se llama campo político las últimas jornadas trajeron la profundización de un debate recurrente. Hubo diversos gatillos. La masacre policial de José León Suárez. La instrumentación o no de listas colectoras en la provincia de Buenos Aires. El recelo en la gobernación por el apoyo de Casa Rosada a que Martín Sabbatella sume su candidatura. Se traduce en todo eso lo difícil de la relación entre las autoridades nacionales con Daniel Scioli, por un lado, y por otro con el aparato de los intendentes pejotistas. El accionar de la policía en aquel episodio volvió a revelar una distancia, muy grande, entre la bajada de línea de la ministra Garré (de la Presidenta, en consecuencia) y la operatividad autónoma –por ser suaves, claro– de la Bonaerense. Son directrices políticas que apuntan a concepciones diferentes, complicadas para la convivencia ideológica. Y es por ejemplos como ésos donde se cuela que no son todos lo mismo, sin perjuicio de que los K y Scioli se necesitan y de que ambos, a la par, creen decisivo el concurso de los barones del conurbano. Para sumar complejidad, la CGT de Moyano se abroqueló en defensa del capo Gerónimo Venegas. ¿Cómo se hace para asentar una estrategia gubernativa, ganadora y honesta, que conforme a esos todos? Empero, estas descripciones y esa pregunta atienden a un espacio, el oficialismo y alrededores, en el que los problemas pasan por cómo controlar desde un piso que está firme.
En la franja opositora –excepto la unidad suscitada por la detención del principal aliado sindical de El Padrino—, el conjunto venía mostrándose a la vista de cualquier observador mínimamente atento, hace ya buen rato. La muerte de Kirchner fue lo que terminó de dejar desnudo el paisaje. Sólo cabía esperar la profundización de ese vacío. Desaparecido el aglutinante casi exclusivo del espacio anti K, como vector insuperable de los lamentos y acusaciones sobre modos prepotentes y aislamiento del mundo, tanto la dirigencia política como los espacios mediáticos y sectoriales que enfrentan al Gobierno se quedaron sin discurso. Al cabo del pico opositor, cuando el conflicto con los campestres y después por la derrota electoral oficialista, los que se comían a los chicos crudos ratificaron su ausencia pavorosa no ya de ideas alternativas potables, sino de capacidad organizativa que las disimulase. O, siquiera, de ciertos reflejos que les sirvieran para mantener la inserción social pasajeramente conseguida, mucho más por el encono contra los errores gubernamentales que por el entusiasmo ante sus mandobles. Los Kirchner jugaron bien porque, en el peor momento, sorprendieron a propios y ajenos con su volumen de respuestas rápidas y convocantes. La ley de medios y la Asignación Universal por Hijo, entre otras medidas y gestos, reconquistaron favor popular. ¿Fue primero eso, o que en la vereda contraria volvió a corroborarse que cocodrilo que se duerme es cartera? Podría decirse que ambos factores en simultáneo, pero el periodista tiene la impresión de que la cantidad de defecciones del arco opositor superó al vertiginoso reimpulso oficial.
Repasemos, en orden aleatorio, algunos datos archiconocidos y no por eso carentes de valor, al agrupárselos con el reposo analítico que siempre provee el tiempo transcurrido. Julio Cobos, quien aparecía o fue construido como nueva e imparable estrella de la presunta alianza entre parcelas de clase media crecientemente disconformes y agentes económicos concentrados, no arrancó nunca. Lo mismo sucedió con Francisco de Narváez, el otro gran referente electoral que había vencido a Kirchner nada menos que en el conurbano bonaerense. La Mesa de Enlace se retiró a descansar, lo más oronda, sobre la incrementada cordillera de divisas que provino del aumento en los precios granarios internacionales. Los bloques parlamentarios de la oposición, incluidos los flamantes agrodiputados y autoerigidos en la barrera que pondría freno al autoritarismo kirchnerista, brillaron bien antes por sus desencuentros que por la armonización de aspiraciones capaces de ilusionar a mayoría alguna. El peronismo jurásico no tardó en exhibirse como un show de vanidades personales, mientras Macri se dedicaba a gestionar cada vez peor, como si no le bastara con sus desconsuelos judiciales. Y los radicales persistieron en caracterizarse como una sucesión extenuante de internas individuales, al margen de que puedan haber recobrado algún vigor gracias a la ausencia de opciones (son un partido histórico, después de todo, y como tal conservan estructuras territoriales que, en etapas de desierto, les habilitan mantenerse a relativo flote). En ese escenario global de quienes aspiran a desbancar al oficialismo o eso juran, la jefatura opositora fue quedando en las manos, solitarias, de las corporaciones mediáticas enardecidas por la afectación de sus negocios. Y lo especial que pasó la semana anterior es que se concentraron algunas noticias emblemáticas de ese panorama.
De nuevo en orden azaroso, acabó por saltar la lucha intestina de los grandes industriales, y el centro de la cuestión consiste en que buena parte de ellos está a disgusto con el accionar del tándem Techint-Clarín, porque los deja pegados a una estrategia de confrontación con el Gobierno no apta para sus intereses. Dicho esto, el punto de fondo es entonces que, también entre los popes de la industria, hay unos cuantos –si no los más– a quienes el kirchnerismo podrá no caerles precisamente simpático. Pero empiezan a apostarle al malo conocido, porque los buenos por conocer les resultan patéticos: una deducción en la que no prima lo ideológico, sino lo que advierten como pericia o firmeza de mando, además, por supuesto, de que es innegable la fuerte recuperación del polo industrial. De manera análoga, sectores del agro pequeños y medianos, que en 2008/09 se encolumnaron sin dudar un segundo tras los dictados de las grandes patronales, comenzaron a percibir que varios de sus reclamos eran atendidos. El Gobierno les partió el frente, que era lo que medio mundo le dijo que tenía que hacer, y no hizo, antes y poco después de la 125. Culminan por ofrecer una imagen deshilachada por completo, al límite de que en estos días tienen dificultades hasta para consensuar un comunicado. En el Congreso, el extinto Grupo A apenas si puede hacer la mueca de un llamado a consulta popular por el 82 por ciento móvil, lo cual es de una demagogia tan obscena que cabría pensar, por qué no, en un efecto boomerang. Y si es por los aprestos electorales, mientras Cobos se dedica a cruzar la Cordillera de los Andes, Carrió continúa de paciente psiquiátrica ambulatoria, y el hijo de Alfonsín y Sanz dirimen no se sabe qué, peronistas federales y Macri se unieron para la foto frente a los avatares del Momo Venegas. Otro boomerang, quizá. Lo consideran un preso político y ahora dicen que esto se venía venir por la andanada de revelaciones sobre el trabajo esclavo en el campo, como si el nudo del asunto fuera ése y no lo incontrastable de las denuncias.
Volvamos al comienzo. A las diferencias. Porque los unos tienen un problema en el cómo seguir. Pero los otros tienen el más grave de cómo empezar.
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